21 julio 2025

Sobrevivir 12: Cómo resuelven los animales su problema energético

En el año 2080, es decir, dentro de un siglo, habrá en la Tierra un. número de seres humanos diez veces superior al existente en la actualidad. Para poder alimentarlos -así nos lo cuenta una novela profética- los bioquímicos trabajan en descubrimiento de los que hacen época. Rociarán clorofila sobre la piel de los seres humanos, con lo que, a partir de ese momento, esos hombres verdes podrán alimentarse del modo como lo hacen las plantas: tumbados perezosamente en las playas y bajo los efectos del sol, la clorofila de su piel obtendrá, del dióxido de carbono contenido en el aire y del agua que beban, azúcares suficientes para satisfacer por completo sus necesidades alimenticias, de un modo muy cómodo y a un precio muy económico.


convoluta roscoffensis

Este genial descubrimiento no es una utopía, como lo prueban algunos ejemplos sacados de la naturaleza. Si bien es cierto que a los hombres aún no les es posible utilizar ese método, existen tres animales muy simples que se alimentan así: un caracol de las aguas de Jamaica, el tridaquia crispata; un pequeño gusano que pertenece al orden de las planarias, solamente mide unos tres milímetros y habita en las costas francesas de Normandía y Bretaña, el convoluta roscoffensis) y el paramecium bursaria, un infusorio microscópico del orden de los holótricos.

El tridaquia crispata, que mide unos dos centímetros y medio, puede continuar viviendo aun cuando carezca de sargazos, su alimento normal. En sus comidas anteriores no digirió la clorofila que ingirió con las plantas marinassino que la almacenó en su lomo, en forma de inofensivos cloroplastos como hojitas velludas. Esas células orgánicas vegetales siguieron allí en pleno funcionamiento y bajo la luz solar produjeron azúcar que llevaron al cuerpecillo del caracol para que éste la utilizara como productor de energía.

¡Un animal que con un préstamo vegetal se convierte a sí mismo en «planta»! Podría decirse que come un alimento que, a su vez, se encarga de facilitarle nuevo alimento. Después de una comida de sargazos no necesita volver a comer en seis semanas, pues durante todo ese tiempo la clorofila almacenada en su espalda trabaja perfectamente. Pero cuando se cuida a este animal en el laboratorio hay que tener cuidado de no mantener apagada la luz durante varios días seguidos, pues si no el animalito se muere de hambre rápidamente.


Una interesante variante de este sorprendente fenómeno la constituye la

planaria francesa, la convoluta roscoffensis, que puebla por millones los estuarios.

Cuando la bajamar· hace que las aguas se retiren, pueden arrastrarse sobre la arena y tomar el sol para alimentarse, con lo cual tiñen de verde grandes superficies de playa. Con la primera ola de la marea alta desaparecen por completo de la superficie.

Extrañamente, este animalito parece olvidar, cuando envejece, que no debe digerir la clorofila de las algas. Al llegar a su edad provecta empieza a hacerlo así y, con ello, elimina su alimentador y muere casi en seguida. Ésta es, sin duda, la forma más curiosa de muerte de vejez en el reino animal.

Lo fascinante, en la forma como estos caracoles marinos, los planarias los paramecios resuelven su problema de energía y alimentación, es que también nosotros, los seres humanos, podríamos resolver nuestro problema alimenticio del mismo modo y apartar para siempre del mundo el fantasma del hambre. Naturalmente no desarrollando clorofila bajo la piel, sino produciendo alimentos por medio de procedimientos químico-técnicos aplicados en gran escala.

Químicamente podríamos producir substancias nutritivas del dióxido de carbono del aire, el agua y la luz solar. Y en cantidades ilirpitadas, si supiéramos cómo esos pequeños animales lo hacen exactamente. ·

Hasta ahora no hemos podido desentrañar por completo ni el proceso de la fotosíntesis, con el cual las plantas pueden conseguir las substancias nutritivas de materias inorgánicas con su clorofila, ni mantener en funcionamiento los cloroplastos fuera de las células de las hojas, como lo hacen los animales antes tnencionados.

Consecuentemente, ese cuerno de la abundancia de las substancias energéticas y nutritivas producidas químicamente, es de momento inalcanzable.

Y la humanidad, amenazada por grandes epidemias de hambre, contempla con envidia a esos pequeños animales.


También los ingenieros de la luminotecnia y los especialistas en energética ven con envidia las «lámparas» de los animales luminosos, como la luciérnaga, que son un ejemplo magistral de ahorro de energía.

Lo más tentador es el fenómeno de la luz fría, que hasta ahora no ha podido ser producida por el hombre. Mientras que una bombilla normal, de las que pueden adquirirse en el mercado, sólo transforma en luz el tres o el cuatro por ·ciento de la energía eléctrica recibida y un tubo fluorescente el diez por ciento -es decir, que son más estufas que fuentes lumínicas-, los gusanos de luz consiguen el índice ideal de rendimiento: el ciento por ciento.

Los especialistas en luminotecnia consideran todavía utópica la idea de la

transformación total de otras energías en energía lumínica. Sin embargo, el bioquímico norteamericano profesor William D. McE1rot ha conseguido demostrar que los insectos luminosos pueden transformar en luz todos los quantas de energía suministrados a su órgano lumínimo en forma de ATP (Adenosintriphosphat}, una macromolécula que almacena y transporta energía en las células vivas.

Desde ese momento los investigadores de todo el mundo se esfuerzan en

descubrir la técnica utilizada por los animales para conseguir su enorme ahorro de energía. Si tenemos éxito con ese «espionaje industrial» en el reino de la naturaleza, la cuenta que pagamos a las compañías eléctricas, por el consumo de luz, quedaría reducida a una cantidad entre el tres y el diez por ciento de lo que pagamos en la actualidad.

Cuanto más profundamente se investiga en el reino animal, más cuenta se da uno de que los problemas de energía no sólo afectan a la humanidad, que la está consumiendo de manera monstruosa, sino prácticamente a todos los animales.

A nosotros, los europeos superalimentados, nos cuesta trabajo pensar, al

hablar de la alimentación, que la energía de origen químico es combatida duramente por la naturaleza. La cuestión de supervivencia no radica únicamente en la capacidad de lucha, y en su éxito, de un animal, sino que, al menos en igual medida, depende de su capacidad de saber arreglárselas lo mejor posible con la energía disponible: en otras palabras, de su capacidad de ahorro energético. 

Ocurre aquí como con el dinero: no es más rico el que gana más dinero, sino aquel que no se lo gasta pronto.


Considero como una de las leyes imprescindibles en la naturaleza, la «ley

de la conservación del estado energético» en cualquier animal. Esto es: únicamente sobrevive el ser que para conseguir energía emplea una cantidad menor a la que consigue con su actividad.

Este aspecto de la cuestión es nuevo y poco común en la biología. Pero muchas formas de conducta animal sólo pueden ser explicadas. si se las contempla desde esta perspectiva. Algunos ejemplos, verdaderamente impresionantes, ayudan a aclararlo.

Para las iguanas verdes del istmo de Panamá el problema energético llega a adquirir límites extremos. El administrar su energía resulta tan preciso como penoso para las hembras de este lacértido de metro y medio de longitud. Y es muy importante no sólo para el individuo sino para la especie. Durante las dos o tres semanas que preceden a la puesta tienen su cavidad ventral tan por completo ocupada por los huevos, . que no les queda sitio para alimentos ni pueden acumular reservas de grasa.

Es decir que, durante tres semanas, esos minidragones no pueden comer

y carentes de reservas grasas tienen que conseguir su energía exclusivamente de la consunción de sus tejidos musculares. Consecuentemente, mientras más fuerza (energía) utilice, más se debilitarán sus músculos. En la lucha contra un rival podrá conseguir una victoria, a costa de grandes dificultades, que no sólo no le aportará nada, sino que lo conducirá a la decadencia. Eso nos lleva, irremisiblemente, a pensar en el rey griego Pirro y en su victoria sobre Roma, conseguida a costa de tan grandes pérdidas que fueron como el germen de la derrota y le hicieron exclamar: «¡Otra victoria como ésta, y estamos perdidos!» 


A finales de enero se ofrece en una pequeña isla del lago Gatún, uno de los que atraviesa el canal de Panamá, una escena que recuerda la época de los grandes saurios: unas doscientas grandes iguanas hembras fecundadas llegan a la isla. Para la puesta sólo disponen de una zona adecuada de cincuenta metros cuadrados, es decir, muy reducida. Eso provoca luchas entre las futuras madres, de las que salen triunfadoras no las más fuertes ni las más agresivas, sino las que saben utilizar la limitada energía disponible del modo más racional.

Desde el principio unas ciento ochenta iguanas renuncian y ni siquiera intentan empezar a excavar el hoyo para sus huevos. Ese agujero debe tener unos dos metros y la tierra es dura y pedregosa, por lo que el trabajo requiere

una gran cantidad de energía. Esas hembras se excluyen del proceso reproductivo.

Las restantes veinte iguanas se atreven a enfrentarse con la lucha que se

les avecina. Primero reconocen el terreno y empiezan a abrir sus zanjas. Al cabo de unas horas, en que han consumido una gran parte de sus fuerzas, se alejan

del agujero para descansar un rato en la espesura.

Tan pronto como han recuperado nuevas fuerzas, regresan a la zona de la incubación, pero no se incorporan a sus antiguas excavaciones sino que se dedican a inspeccionar las de otras hembras en busca de alguna zanja más adelantada que la suya, es decir en la que se haya invertido mayor cantidad de energía, con lo que consiguen una ventaja que puede llegar a series de gran utilidad.

Naturalmente, la usurpadora hizo sus cuentas sin pensar en la dueña, lo

que provoca conflictos con ella y, también, con otras que, igualmente, quieren aprovecharse del trabajo ajeno. En esos momentos carecería de sentido ponerse a luchar y consumir en la pelea mayor cantidad de energía de la que se emplearía al cavar el propio nido. Y los animales tienen en cuenta esta circunstancia.

Una lucha a mordiscos sería una catástrofe desde el punto de vista del consumo de energía, por lo cual las iguanas renuncian a pelearse y se limitan a un intercambio de amenazas, de acuerdo con las reglas de un juego propio. Las iguanas se comportan como jugadores de póquer, tratando de engañar al contrario con un farol. La que ha ocupado uno de los nidos más avanzados en su construcción, cosa que sólo ella sabe, trata de hacer como si sus «cartas» no valieran nada. Emplea poco vigor en la defensa del nido, como si pretendiera decir: «Pero ¡si este lugar no merece la_pena! ¿Para qué gastar nuestras energías en pelearnos por él?» _

Dar mayor énfasis a la defensa no valdría la pena. Sería confesar el juego y, por otra parte, un consumo de energía inútil. Indicaría a la atacante que el hoyo está muy avanzado y eso podría impulsarla a embestir. Ante la indiferencia de la defensora, la atacante, que sigue sin conocer lo que vale aquel nido, se va, pues cree que no vale la pena gastar un exceso de energía en su conquista.

Si el intercambio de amenazas se prolonga y en su transcurso la atacante descubre el auténtico valor del nido, se produce una escalada de violencia de los gestos de amenaza. Hasta que una de las dos iguanas «pasa», es decir, abandona.

La que cede, parece obedecer al resultado de un cálculo minucioso de sus reservas energéticas. Como si se preguntara ·a sí misma: «¿Es qué vale la pena, compensará emplear más fuerzas en amenazas? Si consigo una victoria en este dudo, ¿quién me asegura que aún me quedará la suficiente energía para terminar el hoyo y que sea utilizable?»

El animal tiene que estar en condiciones de saber cuál es su estado energético, y si la respuesta es no, el reptil precavido abandonará su nido sin más, descansará unas horas, ganará nuevas energías, consumiendo más substancia muscular, y tratará, de nuevo, de encontrar otro agujero que quizá pueda ganar porque su defensora tiene menos energías en reserva que ella.

Esta extraña norma de conducta de las iguanas verdes, al principio sólo causó confusión a los zoólogos doctores William M. Rand y A. Stanley Rand, mientras se limitaron a observar ese duelo. Más tarde, cuando se les ocurrió la idea de que la administración de la energía era el leitmotiv de su conducta, todo ese ceremonial adquirió auténtico sentido.

Hay algo que no puede ser callado: las iguanas, que necesitan llevar hastamel máximo extremo su ahorro de energía, son animales de temperatura adaptable al medio ambiente, o «de sangre fría» como se les denominó hasta hace poco. Relativamente, todos los reptiles de este tipo precisan para vivir una cantidad de energía relativamente pequeña, puesto que no necesitan calentar su cuerpo desde dentro.

Los cocodrilos y las serpientes se las arreglan con una cantidad de alimentos que, a los ojos del lego en la materia, parece sorprendentemente pequeña.

La glotonería en el reino animal hizo acto de presencia, considerando el asunto desde el punto de vista de la historia de la evolución, cuando los dinosaurios fueron desapareciendo de la Tierra y comenzó la era de los animales de «sangre caliente», es decir, de temperatura constante: pájaros y mamíferos.

Con el lujo de la temperatura corporal estable, comenzó el dispendio de energía en el mundo.

Un cocodrilo necesita comer su propio peso de alimentos al año. Un león

pasa hambre si no dispone de una cantidad diez veces mayor a su peso corporal en carne. Y un musgaño, una cantidad cien veces superior a su peso como mínimo vital, debido a que, en superficies relativamente grandes en relación con la masa corporal, la pérdida de calor es mayor.

Debido a esta necesidad imprescindible de gran consumo de energía, para muchos animales de sangre caliente es cuestión de supervivencia el saber administrar con la mayor sobriedad su alto nivel energético,

Un ejemplo sorprendente de esto es la reacción de las aves de presa a los "cantos de alarma y de temor de las aves canoras.

Cuando uno de estos pequeños pájaros cantores descubre a un ave depredadora, deja escapar un canto muy agudo, delicado y cristalino, que es «Ínternacionalmente» comprendido por todos los pájaros. Un herrerillo reacciona ante él como lo hace un mirlo, un pinzón, un estornino o un petirrojo: con la fuga o el "odio". Todos estos pequeños alados reaccionan conjuntamente contra el enemigo todopoderoso.

Un hombre que oiga esta llamada, que también puede provenir de una pinzoletita, una curruca o un tordo, por mucho que lo intente no podrá localizar de dónde procede el canto suave. Eso hizo que los ornitólogos supusieran que las aves de presa tampoco pueden localizarlo.

En 1978 se descubrió que esta conjetura estaba equivocada. Azores y mochuelos demostraron, en el curso de experimentos realizados con ellos, que localizaban inmediatamente la fuente del canto. Pero, y esto es lo más importante en relación con el tema a que nos estamos refiriendo, no dejan su puesto de acecho para dar caza al pequeño alarmista. Por el contrario, se dirigen a cualquier otro sitio que no sea el lugar de donde procede el canto de alarma.

El doctor Michael S. Shalter, un zoólogo de la Universidad del Ruhr, en Bochum, llegó a la siguiente conclusión:

«Esto se debe a una inteligente adaptación de las aves de rapiña, posiblemente para gastar la menor cantidad posible de energía, pues exigiría mucho mayor esfuerzo perseguir a una presa que está ya alarmada y dispuesta a emprender la huida.»

La naturaleza lo ha organizado todo de tal manera que si los animales víctima están prevenidos del peligro, es mucho más fácil que escapen a los depredadores. Por ejemplo: las cebras, los ñus y los antílopes son mucho más rápidos que los leones y los leopardos en distancias superiores a los trescientos metros, pues pasados éstos los depredadores van perdiendo paulatinamente su velocidad inicial. Y tras uno de esos intentos fallidos necesitan, al menos, media hora para recuperar fuerzas antes de emprender una nueva de esas carreras en las que está en juego nada menos que la vida.

Cada cacería fallida debilita su estado físico y, consecuentemente, disminuye sus posibilidades de éxito en el ataque próximo. Si repiten varias veces esas intentonas se pueden producir consecuencias amenazadoras para el balance energético del cazador.

Algo semejante les ocurre a las aves. Un gorrión, advertido del peligro, se

escabulle en medio de un arbusto todo lo más espinoso posible, antes de que el gavilán lo descubra y, además, difícilmente puede perseguirlo en medio de aquellas raolas espinosas. Es decir, de acuerdo con la ley de conservación de la energía, es un gran perjuicio, para una ave de presa, emprender la caza de una pieza ya advertida del peligro.

Por otra parte, significaría un desperdicio fatal de energía si una presa potencial que ve a su enemigo en la distancia, emprendiera la huida antes de ser a tacada.

Las estepas africanas están divididas, como si fueran un gigantesco tablero de ajedrez, en los territorios de caza de las numerosas familias de leones. Si una cebra que descubre a un león dormido a la sombra de un árbol emprendiera la fuga a galope, iría a dar muy pronto en la zona de caza de otra familia de leones y pronto no estaría en condiciones de salvar su vida a fuerza de piernas. Las cebras gastarían energía sin poderla recuperar. Eso significaría su muerte. Consecuentemente, su supervivencia depende de que sepan darse cuenta cuándo tienen que huir, o, lo que es lo mismo, que se habitúan a vivir con el riesgo. Para ello llevan a cabo «una investigación práctica del comportamiento». Tratan de deducir de los gestos de sus enemigos si en esos momentos están hartos o hambrientos, si tienen intención de emprender algo contra ellos o si, por el contrario, en aquellos momentos resultan inofensivos.

Un amplio campo de juego para el desarrollo del duelo en el que el cazador emplea trucos de camuflaje mientras que la presa trata de descubrir las auténticas intenciones del depredador. Inteligencia para ahorrar energía

Hay, además, muchos animales que, sin que se vean obligados a ello por

la presencia de un enemigo, se ven en la necesidad de resistir largos viajes.

A éstos se les presenta ese mismo problema energético de un modo especialmente agudo. Un ejemplo de ello lo tenemos en las formaciones de vuelo en cuña de las grandes aves emigrantes, como el ganso gris, los pelícanos, la grulla común, el pluvialís, el zarapito real, el avefría y otras.

Esos grandes viajeros deben cruzar largas distancias, en ocasiones sin una sola parada. El francolín pequeño, ave que no sabe nadar, vuela desde Alaska hasta las islas Hawai, donde tiene su cuartel de invierno, es decir unos 4 000 kilómetros. Otras aves tienen que recorrer en una sola etapa una ruta no menor, desde Europa, sobre el Mediterráneo y el Sahara, hasta el África central.

¿Cómo es posible que puedan llevar consigo una cantidad tan grande de reserva energética que les permita realizar un viaje tan largo sin necesidad de «repostar»?

Observemos lo que ocurre con el francolín pequeño o pluvialis. La primera decisión importante que debe tomar es la elección de la velocidad de vuelo más conveniente desde el punto de vista económico. Si vuela demasiado despacio, consumirá demasiada energía para el impulso. Si vuela demasiado rápido gastará mayor energía para vencer la resistencia del aire. Pero entre estos dos límites de velocidad hay una ideal gue exige un consumo mínimo de «combustible».

Esta velocidad, que permite el ahorro de energía, es distinta en cada especie animal y depende del diseño aerodinámico de las alas y del cuerpo. En la gaviota centroamericana, pariente de la gaviota común plateada de nuestras costas, es de 45 kilómetros por hora; en el periquito, de 41,6.

Las aves mantienen esa velocidad media con exactitud. Es un enigma para nosotros cómo logran descubrir que es, precisamente, a esa velocidad cuando necesitan menor consumo de energía. ·

Al emprender su vuelo en Alaska, el francolín pequeño pesa 200 gramos,

de los cuales unos 70 son sus reservas de grasa. Un gramo de grasa posee la misma energía que un gramo de gasolina. El vuelo sin etapas hasta Hawai dura 88 horas, es decir, tres días y medio, y exige 250 000 golpes de ala.

Durante cada hora de vuelo el 0,6 por ciento del peso del cuerpo se transfortna en energía motriz y calor. Al comienzo del vuelo, 1,2 gramos, una cantidad que en el transcurso del vuelo va disminuyendo, proporcionalmente a la pérdida de peso que experimenta el ave.

Cuando llega a su meta el ave debe pesar, de acuerdo con ese cálculo, 117,7 gramos. Es decir, que no debería llegar nunca a Hawai pues, cuando aún le faltan 18 horas de vuelo para llegar a su destino, ha consumido ya toda su reserva de combustible.

El que esto no ocurra así y el animal consiga llegar· a Hawai se debe a una medida de ahorro adicional: el vuelo en forma de cuña, en grandes bandadas.

Durante muchas décadas los ornitólogos se han venido devanando los sesos en discusiones sobre las razones que impulsan a las aves migratorias a volar en exacta formación de cuña. Hasta 1972, todavía había algunos que consideraban estúpida toda especulación que relacionara esa forma de volar con el ahorro de energía. Pórque nadie podía probar que ésa fuera la razón.

Había otros razonamientos que parecían más convincentes: una perfecta formación permitía a las aves el mantenimiento de un mejor contacto visual y esta formación de marcha impedía choques en el aire entre ellos. ¡Como si en las grandes bandadas de miles de estorninos que vuelan en aparente desorden se hubiera observado ni una sola vez que algunos de ellos cayeran al suelo tras un choque en carambola.

Desde 1942, existía, por el contrario, una prueba, por analogía, que justificaba la tesis del ahorro energético. El ingeniero aeronáutico profesor H. Schlichting había probado que los aviones de caza cuando volaban en ese tipo de formación ahorraban hasta un 25 por ciento de combustible. Incluso estableció una fórmula matemática en la que esto quedaba demostrado con todo detalle.

Los zoólogos, sin embargo, siguieron ignorando esa realidad técnica hasta que, en 1973, un colabórador del doctor Schlichting, el doctor en ingeniería Dietrich Hummel, comenzó a establecer comparaciones matemáticas entre las alas rígidas de los aviones y las alas móviles de las aves y transmitió sus conocimientos a los colegas de las facultades de zoología. Las consecuencias que se obtuvieron de ello hicieron que muchos amigos de los animales se quedaran sin aliento.

Aclaremos antes un detalle de técnica aeronáutica. En el vuelo en formación en cuña las aves sólo conocen un escalonamiento lateral, sin ninguna diferencia de altura, lo que las distingue de las formaciones de los aviones militares. Desde un punto de vista de ahorro energético actúan las aves de

modo más racional debido a que ·la diferencia de altura en el vuelo disminuye la mejora en el rendimiento. .

Desde el punto de vÍsta aerodinámico las cosas son bastante complicadas.

Simplificándolas mucho puede decirse lo siguiente: el ala, al moverse, crea exactamente detrás de ella un campo de succión de aire y, a la derecha y la izquierda, un campo de expulsión de aire.

Si los gansos emplearan su conocido paso de marcha, como lo hacen para andar, también para volar, los esfuerzos necesarios para volar en formación serían mayores que si cada una de las aves volara por su propia cuenta. Por esa razón cuando las aves migratorias vuelan juntas se pueden observar todos los ángulos posibles de la formación, pero en ningún momento la línea central o de quilla.

Lateralmente, cada una de las aves se ve elevada por la corriente impulsora producida por sus demás compañeros de vuelo, e incluso impulsada un poco hacia adelante. Es decir, que se ayudan los unos a los otros, aun cuando sea de manera· bastante desigual como en seguida aclararé.

El que los pájaros vuelen «marcando el paso» con las alas o que las muevan cada uno a su propio ritmo no tiene importancia alguna para el balance energético. La mayoría vuela a su aire y cada uno trata de mantener su posición por cuenta propia, lo que no siempre resulta fácil.

Se ha calculado que el ahorro de energía de una formación alcanza en conjunto hasta un 23 por ciento, según el número de miembros que la componen.

Si sólo vuela junta una pareja de aves, por ejemplo dos cisnes, el ahorro de energía es mínimo. Cuanto más amplia es la comunidad viajera, mayor es el beneficio que obtiene cada uno de sus miembros.

Esto explica los esfuerzos de las aves por conseguir reunirse en bandadas lo más numerosas posible. Pero la dificultad de mantener la conformación del orden de vuelo provoca la separación cuando el número es muy grande.

Reflexionemos: un ave que va en vanguardia y busque unirse a otra bandada en vuelo, arrastra tras sí, como si tirara de ellos con unas tiras de goma invisibles, a todo su grupo. Esto hace que en cada curva, en cada cambio de dirección o de velocidad de vuelo, pueda producirse la ruptura de la formación, especialmente cuando se trata de bandadas muy grandes.

Aunque parezca extraño, la forma de la punta de la cuña, su ángulo más

o menos afilado, no juega el menor papel en el ahorro de energía de la formación en su conjunto.

Las aves de cuello corto, como el avefría, el pluvialis y la gaviota de cabeznegra (esta última únicamente durante el vuelo hacia y desde su lugar de cría), suelen elegir un ángulo romo; las aves de cuello largo, los gansos grises y las grullas, un extremo puntiagudo. Acaso eso se deba a que el ave que vuela en vanguardia debe estar en condiciones de ver a quienes la siguen a izquierda y derecha junto al extremo de su ala. Desde el ojo, sobre la punta del ala, al ave vecina hay siempre una línea recta, puesto que no sólo el ave que vuela detrás debe mantener al alcance de su vista a la que la precede sino que también ésta debe ver a quien va detrás.

El porcentaje de ahorro de energía es el mismo tanto si se trata de las avefrías o de las grullas. Lo diferente es, y esto hace tan importante el asunto, la distribución de las ventajas que favorecen el vuelo de cada uno de los individuos que componen la formación. .

El que menos provecho obtiene es el que encabeza la formación: en el caso de una cuña con ángulo afilado apenas el 4 por ciento; en cuñas con vértice más romo algo más: un 12 por ciento. Es decir, aun en el caso más favorable, apenas la mitad que el restó de las aves, en promedio.

Significa, pues, una carga muy pesada dirigir una de esas escuadrillas. Esto explica por qué el ave que va en cabeza de una pequeña formación trata siempre de incorporarse, con los suyos, a una bandada más numerosa. Lo que· aún no se ha logrado aclarar es por qué razón el primero de la formación sólo es relevado de su puesto en muy raras ocasiones. Posiblemente, es el ave más rápida y más fuerte y las demás no sienten mucha inclinación a ·disputarle ese cargo tan difícil, si se tiene en cuenta, además, que los que ocupan el lugar segundo y tercero también tienen que hacer mayores esfuerzos que los que van detrás de ellos. Los más fuertes llevan a cabo el trabajo más pesado y los demás «camaradas de escuadrilla» se aprovechan de ello.

Por el contrario, a las aves más débiles se las deja ocupar los lugares dondel vuelo resulta menos cansado. Dietrich Hummel ha descubierto las .siguientes peculiaridades: «Las bandadas grandes, poco abiertas y pesadas, favorecen a las aves más pequeñas en formaciones más extendidas y ligeras.» En otras palabras: los viajeros más débiles y pequeños de la formación gozan, automáticamentede mayores ventajas. ¡Una forma muy interesante de socialismo, condicionado por la "aerodinámica" en el reino animal!

Pero eso no basta: tan pronto como una de las aves de la formación se queda un poco atrás, entra en acción el llamado «efecto de la tira de goma» y quien no puede mantener el «paso» con la formación recibe un impulssuplementario por parte del resto de la comunidad.

Instintivamente el lector puede llegar a preguntarse si no habrá algunas

aves que, intencionadamente, se queden atrás para de ese modo resultar beneficiadas por su pereza. Mas parece que éste no es el caso, y para ello hay una buena razón. Cualquier intento de este tipo pondría en peligro la formación, se produciría una ruptura en cadena, al romperse la «cinta de goma» por pérdida de la capacidad de reacción elástica. Esto convertiría al ave perezosa en líder de la formación, lo que exigiría de ella un esfuerzo mucho mayor.

Hechas estas aclaraciones volvamos al pluvialis en su viaje desde Naska

a Hawai. El simple cálculo de la relación de energía da como resultado que, teóricamente, el ave no puede, en ningún caso, alcanzar el refugio salvador de la isla elegida para pasar el invierno, sino que caería al mar 18 horas antes de llegar· a su meta.

Pero las aves que emplean en su vuelo la formación en cuña disponen de

ese 23 por ciento· de ahorro energético y, en realidad, sólo pierden 6:3,4 gramos de su peso en vez de los 82,3 teóricos que serían mortales para ellas.

Cuando llegan a su destino disponen todavía de una reserva de 6,6, con lo que podrían volar varias horas más, unas 9, si fuere necesario. Esto. resulta de importancia vital si las aves encuentran en su vuelo vientos en contra.

Mientras menor tamaño tienen los componentes de una .familia de pájaros, más sorprendentes son sus logros. Uno de los pájaros más pequeños, el colibrí, es apenas algo mayor que un moscardón y sólo pesa 4 gramos. Su «depósito de combustible» tiene cabida para 2 gramos de grasa animal. Y, sin embargo, logra recorrer en vuelo ininterrumpido los 800 kilómetros, en línea recta, que separan Florida de la península de Yucatán, en el sur de México, sobrevolando el mar Caribe.

Junto a estos fascinantes ahorradores de energía, también en el reino animal existen los manirrotos perniciosos. Resulta muy instructiva la comparación de estos dos extremos, referida a los insectos. La langosta del desierto, muy ahorrativa, consume en una hora de vuelo el 0,8 por ciento de su peso corporal como «combustible», es decir lo mismo que el pluvialis o francolín pequeño.

Al otro extremo tenemos a la moscarda, que consume el 35 por ciento de

su peso en una hora de vuelo. Con ello supera, y con mucho, a los grandes monstruos de la técnica, el helicóptero (4 a 5 por ciento) y el reactor (12 por ciento). Pero debido a que la moscarda se alimenta de todo tipo de substancias, aun corrompidas, excrementos de hombres y animales, carroña, jugos de plantas y el néctar de las flores, encuentra éstos en superabundancia y puede permitirse ese lujo. Para la langosta del desierto, por el contrario, es cuestión de ser o no ser administrar ahorrativamente sus escasas- provisiones.

Toda especie animal está obligada a adaptarse a consumir sólo de acuerdo con las disponibilidades o acaba muriendo, como le ocurrió al león europeo a comienzos de la era glacial. El ahorro en el uso de la energía ha sido elevado, en el mundo animal, y de modo casi milagroso, a principio dominante de la supervivencia.

Apenas puede comprenderse que nosotros, los seres humanos, no hayamos sabido reconocer esta realidad hasta que se presentó una época de crisis energética, tan grave que empieza a amenazar nuestra existencia.

Si trasladamos estas realidades del mundo animal al futuro del género humano, podremos calcular, anticipadamente, cuándo la demanda creciente de energía de una población mundial, que también crece continuadamente, superará las reservas de energía, que cada vez tendrán que ser utilizadas con mayor mesura. Cuando esto ocurra, nos encontraremos en el momento inicial del

ocaso de la humanidad civilizada, salvo que antes de que se llegue a ese momento se logre una adaptación del tipo que sea.

De no ser así, nos habremos convertido en un perezoso «dinosaurio inteligente» y comenzado, ya, a excavar nuestra propia tumba.


A continuación vamos a referirnos a las fantásticas formas de adaptación

a la escasez de energía de las que son capaces algunos animales.

En los grandes silos y en los sacos en los que se guarda harina de arroz, vive un escarabajo que causa graves daños. Estaría a la orden del día que ese_ insecto quedara enterrado entre la harina, es decir, en medio de una superabundancia alimenticia, y que se asfixiara en ella. Pero sabe moderar su hálito vital, y controla los procesos de su cuerpo para estar en condiciones

de mantener su energía en un ambiente desprovisto de oxígeno. Es decir: vegeta anaeróbicamente, de modo semejante a la lombriz solitaria en el intestino del ser humano, que también tiene que arreglárselas para vivir sin oxígeno. El escarabajo de la harina de arroz puede aguantar cinco días sin respirar. Naturalmente, como compensación, necesita mayor cantidad de alinlento.

Un ahorro extremo practican, también, los animales que caen en sueño invernal, estival, de calor o de hambre.

Algunos animales marinos, que en vez de agallas tienen pulmones, es decir, que dependen del aire para poder quemar sus alimentos y transformarlos en energía, saben arreglárselas para manejar de modo extraordinariamente ahorrativo su energía cuando permanecen largo tiempo sumergidos. Por ejemplo, la foca común puede mantenerse diez minutos sin respirar, un cachalote una media hora, una tortuga marina cinco horas y un hidrófido, o serpiente de mar, hasta ocho horas.

Existen además animales que pueden vivir semanas y meses sin comer, es decir, sin suministro energético. Algunos, incluso, no comen en toda su vida. Entre los primeros están el salmón y la anguila.

Tan pronto como un salmón del Pacífico, procedente de alta mar, comienza a nadar corriente arriba por el río Fraser, en el Canadá sudoccidental, de camino hasta el lugar donde ·debe desovar; deja de comer y, desde ese momento hasta la hora de su muerte, no prueba bocado.

Ante él tiene un camino por recorrer de 1.600 kilómetros, nadando contra una fuerte corriente, día y noche, saltando sobre los rápidos y con una velocidad máxima de 8 ·kilómetros por hora, siempre adelante, sin vacilar, con un rendimiento propio de un deportista maratoniano. Supera a saltos pequeñas cascadas, rodea diques, busca las zonas próximas a las orillas, donde la corriente es más favorable y las aguas más tranquilas, aunque para ello tiene que evitar a los osos que merodean por allí. Y todo eso, permítaseme que lo repita, durante más de 1.600 kilómetros, sin dormir ni un momento y sin tomar ni un solo bocado.

Uno siente la tentación de calificar de locura esta hazaña. Sin embargo, en realidad, aquí nos enfrentamos con uno de los más sobrios y serenos cálculos los energéticos de la naturaleza», como ha probado el profesor canadiense J. R. Brett.

En las aguas rápidas, a veces hasta arrolladoras, de esos ríos, cualquier intento de cazar una presa o echar un sueñecito traería como consecuencia mayor pérdida de ganancia, calculada en energía viajera, de acuerdo con la ley del mantenimiento del estado energético de un animal. Por otra parte, mientras más lentamente nada el animal, mayor cantidad de agua pasará por él. Por eso elige la fórmula más racional. La naturaleza ha dotado al salmón de una forma aerodinámica que le permite un mínimo de resistencia a la corriente cuando nada a su velocidad óptima.

Uno no puede menos de maravillarse al contemplar estos fenómenos hasta ahora poco comprendidos. La sabiduría de la naturaleza, en lo que respecta a la administración efectiva de la energía disponible, es insuperable.

El «viaje de cura de ayuno» de la anguila alcanza nada menos que 5.000 kilómetros. Un misterioso instinto hace sentir a este animal, una vez adulto, la necesidad de alejarse de su lugar de crecimiento, por ejemplo en un remanso del alto Rin, siguiendo la corriente hasta llegar al mar. Es decir, sigue la dirección opuesta a la que tomó el salmón en su camino hacia el lugar de desove.

La anguila regresa a su lugar de origen, en el «triángulo de las Bermudas», es decir, esa parte del Atlantico entre las islas de las llamadas Indias Occidentales y las Bermudas, también llamada mar de los Sargazos. Fue allí donde la anguila salió de su huevo entre seis y doce años antes.

Antes se aceptaba como cosa lógica que la anguila estuviera gorda y grasienta al salir al mar y dirigirse al lugar de su nacimiento para desovar y después

morir. Se creía que esa gordura no era casual, sino que tenía una explicación lógica. La anguila necesita toda esa reserva de grasas, porque tan pronto como deja el río, se le cierra el ano por completo, lo que hace que durante los

5,000 kilómetros de viaje no pueda probar bocado, con la agravante de que para llegar a su destino tiene que nadar contra la corriente del Golfo al señal que indica a las anguilas que deben cambiar su rumbo. Es igualmente posible que, al llegar allí, «desconecten» su brújula interna y se limiten a dejarse arrastrar por la contracorriente fría que, de manera más o menos automática, las lleva hasta el mar de los Sargazos.

La naturaleza consigue un resultado tan extraordinario de navegación de

altura para que la capacidad de rendimiento energético de sus criaturas, en este caso la anguila, baste a sus necesidades.

Lógicamente todas estas cosas tan maravillosas no se han conseguido, sin más ni más, de la noche a la mañana. Las anguilas, con toda seguridad, vienen desovando en los mismos lugares desde los tiempos primitivos en que el continente americano se separó de Eurasia y el Atlántico era todavía un mar relativamente pequeño, algo así como el mar Rojo en nuestros días.

En los millones de años siguientes, cuando el Atlántico se hizo cada vez más ancho, estos animales fueron desarrollando, paso a paso, esa facultad recién iniciada. Pero fueron necesarias todas esas nuevas y maravillosas «invenciones» para que el concepto energético de la anguila se pudiera adaptar a un medio ambiente que estaba cambiando radicalmente.

Sólo de ese modo pudieron sobrevivir las anguilas.

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