31 julio 2025

Sobrevivir 15: Negreros y Socialismo

Así comienza la caza de esclavos de las hormigas amazonas: un cálido día de verano a orillas de un pequeño calvero en la región montañosa del Hara, en Alemania. A eso de las dos de la tarde se ha reunido un pequeño grupo de veinte hormigas exploradoras de regreso junto a la cntrada de su hormiguero.


Los animales introducen la parte trasera de sus cuerpos en los agujeros de entrada y dejan escapar un olor especial que se extiende por el laberinto subterráneo. En el lenguaje olfativo de esos insectos el mensaje quiere decir:

"Alarma! iTodos los soldados arriba! iVamos a comenzar una nueva campaña!".

Segundos después una agitada masa de hormigas amazonas surge de la tierra y forma en columna de marcha: primero la vanguardia, con un centenar de guerreros; en el centro, el cuerpo central del ejército, unos dos mil insectos que forman una columna de diez centímetros de anchura por un metro y medio de longitud. A retaguardia, las fuerzas de intendencia, unas mil esclavas que fueron capturadas otras expediciones bélicas anteriores y ahora tienen que ayudar a sus dueños y señores a someter a otras a su misma suerte. 

El ejército marcha en línea recta hacia un hormiguero de hormigas negras.

No hay la menor duda sobre qué dirección seguir. Las exploradoras que han descubierto el hormiguero y lo han designado como objetivo, tuvieron sumo cuidado en ir dejando marcas señalizadoras. Con la puntita de sus traseros, como si fuera la bolita de un bolígrafo, marcaron en el suelo sus señales olfativas.

Tras de haber recorrido como unos cincuenta metros, los insectos se detienen y dejan allí a sus esclavas antes de proseguir la marcha. Las esclavas no deben participar en la lucha. Su misión consiste en recibir a las esclavas que consigan en el ataque y conducirlas a su nueva casa.

Al cabo de una hora y cuarto, las avanzadillas del ejército llegan al hotmigucro enemigo. De inmediato, las cien hormigas soldados que forman la vanguardia se vuelven en dirección al grueso de la tropa y dejan escapar otra señal olfativa: "iAdelante, al ataque!". Inmediatamente el ejército de las amazonas cierra filas y se precipita en el hormiguero de sus víctimas.

El observador se hace de inmediato una pregunta: pese a su número, las

atacantes son muchas menos que las ocupantes del «estado» atacado y, corporalmente, estas últimas son casi tan fuertes y grandes. ¿Por qué razón esos ataques por sorpresa terminan regularmente con la victoria de las hormigas amazonas?

La respuesta es: porque las atacantes usan un «arma secreta». Esto lo ha descubierto el etólogo norteamericano profesor Edward O. Wilson, de la Universidad de Harvard, observando una especie de hormiga norteamericana cazadora de esclavos. Tan pronto como una de las atacantes encuentra resistencia, deja escapar una combinación de olores que produce dos efectos. El primero que atrae hacia aquel lugar a todas las cazadoras de esclavos que se encuentran a una distancia de hasta siete cetímetros. Gracias a eso se concentran grandes fuerzas atacantes en los lugares estratégicos donde hay lucha, por lo que hay superioridad atacante donde las escaramuzas son más dcisivas.

Por otra parte, esa combinación de olor «prov«a el pánico en las atacadas.

Tan pronto como perciben ese olor lo dejan «todo abandonado. y salen

defenderse.

¿Por qué ocurre asÍ? Con su sustancia olorosa las hormigas atacantes «imitan» la sustancia alarmante que la especie de las esclavas utiliza para provocar la alarma y avisar a sus compañeras de hormiguero de la existencia de un grave peligro. Es como si alguien, con autoridad inapelable, hubiera gritado: «iSálvese quien pueda!» y, además, el efecto atemorizador del aroma de las atacantes es todavía más fuerte. Algo así como la actuación de una quinta columna que pone fin a toda la lucha defensiva. Un arma de propaganda.

Efectivamente es así como la califica el profesor Wilson al hablar de «sustancias de propaganda», pues causan sobre las atacadas un efecto tan desmoralizador y aterrorizante, que se prolonga mucho tiempo hasta el punto de que las que han logrado huir no vuelven jamás a ocupar su antiguo hormigucro, ni siquiera al cabo de muchas semanas desde que las atacantes se retiraron.

Pero tanto si las sorprendidas víctimas huyen en todas direcciones, asustadas por la «propaganda de terror», o son muertas por las amazonas, el resultado es siempre el mismo: las atacantes se apoderan de tantas crías como pueden transportar a su hormiguero. Crías que, poco después, se convertirán en obreras, en esclavas.

Éstas comienzan de inmediato a realizar los trabajos que ya vienen pro gramados en su herencia genética; limpieza y oonstrucción deI hormiguero, recibir alimento y masticarlo para volver a entregarlo una vez hecho digerible, así corno también salir fuera a buscar alimento, recogerlo, transportarlo y ponerlo a disposidón de sus nuevas señoras.

Mientras las esclavas hacen todo esto, las cazadoras de esclavos están

Mientras las esclavas hacen todo esto, las cazadoras de esclavos están cómodamente en el hormiguero, van perezosamente de un lado a otro, se dejan alimentar por las «obreras extranjeras» y esperan a que llegue el día de emprender una nueva operación. El profesor Karl G6sswald, de Wurzburgo, pudo observar cómo un ejército de amazonas cazadoras de esclavas en treinta y un días de verano realizó cuarenta y cuatro operaciones de captura que le produjeron un botín de unas cuarenta mil crias que se convirtieron en otras tantas esclavas. Por lo general, en un nido de hormigas amazonas

hay tres esclavas para cada hormiga soldado.

Puede alegarse que la palabra «esclava» no es la apropiada puesto que las hormigas fueron capturadas en estado de larvas y se desarrollan en hormiguero de las amazonas sin haber visto otra cosa con anterioridad, así que es posible que se consideren hormigas amazonas obreras. En realidad, viven como tales e, incluso, son mejor tratadas que en su propio hormiguero y tienen los mismos derechos que las otras trabajadoras. El tener descendencia no es cosa de las obreras, sino sólo de las reinas.

El entomólogo suizo doctor H. Kutter, mientras tanto, ha probado que entre las hormigas existe también la auténtica caza de esclavos en el sentido humano, o mejor dicho «inhumano», que es conocido por el hombre.

En un amplio espacio cerrado estableció tres pueblos de hormigas de las ciénagas, que son las esclavas preferidas de las hormigas rojas. Una vez que las hormigas de las ciénagas se hubieran instalado, en un rincón libre del terreno cercado se instaló una comunidad de hormigas rojas. Las futuras víctimas se dieron cuenta inmediata de la existencia de un grave peligro. Prepararon unas especies de barricadas tras las cuales se escondieron y dejaron abiertos sólo el número imprescindible de agujeros para entrar y salir en busca de alimento, y aumentaron su vigilancia y precaución tratando por todos los medios de no ser descubiertas por las cazadoras de esclavos.

Éstas, que hubieran podido con toda facilidad saquear los tres hormiguelos y acabar con ellos, sorprendentemente hicieron como si no se hubiesen dado cuenta de su presencia. Más bien daba la impresión de que intentaban establecer unas relaciones de buena vecindad, pues al tercer día de convivencia algunas hormigas rojas se aproximaron a las otras como de visita. Y no pareció impresionar a las compañeras de las desafortunadas visitantes el hecho de que las hormigas de las ciénagas lo primero que hicieran fuera cortarles la cabeza. Las cazadoras de esclavos no intentaron la menor resistencia y se dejaron asesinar, lo que tranquilizó poco a poco a las que ya habían sido elegidas para esclavas.

Pronto .éstas dejaron que sus visitantes salieran sanos y salvos y así el número de éstos fue haciéndose cada vez mayor, aunque durante varios días siguió sin ocurrir nada. Pero al décimo día uno de los habitáculos de las horrnigas de las ciénagas fue invadido por los visitantes. Y enton«s ocurrió lo extraordinario: las cazadoras de esclavas no sólo se apoderaron de las larvas sino también de las obreras adultas que, sin oponer resistenda, fueron llevadas al hormiguero de las cazadoras de esclavas. Sólo decapitaron a la reina.

En el hormiguero de sus capturadoras las nuevas esclavas parecieron acomodarse pronto con su suerte y se hideron cargo de los trabajos caseros. Así los tres hormigueros de esclavas fueron capturados, uno tras otro, siempre valiéndose del mismo truco, mezcla de amistad y picardía.

En su propio nido las hormigas esclavistas o «negreras» son perezosas como un bajá y no dan muestra de esa diligencia que se les atribuye a las hormigas. Incluso se dejan alimentar por sus esclavas. Lo único q hacen por sí mismas es la limpiua de su cuerpo, pero eso signiíica, al mismo tiempo, mantener en forma las armas de combate.

El profaor Wilson quiso averiguar qué pasaba si de repente las hormigas rojas se quedaban sin esclavas. En un homiguero artificial de hormigas esdavistas, sacó con unas pinzas a todas las esclavas. Poco después las «señoras» empezaron a dar muestras de nerviosismo y se pusieron a buscar por todo el hormiguero, hasta que se dieron cuenta de que no les quedaba más remedio que trabajar. Y se pusieron a hacerlo. Es decir, saben trabajar, pero ¡si pueden, prefieren que otras trabajen para ellas!

Pero, todo hay que decirlo, su forma de trabajar es un auténtico desastre.

Las larvas (¡sus propias crías!) quedaron dcscuidadas y sólo las alimentaban de manera irregular y no las lilnpiaban en absoluto. En el hormiguero reinaban el daorden y la suciedad. En el trabajo exterior, sólo tomaban agua azucarada de pulgones, que les sirven como un rebaño de vacas y no se preocupaban de conseguir la imprescindible alimentadón ploteínica, en forma de insectos cazados. Eso condujo al cabo de pocos días a una total desidia y descuido corporal en todos los miembros de la comunidad.

Cuando d investigador puso de nuevo en el hormiguero a las esclavas, volvieron el orden, la salud y, cómo no, también la pereza crónica de sus amas.

Hay que decir que entre las treinta y cinco distintas especies de hormigas que tienen esclavas hay algunas cuyos miembros son ya totalmente incapaces de trabajar aun cuando quisieran hacerlo. Entre ellas están las hormigas amazonas.

Sus pinzas mordedoras ya no son útiles como instrumentas cortantes y se han transformado en alicates aprisionadotes sin filo. Les sirven para abrir un agujero, o triturar la cabeza de un enemigo, o tomar las larvas capturadas y arrastrarlas a su propio hormiguero, pero no le servirían en absoluto para limpiar el hormiguero ni cambiar su estructura, para alimentar a las crías ni para partir los alimentos. No, por mucho que quieran son incapaces de valerse por. sí mismas hasta tal punto de que ni siquiera pueden alimentarse solas.

Cuando tienen hambre se ven obligadas a llamar a una esclava que les coloca la comida en la boca abierta.

La existencia total, completa, de «la clase de los señores» depende en absoluto de la existencia de personal sirviente. Sin él la hormiga amazona se ve condenada a morir de hambre. Consecuentemente, ¿no podría decirse que la hormiga amazona se ha convertido en esclava de sus esclavas?


Observando las cosas con mayor profundidad, se ve que en el estado social de las hormigas el concepto «esclava» se confunde y se mezcla con el de «dueña» o «ama». Los mecanismos sociales dirigidos por los instintos puestos en marcha por los olores producen más bien una especie de «igualitarismo» que se pone de manifiesto, sobre todo, cuando se investiga el reparto de los bienes, es decir, el estado de alimentación de todos los componentes de un hormiguero.

El estado socialista ideal, en el cual todos son (casi) iguales, en el que no

hay ni ricos ni pobres, hambrientos junto a quienes lo pueden comer todo, apenas un poco más para los «funcianarios» y los politicastros, ni explotadores ni explotados, ese estado que los hombres sueñan, existe realmente en la Tierra: en las abejas, las hormigas y los termes.

¿Un socialismo (casi) ideal como fórmula de supervivencia para esos animales?

A continuación quiero investigar, una vez más, las bases y las consecuencias de este fenómeno.

En el interior de esos estados de millones de habitantes que son los hormigueros, la alimentación de las hormigas está regida por un socialismo, que no conoce aotra división que la que establecen los tiempos de abundancia escasez y que supera a todas las fórmulas de igualdad de derechos existentes en las formas sociales humanas más avanzadas. El ya citado profesor Karl Gósswdd lo describe así:

«Si una hormiga hambrienta encuentra a una compañera cuyo buche está lleno de comida, se detiene y con un juego de señales y toques comienza pasarle las antenas por la cabeza, a acariciarle las mejillas con las patitas delanteras y a lamerle las proximidades de la boca. Esos gestos, en el lenguaje

de las hormigas, significan: “iDame algo de comer!” La hormiga harta echa hacia atrás sus antenas, abre sus pinzas, saca la lengua y deja que en ésta aparezca una gotita de líquido nutriente que es lamido golosamente por la hormiga hambrienta.

Si la compañera así alimentada encuentra a una tercera hormiga que le pide a ella, que acaba de supHcar, le da algo de lo que ha recibido, pese que no está harta ni mucho menos. Y la otra con hambre aún cederá, si encuentra otra más hambrienta, una parte del contenido de su estómago.

Esto no tiene nada que ver con la moral ni con la camaradería ni con el amor al prójimo. Reacciones instintivas como si se tratara de un robot así programado impiden al individuo tomar decisiones libres y, con ello, la posibilidad de comportarse egoístamente.

Las señales de petición de lirnosna actúan sobre la hormiga como la moneda que echamos en la ranura de una máquina automática de cigarrillos.

Siempre sale algo mientras algo quede. Dicho con mayor exactitud: la disposición altruista de una hormiga es puesta en marcha cuando su compañera, con la movilidad y la insistencia de sus gestos de petición, demuestra tener mucha hambre, un hambre mayor que la suplicada.

Así el estado de alimentación de todo un estado de millones de individuos siempre está a un nivel individual bastante semejante. El carácter instintivo de este comportamiento excluye por completo el que un animal pida más de lo que realmente exige su hambre para, de ese modo, «enriquecerse» injustificadamente.

Claro está que con este sistema los vagos reciben lo mismo gre los más aplicados. Los servicios especiales al estado, como mayor destreza en la búsqueda de alimento, o en la defensa de ]a comunidad o el cuidado personal de la reina, no son premiados con ninguna recompensa o distindón. Ese «pueblo» puede pasarse sin estimulos a la producción, puesto que todos los componentes de la comunidad actúan por reacciones instintivas totalmente independientes de la voluntad.

Sólo se conocen dos inquietantes excepciones, hasta ahora: una de ellas es el escarabajo de alas cortas que anida como parásito en los hormigueros. 


Se acurruca en los rincones más escondidos del hormiguero y no hace más que pedir, pedir y pedir, y sabe utilizar tan bien los gestos de petición de las hormigas, despertar de tal modo su «compasión», que las que pasan junto a él lo toman por un auténtico hambriento y le ofrecen tres o cuatro veces más alimento del que le darían a una compañera hambtienta. Así ese parásito. fingiendo con falsedad y astuciá unos gestos que no son suyos, engorda y siempre está harto, incluso en los tiempos en que las hormigas de esa comunidad están pasando hambre.

Vemos, pues, que ni siquiera el, por lo demás perfectó, socialismo alimenticio de los estados de insectos está a salvo del abuso de los faltos de escrúpulo.

La segunda excepción de privilegio en el reparto del «producta social» es la reina, tanto en los estados sociales de hormigas como de las abejas los termes. Lo que mejor conocemos es lo que ocurre en el caso de la abeja reina.

La reina de las abejas recibe un trato de excepción y se le reserva, por decirlo así, lo mejor de lo mejor. Como si viviera en Jauja, se le da todo el alimento que desea y no sólo se le lleva a casa, sino que se le mete en la boca. Incluso cuando los demás miembros de la comunidad pasan hambre.  Como los dioses del Olimpo, vive de néctar y amblosía y recibe algo a lo que sólo ella tiene derecho: la jalea real, el alilnento de las reinas, que las abejas obreras segregan en una glándula especial de su buche.

Ese alimento extraordinario facilita a la reina la fuerza secreta que prolonga su vida de manera extraordinaria, así como la capacidad de ejercer el poder sobre los miembros de su estado mediante la maternidad.

Se ha discutido mucho si la reina de las abejas es una auténtica soberana o un robot ponedor de huevos, cuya producción diaria de quinientos mil huevos tiene el mismo peso que el cuerpo de la reina. ¿Puede la reina dar órdenes que afecten de un modo u otro la vida de su pueblo?

Sí, puede. Pará ello se vale de la mezcla de olores, que obra como un filtro mágico. Ese olor consigue muchas cosas

En primer lugar, hace que todas las hembras de la colmena sean castradas y pasen a convertirse en estériles y a vIvir una existencia sin amor, como obrera.

Segundo: extrañamente ese «olor desexualizador» de la reina sirve, al mismo tiempo, como medio de atracción sexual para los machos, así como para los zánganos, durante el vuelo nupcial.

En tercer lugar, modifica el «carácter» de las abejas obreras. Anula su egoísmo, las convierte en «socialistas ideales», produce una  fraternidad entre las sesenta mil abejas obreras de una colmena, y hace desparecer todo impulso de ataque mortal contra los extraños. El olor de la reina es una «droga que hace que todos sus súbditos se sometan a su autoridad, actúen con diligencia, sin compromiso y con entrega total», como lo ha formulado el profesor -Hubert Markl, de Friburgo.

Con eso se demuestra que la -deséxualización, la prohibición de tener sus propios hijos, la reducción a esclavas y obreras explotadas, la despersonalización, son condiciones impresciñdibles para que pueda existir esta forma de socialismo alimenticio.

Si al principio el descubrimiento de este socialismo alimenticio «ideal» en

el reino animal, nos llenó de cálida simpatía, después, a medida que se va profundizando en el análisis de los detalles prácticos, no podemos menos de sentir un profundo escalofrío de terror. Sobre todo al pensar que en el estado de los insectos el carácter de los sistemas sociales está anclado de modo instintivo y «doctrinario» y no hay la menor pósibilidad, contrariamente a lo que ocurre con los seres humanos, de que sean modificados.

De todos modos sería útil realizar un estudio sociológico para comprobar si la obligatoriedad impuesta por el estado para conseguir un socialismo «ideal» ciento por ciento –como, por ejemplo, el modelo de Camboya 1978– lleva, consecuentemente, a situaciones análogas, aunque no totalmente tan nocivas como en los estados de los insectos, y ver, como en el caso citado, hasta qué punto el mecanismo instintivo puede ser equiparado a las imposiciones de la policía política.

También resultaría interesante investigar si existe un socialismo alimenticio en alguna otra forma entre animales superiores, como, por ejemplo, las aves y los mamíferos. Réalmente esto ocurre con el buitre de cabeza blanca. 
 


Quien haya visto una foto tomada en un safari en África o una película en la que se ve cómo los buitres de cabeza blanca se abalanzan sobre un cadáver, como una masa turbulenta, gramadora, desgarran la carne de su presa, disputan y se picotean entre ellos, sentirà la tentación de rechazar la idea de que allí exista una forma de socialismo alimenticio. Pero una observación más cercana y a fondo muestra hechos realmente interesantes.

El ornitólogo de Stuttgart doctor Claus König puso un asno muerto al alcance de esos buitres. Al cabo de dos horas, los primeros buittes que planeaban a gran altura, descubrieron el cadáver, pero no hicieron más que posarse sobre una peña y esperar. Al atardecer se habían congregado ya veinte buitres. A la mañana siguiente siguieron llegando nuevas aves que se posaron por los alrédedores y a las nueve de la mañana el ornitólogo pudo contar ciento diez carroñeros. Pero todavía nadie se decidía a comenzar la comida.

De repente, uno de los buitres se posó sobre el asno muerto. Esa fue la señal para que treinta y cinco buitres se lanzaran sobre el cadáver con un revuelo de alas. El aire se llenó de un ruido ensardecedor, formado por la mezcla de grunidos, agitar de alas, golpes y chillidos. Claus Kónig informó:

«Se sucedieron auténticas escenas de peleas, en las que el atacante pico. teaba en la piel desnuda del cuello de su adversario o alzaba el pico amenazador.

A veces se producían ataques por sorpresa, inesperados, en los que el atacante saltaba sobre el lomo del otro desde arriba y lo hacíá caer al suelo, donde parecía dispuesto a acabar con él a picotazos.»

Desde su puesto de observación, una tienda de campaña camuflada, situada a sólo seis metros de distanda de donde estaba la carroña, el ornitólogo actuó a su gusto. A través de un agujero en la tienda y mediante una jeringuilla a presión lanzó chorros de pintura sobre los buitres para distinguidos entre sí. De ese modo pudo seguir las evoluciones de las aves marcadas en medio de aquella orgía frenética de lucha y comida. Y gracias a eso pudo hacer descubrimientos sorprendentes.

Muy pronto ios buitres conformaron tres grupos: los que estaban comiendo en el cadáver; los que esperaban en primera fila, situados muy cerca de él, y los que aguardaban en una segunda fila a distancia considerable.

Individualmente, los buitres cambiaban de grupo de manera casi continuada.

De la segunda fila, los aspirantes a participar en el banquete se unían a los que esperaban en la primera fila y, desde allí, se lanzaban sobre la presa tanto tiempo deseada, para atacar del modo antes descrito a uno de los buitres que estaban comiendo, o simplemente cogerlo del cuello con el pico echarlo a un lado y colocarse él en su lugar sobre la carne. Otras veces le golpeaba con las patas o con las alas o le apretaba con una de sus garras.

Lo curioso es que en esos duelos bipersonaIes no era el más fuerte el que vencía, sino siempre el atacante, es decir, el que había estado esperando en primera fila mientras el otro devoraba la carne del burro.

El premio de su triunfo era grandes trozos de carne que se tragaba apresuradamente, porque muy pronto llegaba un atacante nuevo que caía sobre él y vencía al anterior vencedor. Minutos después éste era vencido por un recién llegado y se marchaba de nuevo a la segunda fila para seguir esperando. Así contlnuó el banquete hasta que cada uno de los buitres, hasta el último de los que esperaban, recibió su porción. Después de eso empezó de nuevo a correr el turno rotativo desde el principio y cada una de las aves recibió su segunda ración. Y una tercera si la carne daba para tanto.

En cada una de las peleas individuales el que perdia antes de marcharse, hacia frente a su atacante un gesto de sumisión y era dejado en paz.

Ni siqúera una de las aves resultó herida seriamente. A medida que iban sacianao el hambre inicial los duelos se hacían menos violentos y, finalmente acabaron por transformarse en un intercambio de bravatas en el que el atacante desplazaba al que estaba comiendo con sus gestos amenazantes y su pose agresiva sin tener que llegar a la acción física.

Con eso quedó aclarado el funcionamiento de esta forma de socialismo alimenticio basado en un egoísmo extremo: debido a la espera se despierta en el ave la sensación de hambre y, con ella, el instinto de agresión Sobre todo los que esperan en primera fila, muy cerca de la presa que sus cornpañuos devoran, son excitados suplementariamente por la visión det banquete de los otros y surge en ellos una nueva fuerza sicológico-reyolucionaria de los impulsos a la acción.

Mientras tanto, los que estaban comiendo, que habían engullido a toda prisa grandes trozos de carne, se sentían momentáneamente hartos y con ello se hacen más pacíñcos y tranquilos, es decir, menos dispuestos al combate

Eso da lugar a que no sea la fuerza corporal la que imponga su ley sino que siempre venza el más hambriento.

En total oposición con los insectos sociales, que son un ejemplo de predisposición al -autosacrificio y la negación de su propia individualidad, en los buitres cada uno de ellos actúa como individuo en esa continua revolución del hambriento contra el harto y con un egoísmo bárbaro. Y no obstante resulta, para la comunidad de los buitres, un sistema que garantiza un reparto casi equitativo de los alimentos disponibles entre todo el grup, dado que el espíritu de lucha depende del grado del hambre y es hostigado o apaciguado  alternativamente. Tenemos aquí un socialismo alimenticio con el aditamento de un poco de "leña".

Está claro que esta forma social tan grotesca únicamente es practicable para aquellos animales que sólo se reúnen a la hora de comer pero que fuera de esos momentos, viven individualmente, como ocurre con los buitres.

Formas sociales de convivencia en una organización más elevada son de todo punto imposibles con esas bases.

Esa razón nos lleva a contemplar, a continuación, la comunidad altamente diferenciada de nuestro pariente más próximo en el reino animal; el chimpancé. En tanto que este antropoide se alimenta de vegetales, no muestra la menor tendencia a repartir sus frutos, hojas o raíces, puesto que entre ellos no existen auténticos «necesitados». En las selvas tropicales los vegetales son abundantísimos. Por esa razón el socialismo alimenticio en los animales superiores sólo surge entre los carnívoros y nunca en los vegetarianos.

Observemos, pues, cómo los chimpancés en libertad en su medio natural

cazan y a continuación se reparten la carne.

A primera vista podía parecer que existía una auténtica confraternidad paradisiaca entre babuinos y chimpancés. Ambas hordas aamparon al borde de un pequeño calvero, muy juntas una de la otra, hartas de comer los mejores frutos y en un estado anímico de aparente concordia y amistad. Aquí y allá, animales jóvenes de ambas familias jugaban unos con otros, alegremente, bajo la protectora y amable vigilancia de sus madres,

De repente, el aire de la tarde quedó roto por un estruendoso griterío.

Un gran chimpancé macho tomó a una cría de babuino que había estado jugando alegremente con un pequeño chimpancé, saltó con el apresado animal tras la protección de su horda, y con ambas manos retorció el cuello de la aterrorizada criatura. En menos que canta un gallo, otros tres chimpancés acudieron junto a él, atacaron, desgarraron la presa en varios trozoa  y empezaron a devorar la carne con la mayor satisfacción, al estiño de los caníbales. Mientras tanto, los babuinos, presas de pánico mortal, buscaban la salvación en la huida.

No ha sao éste el único sucao impresionante que presenció el zoólogo nortemericano doctor Geza Teleki en el Parque Nacional de Gombe, en Tanzania, donde durante un año colaboró con la mundialmente famosa Jane van Lawick-Goodall en el estudio de los hábitos de caza de los chimpancés.

Resulta que estos antropoides no son exclusivamente vegetarianos, como se creyó anteriormente, sino que también son carnívoros, según se probó en 1960. Los científicos han descubierto, desde entonces, que son muchas las familias de simios que se alimentan de carne. Los macacos de cara roja del Japón, los barrigudos (latotbrix latotticba) sudamericanos, los capuchinos así como el macaco africano son carnívoros. Pero mientras que éstos sólo comen insectos, lagartijas, cangrejos, huevos de ave y pequeños pajarilIos, por separado, como si fueran frutos, los chimpancés y los babuinos son los únicos antropoides que se dedican a una verdadera caza e incluso llegan capturar mamíferos de buen tamaño, como cabritos salvajes y crías de jabalí; pero, principalmente, otros simios. Son, pues, recolectores y cazadores como antaño lo fueran nuestros antepasados. De cada seis partidas de caza realizadas por los chimpancés, en cinco la presa fue un babuino. Algo que resulta aterrador. 



En una masión un chimpancé adulto, caminando erguido sobre sus patas

traseras, salió de la espesura para meterse en medio de un grupo de veinte babuinos, cogió a una de las crías, la mató de un bocado en la nuca, se la colocó bajo el brazo y, con toda tranquilidad, como quien da un paseo, desapareció de nuevo entre los matorrales sin hacer el menor caso a los babuinos que lo rodearon, gruñendo amenazadores, mostrándole los dientes, y hasta alguno de ellos intentó atacarlo y se lanzó sobre sus espaldas. Pero salió de allí sin más que algunos arañazos sin importancia.

Si se piensa que los babuinos machos tienen una dentadura que apenas envidia a la de un loopardo, que una horda de babuinos en muchas ocasiones ha matado al leopardo que se atrevió a atacarlos, puede uno darse cuenta lo que requiere de valor ese tipo de secuestro que, ha sido observado repetidamente.

Resulta un tanto incongruente el tipo de relaciones existente enatre babuinos y chimpancés. En el Parque Nacional de Gombe comparten su espacio vital, utilizan las mismas veredas en la selva espesa y difícil de atravesar, comen las mismas plantas y en muchas ocasiones  acampan unos cerca de los otros. Casi a diario las crías de los chimpancés y las de los babuinos juegan juntas. Incluso en ocasiones animales adultos de las dos familias se sientan juntos hombro con hombro mientras devoran los jugosos frutos.

En una ocasión, entre los babuinos se produjo una dura lucha a muerte por la jefatura de la horda. Un joven macho, muy musculoso, trató de arrebatar el mando al viejo cabecilla. Otros dos ancianos guerreros, ya encanecidos, acudieron en auxilio del líder, con el que formaban una especie de triunvirato cosa bastante corriente en esos monos. Los tres juntos se arrojaron contra el joven y lo mataron a mordiscos.

Cuatro chimpancés habían presenciado la pelea a unos veinte metros de

distancia. Cuando los babuinos se retiraron, ellos se aproximaron al muerto, pero no con intenciones de comérselo. No lo consideraron como un plato de carne para comida sino que lo rodearon en una ceremonia fúnebre, parecida a la que ya describimos con anterioridad.

Amor y odio, control de la agresividad y muerte, marcan eI comportamiento completamente esquizofrénico de las relaciones entre chimpancés y babuinos.

¿Hay en estas relaciones la marca de Caín y Abel, como en las de los hombres entre sí, amándose y matándose? Para adquirir una mayor expo

riencia en ese sentido, el doctor Teleki invesdgó con mayor detalle la forma de cazar de los antropoides.

En el curso de un año, el zoólogo pudo presenciar treinta escenas de caza en territorio en el que vivían ciento cincuenta chimpancés. De estas treinta cacerías sólo doce tuvieron éxito. Eso significa que la carne no es plato cotidiano en la dieta de esos animales, sino una especie de extraordinario de Navidad que sólo se disfruta una vez al año. Entre los chimpancés, ¿quiénes y por qué participan la caza?

Como en los pueblos primitivos, son sólo los machos adultos. Las hembras y los jóvenes nunca lo hacen. Los «hombres» casi nunca cazan en solitario, sino que lo hacen en grupos de dos, tres o cuatro, en una colaboración bien planeada. Nunca lo hacen impulsados por el hambre. Esta observación es de especial interés. La acción dramática comienza precisamente cuando todos los componentes del grupo tienen la barriga llena de frutas y hojas y se encuentran tranquilos entre ellos. La carne es para los antropoides un lujo exquisito.

Tiene que ploducirse algo que lleve a los chimparicés la idea de la caza.

Puede suceder de tres modos.

La primera forma es bastante clara y se basa en ese refrán que dice que la ocasión hace al ladrón. Por pura casualidad surge una situación apropiada, por ejemplo que un joven babuino, con un exceso de confianza, se pone al alcance de la mano de un chimpancé adulto, que parece medio adormilado, y se queda demasiado tiempo provocadoramente cerca de él. iEl chimpancé salta de repente, como un muelle de acero, y atrapa a la infeliz criatura!

La provocación número dos puede ser el griterío aon que los jóvenes babuinos mientras juegan expresan miedo o rabia y que han perdido de vista a su madre. La expresión de pereza e indiferenda de un gran chimpancé que descansa por allí, se transforma en interesada tensión. El cambio en los gestos y la mímica es muy pequeño, pero algunos otros chimpancés parecen darse cuenta de lo que pasa por la mente de su compañero, y la formación de cazadores de la selva se pone en posición de ataque. Un grito explosivo es la señal. Segundos después el joven babuino está despedazado.

El tercer impulso, el más raro, que decide a estos animales superiores lanzarse contra otros animales superiores, surge de una planificación previa en un grupo de tres a cinco machos que se dirigen a un objetivo determinado, que se encuentra a cien metros de distancia de los atacantes. 

En ese caso los chimpancés utilizan dos métodos distintos: la caza abierta, al descubierto, o la infiltración astuta en el grupo. Si se deciden por la caza al descubierto cercan a su presa y la empujan hasta hacerla trepar a un árbol solitario del que no puede escapar. El otro método, el engaño con astucia, es u trabajo fatigoso que puede durar más de una hora y exige más paciencia de la que el chimpancé parece dotado por la naturalaa. Ninguno de los cuatro casos observados por el zoólogo terminó con éxito.

La fase más ineresante de la caza, desde el punto de vista de la vida del grupo, comienza después de que la víctima ha sido despedazada: el reparto de la carne.

El infernal griteáo durante la muerte de la presa se extiende hasta dos kilómetros en el interior de la jungla. Todos los chimpancés que se encuentran dentro de ese radio se apresuran a dirigirse allí y participar en el reparto de la presa, en la comilona que, como un antiguo banquete romano, puede durar hasta nueve horas. El valor nutritivo para cada uno de los aproximadamente quince participantes es  realmente mínimo, pero el valor social de la participación en el banquete es de enorme importancia. En la ceremonia que sigue a la muerte de la presa queda en el aire una pregunta dramática: ¿quién recibe algo y cuánto de quién, y quiénes se quedarán con las manos vacías?

El procedimiento es tan interesante porque presenta una notable semejanza con el reparto de carne entre las tribus pigmeas de las zonas semidesérticas de Kalahari, en África del Sur. Georg B. Silberbauer lo describió así:

«El arquero victorioso no se guarda la presa para él solo. Le pertenece, eso sí, la mayor porción. El resto a repartido de manera que reciba un tributo el dueño del arco, si un cazador usó un arma prestada. También los que le acompañaron en la cacería reciben una parte. El reparto está acompañado de una sonora discusión, pero no se llega a pelea. Todos los que recibieron una parte de la carne en el primer reparto, la comparten, a su vez, con sus parientes y amigos. Con ello se liquidan pasadas obligaciones y se crean o se robustecen los lazos de amistad.»

También entre los cllimpancés hay un primer reparto y, a continuación, una serie de subrepartos. Durante dos o tres minutos, tras la muerte de la presa el cadáver es bien común de los que participaron en la caza. Sin gula, sin envidia, sin agresividad, cada uno recibe una parte del babuino. En el reparto dan muestra de un gran sentido de la tolerancia.

Contrariamente a la costumbre de los pigmeos, los que participan en el reparto no tienen forzosamente que haber sido compañeros de caza del que obtuvo la presa. Posiblemente los chimpancés no están capacitados para valorar

esa relación circunstancial. Precisamente por eso resulta más digno de observar que respetan un plazo de tolerancia. Todo aquel que aparece en el lugar donde está el cazador con su presa, tras la muerte de ésta, es como si fuera compañero de caza y recibe, convenientemente su parte.

Pero sólo unos pocos minutos después, cuando ya cada uno ha recibido su pedazo y se ha separado apenas diez metros del lugar del reparto, la carne pierde su carácter de bien común. Desde ese momento se convierte en propiedad privada de aquel que la tiene en sus manos.

De todos lados llegan los otros chimpancés que rodean a los dueños de los grandes trozos de carne, en grupos de tres, cuatro y hasta seis, y empiezan a pedirles un poco de ella. El propietario se hace de rogar una buena media hora y después se digna dar a cada uno de sus amigos una parte pequeña de su porción

¿Como se logra uno de esos trozos? De tres formas: la primera, tomando

algún trozo que cayó al suelo, es decir, algo así como alimentarse de las «migajas» que caen de la mesa. Eso sólo lo hacen los chimpancés muy jóvenes, los niños y algunos adultos que están tan bajo en la estimación del dueño de la carne, que saben que cualquier petición suya será totalmente inútil. La segunda es tomar un trozo de una de las grandes porciones, desgarrándolo con las uñas o con los dientes. Eso sólo se permite cuando quien tiene el trozo es una madre y quien le quita el trozo su hijo, o entre hermanos, o si la que toma el trozo es hembra que está en momentos de recepción sexual y, por lo tanto, los hombres után dispuestos a hacerle cualquier favor.

En todos los demás casos hay que suplicar y mendigar, la mayoría de las

veces durante horas. El mendigo se acera mucho al propietario, se lo queda mirando fijamente a los ojos, o no aparta los suyos del pedazo de carne. Seguidamente extiende su mano cóncavamente con la palma hacia arriba, como haría un pordiosero humano, y después la lleva a los labios del dueño o toca varias veces la carne con un dedo. Al mismo tiempo deja escapar un sollozo enternecedor o un pequeño lloriqueo que se extiende por doquier.

Por lo general, el dueño de la carne hace como si no viera nada, como si

el peticionario no existiera, y aparta la mirada. Si el mendigo insiste en su petición, toma su pedazo de carne y se marcha a otro lugar, gruñe con fuerza, agita los brazos en el aire e incluso empuja al peticionario para alejarlo de sí.

Pero, por lo general, la constancia tiene su premio. El peticionario acaba por recibir un trozo aunque en ocasiones tenga que conformarse con un trozo de hueso. Pero el dueño sabe que tiene que librarse de sus pedigüeños si quiere que vuelva a reinar la tranquilidad.

Sorprendentemente, el disfrutar de un rango elevado dentro del grupo no es garantía de mayor éxito en el mendigar. Si el que tiene el gran trozo de carne es uno de los individuos situados en los lugares bajos de la escala social y el petieionario uno de sus «superiores», eso no cambia en nada el rito, y el «poderoso» tiene que hacer los rnisrnos gestos y ademanes de súpHca y humillación y gemir y sollozar. En una ocasión pudo observarse cómo el jefe de la horda se pasó varias horas mendigando a uno de los individuos peor situados en la escala social... Inútilmente, pues, cosa excepcional, acabó sin recibir nada en absoluto.

Los individuos mejor situados en el rango jerárquico y los más fuertes nunca intentan utilizar su puesto y su fuerza para arrebatar la carne a su propietario, ni tomar nada sin su permiso. Todos los que mendigan lo único que hacen es tratar de ponerse a bien con el dueño y ganarse su simpatía. Lo que sí se producen son algunas peleas entre los que hacen cola en espera de que les toque el turno de mendigar. En general, existe un ambiente de excitación, como cuando hay una feria o festejo popular en el que todas esperan divertirse o comer bien.

Un chimpancé puede pasarse horas y horas masdcando el más pequeño de los trozos de carne. Es como cuando se saborea un plato preferido y el dúopancé lo guarnece con su acompañamiento de «verdura»; formado por un montoncito de las hojas más tiernas. Esas hojas no se las come, sino que las utiliza como especias para aromatizar y dar sabor a la carne. Cuando el dueño de las hojas se ha cansado de mascarlas, se las pasa a su vecino con ur gesto de desprendimiento. Así puede verse en ocasiones que tres o cuatro chimpancés mastican el mismo -manojo de hojas aromáticas, hasta que ha sido tragado, poco a poco, o queda totalmente masticado y hay que tirarlo.

Hay que decir que los chimpancés se comen a su presa con pelos y piel.

Y que no dejan nada en absoluto de ella, ni un hueso, ni siquiera un diente.

Teniendo esto en cuenta, así como la pequeñez de los trozos que la mayor parte recibe, no hay más remedio que llegar a la conclusión de que la caza el reparto de la carne es en primer lugar, entre los chimpancés, un acto cuyo origen debe de estar en motivaciones sociales y –aun más que entre los pigneos de Kalahari– para afianzar los lazos de amistad, demostrar el desprecio a los que no se quiere y ascender o consolidarse en la jerarquía social de la horda.

Los chimpancés, pues, reparten sus presas animales entre su comunidad.

Pero la forma como realizan este reparto está determinada más bien por cuestiones de gusto personal que por motivos igualitatios. Ese altruismo material, que es al mismo tiempo un egoísmo social, robustece los lazos sociales dentro del grupo, pero no es un socialismo.

El estímulo de dar algo a alguien no se corresponde en los antropoides con el primitivo automatismo instintivo que ya hemos visto en la sociedad de insectosl ni tampoco con una forma instintiva de excitar o calmar la agresividad mediante el hambre y la comida, como ocurre con los buitres, sino que radica en el terreno más elevado de los poderes de libre decisión, en el juego del individuo con su posición en la comunidad

Esto abre una perspectiva totalmente nueva frente a los puntos de vista del proceso de humanización. En el ámbito de los animales superiores no fue simplemente el hambre carnívora lo que hizó nacer el fenómeno de la caza, sino que ésta debió de tener otras motivaciones. una combinación de sibáritismo gastronómico, la búsqueda de prestigio en la vida del grupo, o sehtimientos de amistad y, quizá también, de agradecimiento,

De vez en cuando llega a ocurrir que el propietario de la carne le entrega

a su mejor amigo en la horda de chimpancés uno de los más sabrosos trozos, sin necesidad de que éste haya llegado a suplicárselo.

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