Pasé todo el lunes danzando de un sitio para otro. Visité a unos y a otros. Mis idas y venidas fueron infructuosas. De amigos pocos, pocos se encontraban en casa. Unos habían sido detenidos, los otros huidos, escapados...
En menenos de tres días la población era otra. Todo su semblante había cambiado ...
Por la tarde me sentí totalmente solo... Mi padre y mi tío me obligaron a presentarme al cuartel. No podía hacer otra cosa, puesto que dentro de las quintas que los sublevados llamaban, estaba la mía. Una de las primeras, debido a que llevaba poco tiempo de licenciado, como consecuencia de haber gozado de un servicio militar reducido, por el hecho de haber sido de los llamados "cuotas" y teniendo en cuenta que dentro de la mentalidad de los sublevados, era un soldado que de acuerdo con las normas de los acogidos a las ventajas especiales en tiempo de paz, sólo se consideraban permisos que quedaban anulados, tanto de hecho como de derecho, en tiempos de guerra y, a parte de haber sido llamada mi quinta, podía ser considerado un desertor.
Tanto mi padre como mi tío, se afanaron en hacerme comprender que no había otra solución y me incorporé. No me quedaba más remedio. Estaba en una jaula. Éste es el inconveniente de las islas.
Tuve suerte, puesto que al entrar en el Cuartel, me encontré con un teniente, buen amigo y asiduo concurrente del Club de Regatas, con gran afición a la natación y cuñado de una subcampeona de España, en la especialidad de braza, el cual creyendo que era un incondicional de los sublevados me dijo que no entregaría la lista de los incorporados hasta el día siguiente y que los daba a todos por presentados el domingo por la tarde o el lunes a primera hora
-En el grupo de ingenieros no hay rojos -comentó. No tardé mucho en enterarme de que el haberse presentado con retraso costó algún disgusto serio y hasta la vida. Todo dependió del oficial de recepción.
Ya era un soldado más, de un ejército sublevado.
El cuartel de Ingenieros ubicado en una de las alas del edificio, con entrada en el Paseo de la Rambla, alojaba a duras penas la Compañía de Transmisiones, pues el grupo se componía de dos y la de Zapadores residía en Son Bonet, a cinco kilómetros de Palma. Así es que no había espacio para alojar a los reservistas que se iban presentando. La verdad es que no había donde dormir...
Se repartieron mantas y cada uno se las compuso como pudo. Me tocó un trocito de espacio en el suelo, junto al pasillo que daba a las oficinas. Hacía un calor espantoso y, además, el ambiente estaba preñado de un olor mezcla de sudor, pies encerrado en bota vieja y ventosidades gástricas.
Salí fuera y mal dormí en el paseo de la Rambla, sobre un banco de piedra. No estuve sólo. Fuimos varios.
Así pasé la noche del 20 al 21 de julio. Al clarear el día me puse de pie con los huesos molidos.
Pasé la vista y me asusté al ver tanto hombre y no oír a nadie...
Faltaba fe en la empresa. Sólo unos pocos oficiales y algún sargento, intentaban dar vida, dar entusiasmo a aquel montón de hombres que, en definitiva, tanto habían podido estar allí como en la acera de enfrente. Sólo hubiera bastado que hubiera habido un líder que hubiera dado un grito en el momento oportuno.
Para los sublevados la aventura había salido bien y, como corolario, la masa había sido sujetada y puesta a punto, para ser empleada como columna para sostener a sus propios opresores.
Me indigné conmigo mismo, puesto que yo también formaba parte de la masa, de esta plebe.
Muy de mañana nos dieron unos bocadillos y empezó el recuento. A mí, juntamente con unos veintitantos, me enviaron al cuartel de Caballería y, desde allí, salía de guardia hacia el muelle a "guardar" una de las motonaves que hacía la travesía de Palma a Barcelona.
A poco de llegar me enteré que en otro martillo o espigón había un barco amarrado que servía de prisión a un gran número de demócratas. Qué tragedia la mía. Era un soldado al servicio de una fuerza fascista y yo no era un faccioso.
Era un republicano capaz de luchar hasta morir por las libertades que representaba la República. Aún recuerdo las palabras que había oído a un hombre entero, a un hombre que cayó, vilmente asesinado por la ultraderecha clerical y fascista.
Tal como estaban las cosas -me dijo- es conveniente que te incorpores, puesto que de estar dentro, llegado el momento, puedes ser uno de los que abran las puertas.
Pero la verdad es que estaba dentro y no había forma humana de salir. La isla estaba dominada y yo metido en ella, igual que una gallina en un gallinero.
La guardia la formamos un cabo y cuatro soldados. Estábamos allí semana tras semana, durmiendo debajo de un "tinglado", empleando por almohada el mosquetón. Se puede afirmar que el único entretenimiento lo constituía la llegada de la camioneta con el "rancho" o cuando venían las niñas de la falange y nos llenaban de tabaco, golosinas y mucha simpatía... Éramos soldados de una Espauña nueva.
Yo hubiera preferido un buen baño con mucho jabón y ropa limpia. Las pulgas nos hinchaban. Menos mal que los cinco nos llevábamos muy bien. El cabo y uno de los soldados eran hermanos. Segundones de la nobleza mallorquina y, aunque el primero fuera abogado y el segundo ingeniero, ninguno de los dos había ejercido su profesión... Por estirpe era obligatorio estar contra la República...
De los otros tres, uno era yo, republicano, primero por herencia y después por convicción y, los otros dos, un empleado de banca y un contable. Chicos de clase un poco menos de media, que creían de buena fe, que para ser "alguien" se tenía que ser de derechas. Lo demás era de gente baja, chusma...
Éstos eran mis compañeros, pero nos llevábamos bien.
¿Por qué no? Si, en el fondo, eran buenos chicos. Un poco tontilanas, pero sabían contar chistes. Y yo me reía. Sí, reía, no por la gracia de las situaciones, sino por la gracia que ponían en el disimulo de la operación de rascarse. También estaban minados de pulgas.
Por fin nos relevaron de aquella guardia y, como consecuencia, volví al Cuartel de Caballería. Logré unas horas de asueto y las aproveché para llegar hasta mi casa y tomar un baño caliente. Resumiendo: para "despiojarme".
En el cuartel de caballeria no se pasaba del todo mal. Lo llamaban así porque años atrás lo empleaba dicha arma. En la actualidad, desaparecida la Caballería de la isla, se alojaba, simplemente, un pequeño retén de la escolta del Comandante Militar y las oficinas de la Zona de Reclutamiento, a la vez que algunos Juzgados Militares y, en la parte baja, las cuadras del Grupo Mixto de Ingenieros. ·
De aquí que fuera la compañía de Transmisiones la que estuviera encargada de montar la guardia en dichas dependencias militares.
Una vez sublevada la plaza y ampliada la guarnición, no quedó más remedio que ir habilitando locales, para poder alojar a la tropa. A nosotros nos tocó, en la parte alta del edificio, una nave rectangular con ventanas que daban a un foso amurallado y vista al mar. Habíamos tenido suerte.
Los primeros días fueron relativamente tranquilos y hasta, dentro de la tragedia, cómicos. Aún recuerdo aquella mañana que pasó por encima de nuestra cabezas una avioneta del Gobierno y soltó dos o tres bombitas que produjeron, simplemente, unos pequeños agujeros en el asfalto a la vez que lanzaba unas proclamas invitando a sublevarse contra los sublevados.
El oficial de guardia, un teniente joven y campechano, empezó a disparar su pistola.
-Este idiota -me susurró al oído el cabo encargado de las cuadras- es más corto que la manga de un chaleco. Con este cacharro quiere abatir a este "palomo".
-¡Venga muchachos! -gritaba el teniente- al que lo descuelgue, le invitaré a tomar café.
Para aquel teniente,. hijo de buena familia, deportista y con mucho "oficio" en aventuras mundanas y hasta en las galantes, aquello era un número más apasionante, puesto que era un juego que salía de lo corriente...
Al cabo de unos meses, en no sé qué frente de la península, una granada le despedazaba. No se encontraron más que unos pocos trocitos...
¿Qué le vamos hacer? No era un deporte de tiro al pichón, era la guerra.
Se decían muchas cosas, corrían como regueros de pólvora, verdades y no verdades. Bulos a más no poder, pero la realidad es que había un "algo" que flotaba en el aire y el temor parecía invadirlo todo.
En el Cuartel todo estaba tranquilo y, sin embargo, nadie tenía tranquilidad.
El oficial de guardia me dio un sobre, totalmente cerrado, para que lo entregara en mano al oficial destacado en la Central de Telégrafos, que al igual que los demás servicios de Correos y Telégrafos, estaba intervenido por el Ejército.
Por este motivo, y en acto de servicio, me encaminé hacia la calle de San Felio.
Al llegar y preguntar al cabo· de guardia de puerta, por el oficial encargado de aquel departamento, me enteré de que éste era pariente mío. Entré a entregarle la misiva. Notenía importancia, se trataba, según me dijo, de unas ordenes del capitán de Transmisiones de puro trámite. Después de preguntarme por mi padre, cruzamos varias frases de simple cortesía. En total, cuatro nadeces.
Aprovechando que estábamos totalmente solos me atreví a preguntarle qué pasaba, puesto que el "clima" parecía muy cargado. Se puso muy serio y con voz entrecortada, que parecía más bien un sollozo, exclamó:
-Ves este aparato -me señalaba una radio-l o estoy escuchando a todas horas y sé que los republicanos han desembarcado en Manacor.
-¡Ah! exclamé.
-¡Sí!, nos van a fusilar a todos los que llevamos estrellas... por rebeldes.
Me callé. Mi interlocutor, teniente de la escala de reserva, buen técnico telegrafista, era un hombre de derechas y era de derechas porque creía que el orden estaba a la derecha; pero también sabía que su "piel " no dependía de un problema de derechas o izquierdas: debido a que, simplemente, era de leales o de facciosos y él, independientemente de sus convicciones políticas, estaba situado en el área de los facciosos, de los sublevados y tenía miedo, mucho miedo... Ese miedo que sólo se produce cuando se ha cometido algo que no está en consonancia con la propia conciencia y que, como resultado de su esencia, altera la paz interna para dar paso a un sentido de culpabilidad ..me dio lástima.
-Lamento tener que irme. A sus órdenes -le dije.
-Adiós y que Dios nos perdone -me contestó-. Recuerdos a tu padre.
Por el tono de voz me dio la sensación de que estaba llorando.
No hay comentarios :
Publicar un comentario