Sobrevivir:
2 La vejez, factor positivo
En la sátira futurista de Huxley, no tan utópica como podría suponerse, las personas ancianas, consideradas como trastos viejos e inútiles, son aniquiladas.
En nuestra sociedad industrial y de consumo, los viejos tampoco cuentan mucho.
Los jóvenes, empeñados a toda costa en hacer carrera eliminando a los mayores, justifican esta situación alegando el ejemplo de la naturaleza. Afirman que también en ella los ancianos son desplazados por los más jóvenes, fuertes y aptos para la lucha. Pero ¿es esto verdaderamente cierto? La evolución en el curso de su historia ha favorecido el desarrollo de árboles milenarios, mientras que a los animales sólo les permite un período de existencia comparativamente breve. Y aun dentro de ese corto tiempo son pocos los que llegan a morir de viejos. ¿Qué valor, pues, tiene la vejez dentro del reino animal?
La respuesta es verdaderamente sorprendente y rechaza por completo la trivial teoría de la falta de utilidad de la vejez, que profesan muchos profanos en ciencias naturales y utilizan en su favor. Seguidamente exponemos algunos ejemplos que prueban su error:
En el Parque Lion-Country, de California, donde viven leones en semilibertad, ocurrieron cosas sorprendentes en 1973. Los encargados del cuidado de las fieras apartaron a un viejo león de veinte años de edad, llamado Frazier) del grupo de doce leonas con las que vivía, por considerarlo demasiado viejo.
Lo substituyeron por cinco leones, mucho más jóvenes y musculosos que él, de seis años de edad. Con ello los guardas creían hacerles un favor a las leonas, pero hubieron de aprender una buena lección: las doce leonas se unieron entre si y pusieron en fuga, mediante sus ataques conjuntos, mordiscos, arañazos y rugidos a todos y cada uno de sus nuevos pretendientes. No permitieron a ninguno de ellos el apareamiento.
Al cabo de varias semanas los jóvenes leones fueron sacados del recinto de las hembras y se permitió de nuevo la entrada al viejo Frazier. Este viejo "señor", mientras tanto, había enfermado de reumatismo y apenas podía andar. Pero sus doce· hembras corrieron a su lado y no se apartaron de él. Lo mismo repitieron los días siguientes cada vez que el viejo Frazier iba al comedero o buscaba un sitio tranquilo para reposar a la sombra.
Y ocurrió algo que nadie creía posible: en el año y medio siguiente, el viejo león fue padre treinta y cinco veces. Después murió. Puede alegarse que eso sólo es posible en un parque, donde la libertad de los animales está, ciertamente, restringida pero no hubiese podido ocurrir en la selva donde el viejo Frazier hubiera sido desplazado a los ocho años por otros leones más jóvenes. Es posible que sea así. Pero el ejemplo anterior no está destinado a documentar la opresión a que se somete a los "conciudadanos" ancianos, sino únicamente sobre su capacidad de rendimiento.
Volvámonos, por lo tanto, a otra comunidad animal mejor organizada y en libertad: los elefantes.
En el Parque Nacional de Kafue, Zambia, se informó de un caso realmente increíble. Los guardas se sintieron muy interesados al ver que una manada formada por doce hembras adultas y cuatro jóvenes era conducida por una hembra en cuyas proximidades siempre iban uno o dos de los miembros de la manada.
Esto resultaba extraño porque, normalmente, el "jefe" o la "jefa" de una comunidad animal es considerado como "persona respetable" y el resto de los componentes del grupo se mantiene siempre a respetuosa distancia. Una observación más detallada por parte de los guardas del parque les descubrió que aquella elefante hembra no sólo era una auténtica anciana, con cerca de sesenta años, sino que además había perdido por completo la vista en ambos ojos.
Lo que no era obstáculo para que dirigiera aquel ejército de gigantes. Hay que hacer notar que en los grandes proboscidios los ojos no juegan un papel tan importante como en otros animales, entre ellos en el hombre.
Un elefante con buena vista apenas puede diferenciar a cuarenta metros de distancia a un hombre agachado, inmóvil; de un matorral. Para ellos es mucho más importante el olfato. Sólo por el olor de las pisadas los elefantes, en los lugares donde son cazados por los turistas, pueden distinguir si se trata de las huellas de un hombre blanco (¡peligro!) o de un negro (inofensivo!), y saben cambiar adecuadamente la dirección de su marcha.
El conducir correctamente a su rebaño -para no llevarlos precisamente ante los cañones de los rifles de los cazadores- es una de las muchas y difíciles tareas del conductor o conductora del grupo. Otra, en tiempos de sequía, consiste en llevar al rebaño a distancias considerables hasta encontrar el último charco o manantial con agua, después de que la mayoría de ellos se secaron ya. Para conseguirlo tienen que realizar largas marchas forzadas de hasta ochenta kilómetros en una sola noche, que puede ser sin luna y totalmente tenebrosa. Es un misterio cómo y en qué hallan los elefantes, sobre todo aquella hembra anciana y ciega, datos para orientarse. En este caso sus dos acompañantes se limitaron a advertirla de obstáculos inesperados, rocas desprendidas, arbustos espinosos y cosas semejantes. Por lo demás fue la anciana ciega la que marcó la dirección general de la marcha.
Quien, la elefante hembra en este caso, quiera seguir el mejor camino para la meta precisa debe tener mucha experiencia para desenvolverse. Tiene que conocer estepas, sabanas, bosques, cada colina y cada despeñadero, cualquier poblado o campamento humano y, sobre todo, todos los pozos y charcas, y cuándo se secan o tienen agua. La vida o la muerte de todo el rebaño depende de esta experiencia.
Consecuentemente la jefa de un grupo de elefantes no reina como una tirana brutal ni tiene que aniquilar a todo oponente. Los otros miembros del rebaño no están continuamente pendientes de la menor muestra de debilidad de la jefa para luchar con ella y destronada. Esto es, ciertamente, lo que se piensa por lo general, pero la verdad es totalmente distinta: precisamente porque los animales jóvenes saben que de la experiencia de la conductora anciana depende su bienestar o su aniquilación, todos ellos conceden amor, respeto y honores a los animales más viejos.
Esto quedó de manifiesto dieciocho meses después, al morir la jefa de la manada como consecuencia de su debilidad senil. Con las orejas y la trompa gachas trataba una y otra vez de separarse de su grupo para morir sola. Pero cada vez que lo hacía la seguían sus congéneres, la colocaban en el centro y trataban de mantenerla de pie. Hasta que cayó desplomada. De inmediato la rodearon todos. Dos hembras empezaron a acariciarla cariñosamente en la cabeza con sus trompas. Otras dos colocaron. sus colmillos, delicadamente, bajo su cuerpo y trataron de alzarla con la fuerza de dos potentes grúas. Una elefanta joven arrancó un manojo de hierba y lo puso en la boca de ]a moribunda para alimentarla. Pero la pobre anciana no queria comer.
Seguidamente una de las hembras mayores trató de despertar la energía vital de la anciana mediante la excitación sexual. Como si fuera un macho se echó sobre ella y realizó los movimientos del apareamiento. Todo inútil. El último intento lo hizo una hembra joven con una llamada al amor maternal, fingiendo mamar de sus secas ubres. Pero la anciana elefanta estaba ya muerta. Durante seis horas seguidas todos los elefantes de la manada le hicieron velatorio. Sólo con la llegada de la noche se retiraron.
A la muerte de la vieja jefa siguieron semanas de incertidumbre e inseguridad. El .grupo permaneció sin jefe porque no había nadie que quisiera hacerse cargo de la responsabilidad de la difícil tarea. Continuaron juntos pero sin emprender nada, como si no supieran qué hacer. Finalmente casi obligaron a uno de los animales a hacerse con el mando cuando los demás empezaron a imitar todo lo que él hacía. El doctor lain Douglas-Hamilton aclaró, sobre esa base, la aparente paradoja de que en los lugares donde los elefantes son más cazados, sus rebaños crezcan en su número de miembros en vez de disminuir y hacerse más pequeños, como podría parecer lógico. Los cazadores de trofeos. buscan siempre á los elefantes de mayor tamaño. Como el elefante es un animal que continúa creciendo hasta poco antes de su muerte, los mayores suelen ser los de más edad y los jefes de las manadas.
Tras la muerte de éstos, los supervivientes más jóvenes no se consideran suficientemente experimentados para responsabilizarse de la dirección del grupo y .así acaban por unirse a otro que tiene jefe. Esto, desgraciadamente, se repite con frecuencia. De ese modo cien elefantes, o incluso más, pasan a depender de un único animal superviviente con personalidad de líder.
En la lucha por la supervivencia la experiencia del anciano es algo preciso e indispensable. Así es como realmente ocurren las cosas en las sociedades animales más desarrolladas.
Parecido sucede con los babuinos de la estepa, con la salvedad de que esos animales, contrariamente a los elefantes, no viven separados por sexos sino en comunidades mixtas y son los varones los que toman el mando. Por lo general la jefatura no es unipersonal, sino que se la distribuyen entre dos o tres de los machos mejor dotados, que forman así una especie de "senado".
Cuando una horda de monos, formada por lo general por treinta, cincuenta y hasta un número mayor de individuos, camina por la estepa desprovista de árboles en busca de un abrevadero, se forma una columna de marcha verdaderamente militar: a vanguardia y a retaguardia van los machos jóvenes. En el centro las hembras y sus crías y, en rededor de éstas, la mayor fuerza de los viejos guerreros en torno a los miembros del "senado". De ese modo los babuinos se protegen contra los ataques de los leopardos., guepardos, hienas o perros salvajes. Debido a la organización de esa columna de marcha se creía hasta fecha reciente que no eran los ancianos jefes sino los machos jóvenes los que determinaban la protección, la dirección y la meta del viaje; pero observaciones más profundas y concisas demuestran que los machos que van en vanguardia reciben, cada tres o cuatro minutos, instrucciones de los "senadores" mediante movimientos de cabeza o ademanes que significan: "¡Seguid adelante!", "A la derecha" o "Alto".
En cierta ocasión el profesor Irven De Vore pudo observar el suceso siguiente: un grupo de babuinos compuesto por unos treinta individuos estaba en las orillas de una pequeña laguna en la estepa y se disponía a beber la refrescante agua, cuando uno de los tres "senadores" observó cómo un grupo de cinco leonas trataba de rodear la orilla. Al principio los atacantes desaparecieron semiocultos por los arbustos y la hierba esteparia, de unos tres cuartos de metro de altura, y se hicieron invisibles a los ojos de los babuinos. El profesor De Vore pudo presenciar el acontecimiento desde la copa de una acacia. El destino de un buen número de monos parecía trágicamente sellado. En esos momentos ocurrió algo que llenaría de gloria a cualquier guerrero de la jungla o a un valiente cacique indio: con agudos gritos el jefe atrajo a su horda, que se apretujaba llena de miedo, hasta los arbustos más altos, con lo que quedaron ocultos a los ojos de los leones.
La huida a ciegas resultaba demasiado arriesgada para los babuinos, pues las leonas hubieran podido dar con ellos con facilidad. Consecuentemente, el "senador" hizo esperar a los suyos, se lanzó en solitario a vigilar a las leonas y pudo informar a los suyos de la posición de dos de las leonas más próximas, sin ser advertido por ellas. Seguidamente volvió junto a sus compañeros arrastrándose con toda precaución, en el mayor silencio y en fila india, agachados contra el suelo, los hizo pasar entre las dos leonas con tal habilidad que, pese a estar muy próximas, ninguna de las dos fieras se dio cuenta de nada de lo que estaba ocurriendo.
Tan pronto como todos los babuinos hubieron roto el cerco de las leonas, corrieron a trepar a tres altos árboles y desde allí comenzaron un tremendo griterío, que hizo que las leonas, chasqueadas, se alzaran de entre la hierba y se los quedaran mirando como quien ve visiones.
Lo más notable en este ejemplo es el hecho de que el héroe del día no era el más fuerte de los monos sino un "senador", es decir uno de los machos más ancianos que, además de una sorprendente experiencia, poseía inteligencia, habilidad y práctica en el mando de su horda. De este modo los monos nos demuestran que valoran de manera extraordinaria la vejez. Como los elefantes, contradicen rotundamente la equivocada opinión de que en el mundo animal la continuación de la existencia ya no es útil biológicamente tan pronto como un ser vivo ha dejado tras si un número bastante de descendientes. La experiencia vital -un conocimiento que costó muchos años ganar- debe ser colocada en la balanza a la hora de pensar en la continuidad de la especie. Ése es un paso decisivo para la constitución de sociedades animales altamente desarrolladas.
En la historia del desarrollo de la vida esto prueba algo nuevo: el envejecer adquiere sentido y no sólo para el individuo sino también biológicamente para la continuidad de la especie.
No es un hecho casual que sea el hombre el único ser con capacidad de crear las más complicadas estructuras sociales y, al mismo tiempo, el que entre los primates tiene una vida más larga. La naturaleza sabe perfectamente por qué nos ha dotado de una vida comparativamente prolongada. Pero algunos hombres parecen no saberlo cuando desprecian a los ancianos.
Una evolución que favorece una existencia más larga se está abriendo paso ya en algunos animales primitivos. Creo que, para aclarar esta afirmación, bastarán tres breves ejemplos.
En las grandes extensiones abiertas del Oeste de Norteamérica vive la gallina de las praderas. Cada año, en la época de celo, los gallos de la especie llevan a cabo una ceremonia de aspecto realmente grotesco. Se reúnen como unos Cincuenta gallos, apretados entre sí de modo que cada uno de ellos apenas dispone de una "pista de baile" individual de un metro cuadrado, y realizan su parada nupcial, que recuerda a una danza india. Esa exhibición de fuerza apenas si tiene sentido puesto que en el transcurso de la prueba las cincuenta hembras que intervienen en ella por separado eligen exclusivamente a uno o dos de los "superhombres", que se encuentran exactamente en el centro del corro, mientras que los otros tienen que irse de vacío.
Inmediatamente después del apareamiento las hembras vuelven a desaparecer entre los arbustos y la maleza de la pradera, donde ellas solas se encargan de traer al mundo y criar a sus hijos. ¿Qué predestina que esos dichosos individuos sean los elegidos? El doctor R. Haven Wiley investigó este asunto en 1978. S'e trata de su situación en el centro del corro de danzantes. Pero ¿quién logra mantenerse en ese puesto?
Hasta ahora se creía que se trataba del predominio de la agresividad del más fuerte o del atractivo del de plumaje más bello. Sin embargo, no es nada de eso. En la pista de baile cada uno de los gallos tiene su puesto fijado de antemano. Nadie intenta arrebatar al otro su lugar de privilegio. Pero. al año siguiente, cuando los machos vuelven a reunirse, se aprecia que faltan un buen número de los ocupantes de las plazas fijas. Han sido devorados por sus enemigos, murieron de hambre, de frío o a causa de alguna enfermedad. Es entonces cuando los que esperan fuera ocupan los lugares vacantes cada vez más cerca: del centro.
Así, poco a poco, en el transcurso de una espera de años, se van aproximando al interior del corro y, si tienen la suerte de vivir una existencia larga, pueden realizar su esperanza de llegar al centro después de cuatro años de espera y en la época del celo, por fin, ser elegidos por las hembras para el apareamiento.
¡La edad es preferida a la fuerza! Esa "carrera de funcionario público" da preferencia no a los más fuertes ni a los más jóvenes y frescos sino a quienes han logrado vivir una existencia más larga. Está claro que ésta es una cualidad valiosa que debe ser transmitida a los descendientes. Con estos resultados la etología revoluciona en la actualidad la imagen que tenía el hombre del envejecimiento.
En principio nuestros canarios practican la misma táctica que el gallo de las praderas. Un canario macho va ampliando su repertorio de «canciones» en el transcurso de su vida de manera notable. Se olvida pronto de las canciones de moda de su juventud. Pero año . tras año va consiguiendo sumar nuevas melodías en su repertorio.
En la Universidad Rockefeller, ·de Nueva York, los doctores Fernando y Martha E. Nottebohm, pudieron demostrar, en 1978, que una hembra de canario puede conocer durante su período de celo la edad de un macho sólo por el canto de éste. A los cortejadores jóvenes no les da la menor oportunidad, al menos mientras haya otros de más edad en las cercanías. ¿Por qué las hembras dan esa preferencia a los machos más viejos? En el transcurso de la primera época de celo los canarios machos dedican a sus hembras las mejores de sus melodías. Y observan -con atención el efecto que cada una de ellas causa en la hembra. La que deja fría a su cortejada, la olvidan en seguida mientras que van perfeccionando· y mejorando sin cesar las canciones de más éxito. Tras el celo vuelven a aprender nuevas melodías que se apropian o rechazan de acuerdo con el efecto que consigan. En la siguiente estación pueden emplear medios más experimentados y radiar mucho más sex-appeal para conseguir que la hembra se decida por ellos.
El profundo sentido que se oculta tras todo esto puede ser el siguiente: bajo la protección y el cuidado del hombre los canarios llegan a vivir hasta quince años. En libertad mueren muchos de ellos ya en su primer año de vida. Pero si logran sobrevivir ese ·primer año, pueden con gran probabilidad vivir un buen: número de años.
Para una hembra clueca la pérdida del macho durante el período de cría significa una tragedia, puesto que depende de él para la protección de los hijos y la búsqueda de alimento. Es ló.gico, pues, que trate de conseguir uno que haya probado su capacidad de supervivencia. El macho no sólo debe ser apto para aparearse sino para muchas otras cosas.
Incluso en el seno de nuestro «estúpido» ganado vacuno se concede mayor autoridad a los animales viejos que a los jovenzuelos. En los rebaños vacunos, los componentes fijan entre sí su propia ordenación jerárquica que determina, a su vez, el puesto a ocupar a la hora del reparto de pienso, el lugar en la manada cuando ésta cambia de prado, su sitio en las ordeñadoras mecánicas, etc.
El profesor Hans Hinrich Sambraus y el doctor Klaus Osterkorn, tras ocho años de profundas observaciones, han establecido los principios en que se basa la amable vaca de leche para determinar el estatuto social de cada individuo. El rango social en estos rumiantes depende más de la edad que de la fuerza muscular.
En el rebaño las peleas son muy escasas. Las vacas viejas y de cuerpo
pesado no son agresivas en absoluto, pero son ellas las que, mediante frecuentes movimientos de cabeza y exhibiciones amenazadoras de sus grandes cuernos -que el lego en la materia casi nunca observa-, vigilan continuamente para que la ordenación jerárquica se mantenga inalterada durante años.
"Debido a eso -informaron los citados científicos- las vacas viejas ocupan en el rebaño un lugar que no les pertenecería por su fuerza corporal. Ese estado de cosas puede considerarse como una forma de respeto a la autoridad de la vejez".
La consecuencia de esta conducta en los rebaños en libertad en los campos, es una mayor protección de las reses más viejas. Las de mayor rango, es decir, las más ancianas pasan la noche en el centro del rebaño, donde no pueden ser alcanzadas por las fieras, mientras que ocupan los lugares más externos las más jóvenes que, en caso de peligro, son las primeras en ser devoradas.
Quien llega a viejo consigue todavía una mayor-seguridad para así llegar a ser aún más viejo. Una asombrosa fórmula de supervivencia. ¡Y esto, precisamente, en nuestro ganado vacuno!
Los ejemplos semejantes son tantos y tan variados que verdaderamente no entiendo cómo ha podido surgir la leyenda de la falta de consideración de la vejez en el reino animal.
Incluso el más próximo de los parientes del hombre, el chimpancé, conoce algo muy semejante al "respeto de los ancianos".
En las selvas tropicales del Zaire el zoólogo holandés doctor Adriaan Kortlandt pudo observar a un chimpancé viejísimo, tan anciano que el pelo de su cabeza era completamente gris, pues también los antropoides encanecen con la edad. Corporalmente el animal estaba ya bastante pachucho. No podía trepar a los árboles y, sin embargo, disfrutaba de un buen número de privilegios, por su edad provecta, dentro de su horda. Ninguno de los otros animales más jóvenes y más fuertes lo atacaba o lo apartaba. Cuando Matusalén, como el investigador llamó al chimpancé en cuestión, no podía coger frutos de los árboles le bastaba con extender la mano, como pidiendo, a un compañero bien situado y sano, y de inmediato recibía algo de comer. Era como si el pelo gris fuese entre los chimpancés un símbolo merecedor de respeto aceptado y acatado por todos.
La pregunta penosa que queda sin respuesta es por qué entre los hombres actuales las personas de edad merecen tan poca consideración y se las menosprecia, contrariamente a lo que ocurre, por lo general, entre los leones salvajes, elefantes, babuinos esteparios, gallos de las praderas, canarios, chimpancés y muchos otros.
La respuesta nos la ofrecen los babuinos encerrados en sus recintos de los parques zoológicos. Allí, donde el jefe nunca tiene necesidad de arriesgar su vida para salvar a sus protegidos, donde no existen épocas de extrema necesidad que le obliguen a usar el tesoro de su experiencia para hallar soluciones salvadoras a los problemas de la horda, en la tranquilidad de la vida doméstica del zoo, no hace sino imponer sus exigencias y domina y oprime a los demás sin ofrecer a la comunidad nada a cambio.
Por esa razón es reemplazado frecuentemente y a la menor oportunidad por otros ejemplares más jóvenes, osados y fuertes.
Vemos que la vida en el zoológico origina en los monos el mismo desprecio hacia la vejez que profesan tantos hombres ignorantes en sus mentes insensatas. Se trata de la consecuencia de una situación totalmente antinatural.
Y el hombre, mediante su "autodomesticación", se ha colocado en una situación comparable a aquélla.
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