16 septiembre 2025

El Viejo y el mar. Ernest Hemingway. Capitulo 9

El Viejo y el mar. Ernest Hemingway. Capitulo  9

“Me pregunto por qué habrá salido a la superficie –pensó el viejo–. Brincó para mostrarme lo grande que era. Ahora ya lo sé –pensó–. Me gustaría demostrarle que clase de hombre soy. Pero entonces vería la mano con calambre. Que piense que soy más hombre de lo que soy, y lo seré. Quisiera ser el pez –pensó– con todo lo que tiene frente a mi voluntad y mi inteligencia solamente.” 

Se acomodó confortablemente contra la madera y aceptó sin protestar su sufrimiento. Y el pez seguía nadando sin cesar y el bote se movía lentamente sobre el agua oscura. Se estaba levantando un poco de oleaje con el viento que venía del este y a mediodía la mano izquierda del viejo estaba libre del calambre.  

–Malas noticias para ti, pez –dijo, y movió el sedal sobre los sacos que cubrían sus hombros. 

Estaba cómodo, pero sufría, aunque era incapaz de confesar su sufrimiento. 

–No soy religioso –dijo–. Pero rezaría diez padrenuestros y diez avemarías por pescar este pez y prometo hacer una peregrinación a la Virgen del Cobre si lo pesco. Lo prometo. 

Comenzó a decir sus oraciones mecánicamente. A veces se sentía tan cansado que no recordaba la oración, pero luego las decía rápidamente, para que salieran automáticamente. Las avemarías son más fáciles de decir que los padrenuestros, pensó. 

–Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. 

Luego añadió: 
–Virgen bendita, ruega por la muerte de este pez. Aunque es tan maravilloso. 
Dichas sus oraciones y sintiéndose mejor, pero sufriendo igualmente, y acaso un poco más, se inclinó contra la madera de proa y empezó a activar mecánicamente los dedos de su mano izquierda. 
El sol calentaba fuera ahora, aunque se estaba levantando ligeramente la brisa. 
–Será mejor que vuelva a poner cebo al sedal de popa –dijo–. Si el pez decide quedarse otra noche necesitaré comer de nuevo y queda poca agua en la botella. No creo que pueda conseguir aquí más que un dorado. Pero si lo como bastante fresco no será malo. Me gustaría que viniera a bordo esta noche un pez volador. Pero no tengo luz para atraerlo. Un pez volador es excelente para comerlo crudo y no tendría que limpiarlo. Tengo que ahorrar ahora toda mi fuerza. ¡Cristo! ¡No sabía que fuera tan grande! 
–Sin embargo lo matare –dijo–. Con toda su gloria y su grandeza. 
“Aunque es injusto –pensó–. Pero le demostraré lo que puede hacer un hombre y lo que es capaz de aguantar.” 
–Ya le dije al muchacho que yo era un hombre extraño –dijo–. Ahora es la hora de demostrarlo. 
El millar de veces que lo había demostrado no significaba nada. Ahora lo estaba probando de nuevo. Cada vez era una nueva circunstancia y cuando lo hacía no pensaba jamás en el pasado. 
“Me gustaría que se durmiera y poder dormir yo y soñar con los leones –pensó– . ¿Por qué, de lo que queda, serán los leones lo principal? No pienses, viejo –se dijo–. Reposa dulcemente contra la madera y no pienses en nada. El pez trabaja. Trabaja tú lo menos que puedas.” 
Estaba ya entrada la tarde y el bote todavía se movía lenta y seguidamente. Pero la brisa del este contribuía ahora a la resistencia del bote y el viejo navegaba suavemente con el leve oleaje y el escozor del sedal en la espalda le era leve y llevadero. 
Una vez, en la tarde, el sedal empezó a alzarse de nuevo. Pero el pez siguió nadando a un nivel ligeramente más alto. El sol le daba ahora en el brazo y el hombro izquierdos y en la espalda. Por eso sabía que el pez había virado al nordeste. 

Ahora que lo había visto una vez, podía imaginárselo nadando en el agua con sus purpurinas aletas pectorales desplegadas como alas y la gran cola erecta tajando la tiniebla. “Me pregunto cómo podrá ver a esa profundidad –pensó–. Sus ojos son enormes, y un caballo, con mucho menos ojo, puede ver en la oscuridad. En otro tiempo yo veía perfectamente en la oscuridad. No en la tiniebla completa, pero casi como los gatos.” 
El sol y el continuo movimiento de sus dedos habían librado completamente de calambre la mano izquierda y empezó a pasar más presión a esta mano contrayendo los músculos de su espalda para repartir un poco el escozor del sedal. 
–Si no estás cansado, pez –dijo en voz alta–, debes de ser muy extraño. 
Se sentía ahora muy cansado y sabía que pronto vendría la noche y trató de pensar en otras cosas. Pensó en las Grandes Ligas. Sabía que los Yankees de New York estaban jugando su encuentro contra los Tigres de Detroit. 
“Éste es el segundo día en que no me entero del resultado de los juegos – pensó–. Pero debo tener confianza y debo ser digno del gran Di Maggio que hace todas las cosas perfectamente, aun con el dolor de la espuela de hueso en el talón. ¿Qué cosa es una espuela de hueso?, se preguntó. Nosotros no las tenemos. ¿Será tan dolorosa como la espuela de un gallo de pelea en el talón de una persona? Creo que no podría soportar eso, ni la pérdida de uno de los ojos, o de los dedos, y seguir peleando como hacen los gallos de pelea. El hombre no es gran cosa junto a las grandes aves y fieras. Con todo, preferiría ser esa bestia que está allá abajo en la tiniebla del mar.” 
–Salvo que vengan los tiburones –dijo en voz alta–. Si vienen los tiburones, Dios tenga piedad de él y de mí. 
“¿Crees tu que el gran Di Maggio seguiría con un pez tanto tiempo como estoy haciendo yo? –pensó–. Estoy seguro de que sí, y más, puesto que es joven y fuerte. También su padre fue pescador. Pero ¿le dolería demasiado la espuela de hueso?” 
–No sé –dijo en voz alta–. Nunca he tenido una espuela de hueso. 
El sol se estaba poniendo. Para darse más confianza el viejo recordó aquella vez, cuando, en la taberna de Casablanca, había pulseado con el gran negro de Cienfuegos, que era el hombre más fuerte de los muelles. Habían estado un día y una noche con sus codos sobre una raya de tiza en la mesa, y los antebrazos verticales, y las manos agarradas. Cada uno trataba de bajar la mano del otro hasta la mesa. Se hicieron muchas apuestas y la gente entraba y salía del local bajo las luces de querosene, y él miraba al brazo y la mano de negro y a la cara del negro. Cambiaban de árbitro cada cuatro horas, después de las primeras ocho, para que los árbitros pudieran dormir. Por debajo de las uñas de los dedos manaba sangre y se miraban a los ojos y a sus antebrazos y los apostadores entraban y salían del local y se sentaban en altas sillas contra la pared para mirar. Las paredes estaban pintadas de un azul brillante. Eran de madera y las lámparas arrojaban las sombras de los pulseadores contra ellas. La sombra del negro era enorme y se movía contra la pared según la brisa hacía oscilar las lámparas.

Los logros siguieron subiendo y bajando toda la noche, y al negro le daban ron y le encendían cigarrillos en la boca. Luego, después del ron, el negro hacía un tremendo esfuerzo y una vez había tenido al viejo, que entonces no era viejo, sino Santiago El Campeón, cerca de tres pulgadas fuera de la vertical. Pero el viejo había levantado de nuevo la mano y la había puesto a nivel. Entonces tuvo la seguridad de que tenía derrotado al negro, que era un hombre magnífico y un gran atleta. Y al venir el día, cuando los apostadores estaban pidiendo que se declarara tablas, había aplicado todo su esfuerzo y forzado la mano del negro hacia abajo, más y más, hasta hacerle tocar la madera. La competencia había empezado el domingo por la mañana y terminado el lunes por la mañana. Muchos de los apostadores habían pedido un empate porque tenían que irse a trabajar a los muelles, a cargar sacos de azúcar, o a la Havana Coal Company. De no ser por eso todo el mundo hubiera querido que continuara hasta el fin. Pero él la había terminado de todos modos antes de la hora en que la gente tenía que ir a trabajar. 
Después de esto, y por mucho tiempo, todo el mundo le había llamado El Campeón y había habido un encuentro de desquite en la primavera. Pero no se había apostado mucho dinero y él había ganado fácilmente, puesto que en el primer match había roto la confianza del negro de Cienfuegos. Después había pulseado unas cuantas veces más y luego había dejado de hacerlo. Decidió que podía derrotar a cualquiera si lo quería de veras, pero pensó que perjudicaba su mano derecha para pescar. Algunas veces había practicado con la izquierda. Pero su mano izquierda había sido siempre una traidora y no hacía lo que le pedía, y no confiaba en ella. 

No hay comentarios :

Publicar un comentario