20 julio 2025

El Viejo y el mar. Ernest Hemingway. Capitulo 7

El Viejo y el mar. Ernest Hemingway. Capitulo  7

Ahora tenía seis rollos de reserva. Había dos de cada carnada, que había cortado, y los dos del cebo que había cogido el pez. Y todos estaban enlazados. 

“Tan pronto como sea de día –pensó–, me llegaré hasta el cebo de cuarenta brazas y lo cortaré también y enlazaré los rollos de reserva. Habré perdido doscientas brazas del buen cordel Catalán y los anzuelos y alambres. Eso puede ser reemplazado. Pero este pez, ¿quién lo reemplaza? Si engancho otros peces, pudiera soltarse. Me pregunto qué peces habrán sido los que acaban de picar. Pudiera ser una aguja, o un emperador, o un tiburón. No llegué a tomarle el peso. 


Tuve que deshacerme de él demasiado pronto.” En voz alta dijo: 

–Me gustaría que el muchacho estuviera aquí.  

“Pero el muchacho no está contigo”, pensó. 

“No cuentas más que contigo mismo, y harías bien en llegarte hasta el último sedal, aunque sea en la oscuridad, y empalmar los dos rollos de reserva.” 

Fue lo que hizo. Fue difícil en la oscuridad y una vez el pez dio un tirón que lo lanzó de bruces y le causó una herida bajo el ojo. La sangre le corrió un poco por la mejilla. Pero se coaguló y secó antes de llegar a su barbilla y el hombre volvió a la proa y se apoyo contra la madera. Ajustó el saco y manipuló cuidadosamente el sedal de modo que pasara por otra parte de sus hombros y, sujetándolo en estos, tanteo con cuidado la tracción del pez y luego metió la mano en el agua para sentir la velocidad del bote. 

“Me pregunto por qué habrá dado ese nuevo impulso –pensó–. El alambre debe de haber resbalado sobre la comba de su lomo. Con seguridad, su lomo no puede dolerle tanto como me duele el mío. Pero no puede seguir tirando eternamente de este bote, por grande que sea. Ahora todo lo que pudiera estorbar está despejado y tengo una gran reserva de sedal: no hay más que pedir.” 

–Pez –dijo dulcemente en voz alta–, seguiré hasta la muerte. 

“Y él seguirá también conmigo, me figuro”, pensó el viejo, y se puso a esperar a que fuera de día. Ahora, a esta hora próxima al amanecer, hacía frío y se apretó contra la madera en busca de calor. “Voy a aguantar tanto como él”, pensó. Y con la primera luz el sedal se extendió a lo lejos y hacia abajo en el agua. El bote se movía sin cesar y cuando se levantó el primer filo de sol fue a posarse sobre el hombro derecho del viejo. 

–Se ha dirigido hacia el norte –dijo el viejo. “La corriente nos habrá desviado mucho al este –pensó–. Ojalá virara con la corriente. Eso indicaría que se estaba cansando.” 

Cuando el sol se hubo levantado más el viejo se dio cuenta de que el pez no se estaba cansando. Solo había una señal favorable. El sesgo del sedal indicaba que nadaba a menos profundidad. Eso no significaba, necesariamente, que fuera a brincar a la superficie. Pero pudiera hacerlo. 

–Dios quiera que suba –dijo el viejo–. Tengo suficiente sedal para manejarlo. 

“Puede que si aumento un poquito la tensión le duela y surja a la superficie – pensó–. Ahora que es de día, conviene que salga para que llene de aire los sacos a lo largo de su espinazo y no pueda luego descender a morir a las profundidades.” 

Trató de aumentar la tensión, pero el sedal había sido estirado ya todo lo que daba desde que había enganchado el pez y, al inclinarse hacia atrás, sintió la dura tensión de la cuerda y se dio cuenta de que no podía aumentarla. “Tengo que tener cuidado de no sacudirlo –pensó–. Cada sacudida ensancha la herida que hace el anzuelo y, si brinca, pudiera soltarlo. De todos modos me siento mejor al venir el sol y por esta vez no tengo que mirarlo de frente.” 

Había algas amarillas en el sedal pero el viejo sabía que eso no hacía más que aumentar la resistencia del bote, y el viejo se alegró. Eran las algas amarillas del Golfo –el sargazo– las que habían producido tanta fosforescencia de noche. 

–Pez –dijo–, yo te quiero y te respeto muchísimo. Pero acabaré con tu vida antes de que termine este día. 

“Ojalá”, pensó.  

Un pajarito vino volando hacia el bote, procedente del norte. Era una especie de curruca que volaba muy bajo sobre el agua. El viejo se dio cuenta de que estaba muy cansado. 

El pájaro llegó hasta la popa del bote y descanso allí. Luego voló en torno a la cabeza del viejo y fue a posarse en el sedal, donde estaba más cómodo. 

–¿Qué edad tienes? –preguntó el viejo al pájaro–. ¿Es este tu primer viaje? 

El pájaro lo miro al oírlo hablar. Estaba demasiado cansado siquiera para examinar el sedal y se balanceó asiéndose fuertemente a él con sus delicadas patas. 

–Estás firme –le dijo el viejo–. Demasiado firme. Después de una noche sin viento no debieras estar tan cansado. ¿A que vienen los pájaros? 

“Los gavilanes –pensó– salen al mar a esperarlos.” Pero no le dijo nada de esto al pajarito que de todos modos no podía entenderlo y que ya tendría tiempo de conocer a los gavilanes. 

–Descansa, pajarito, descansa –dijo–. Luego ve a correr fortuna como cualquier hombre o pájaro o pez. 

Lo estimulaba a hablar porque su espalda se había endurecido de noche y ahora le dolía realmente. 

–Quédate en mi casa si quieres, pajarito –dijo–. Siento que no pueda izar la vela y llevarte a tierra, con la suave brisa que se está levantando. Pero estás con un amigo. 

Justamente entonces el pez dio una súbita sacudida; el viejo fue a dar contra la proa y hubiera caído por la borda si no se hubiera aferrado y soltado un poco de sedal. 

El pájaro levantó el vuelo cuando el sedal se sacudió y el viejo ni siquiera lo había visto irse. Palpó cuidadosamente el sedal con la mano derecha y notó que su mano sangraba. 

–Algo la ha lastimado –dijo en voz alta y tiró del sedal para ver si podía virar el pez. Pero cuando llegaba a su máxima tensión sujeto firme y se echó para atrás para tomar contrapeso. 

–Ahora lo estás sintiendo, pez –dijo–. Y bien sabe Dios que también yo lo siento. 

 Miro en derredor a ver si veía el pájaro porque le hubiera gustado tenerlo de compañero. El pájaro se había ido. 

“No te has quedado mucho tiempo –pensó el viejo–. Pero adonde vas a ser más difícil, hasta que llegues a la costa. ¿Cómo me habré dejado cortar por esa rápida sacudida del pez? Me debo de estar volviendo estúpido. O quizás sea que estaba mirando al pájaro y pensando en él. Ahora prestaré atención a mi trabajo y luego me comeré el bonito para que las fuerzas no me fallen.” 

–Ojalá estuviera aquí el muchacho y tuviese un poco de sal –dijo en voz alta. 

Pasando la presión del sedal al hombro izquierdo y arrodillándose con cuidado lavó la mano en el mar y la mantuvo allí, sumergida, por más de un minuto, viendo correr la sangre y deshacerse en estela y el continuo movimiento del agua contra su mano al moverse el bote.  

–Ahora va mucho más lentamente –dijo.  

Al viejo le hubiera gustado mantener la mano en el agua salada por más tiempo, pero temía otra súbita sacudida del pez y se levantó y se afianzó y levantó la mano contra el sol. Era sólo un roce del sedal lo que había cortado su carne. 

Pero era en la parte con que tenía que trabajar. El viejo sabía que antes de que esto terminara necesitaría sus manos y no le gustaba nada estar herido antes de empezar. 

–Ahora –dijo cuando su mano se hubo secado– tengo que comer ese pequeño bonito. Puedo alcanzarlo con el bichero y comérmelo aquí tranquilamente. 

Se arrodilló y halló el bonito bajo la popa con el bichero y lo atrajo hacia sí evitando que se enredara en los rollos de sedal. Sujetando el sedal nuevamente con el hombro izquierdo y apoyándose en el brazo izquierdo saco el bonito del garfio del bichero y puso de nuevo el bichero en su lugar. Plantó una rodilla sobre el pescado y arrancó tiras de carne oscura longitudinalmente desde la parte posterior de la cabeza hasta la cola. Eran tiras en forma de cuña y las arrancó desde la proximidad del espinazo hasta el borde del vientre. Cuando hubo arrancado seis tiras les tendió en la madera de la popa, limpio su cuchillo en el pantalón y levantó el resto del bonito por la cola y lo tiró por sobre la borda. 

–No creo que pueda comerme uno entero –dijo, y cortó por la mitad una de las tiras. Sentía la firme tensión del sedal y su mano izquierda tenía calambre. La corrió hacia arriba sobre el duro sedal y la miró con disgusto. 


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