16 diciembre 2024

Sobrevivir 10 Supervivencia en un ambiente de extrema hostilidad

La más reciente fórmula en la lucha por la supervivencia de la humanidad, en un mundo cada vez más pobre en materias primas, se llama «reciclado».
Se trata de aprovechar de nuevo las materias desechadas tras su aprovechamiento inicial. Este proceso no es un descubrimiento del hombre, sino una característica de algunos animales que desde hace ya miles de años se ven obligados a vivir en un ambiente de escasez, en el desierto, como los camellos, las llamas, los hemíonos, la cabra del desierto y la oveja del desierto.
Cuando el tórrido sol del desierto mata los últimos restos de vegetación y la arena y los vientos lo barren todo, esos auténticos especialistas en el arte del ayuno pueden pasarse varias semanas sin probar alimento alguno. Pese a ello conservan la sustancia proteínica de sus músculos casi por completo. En nosotros, los seres humanos, la proteína muscular utilizada se convierte en aminoácidos y amoniaco. Se trata de dos peligrosos venenos que deben ser transformados, muy rápidamente, en orina para ser expulsados del cuerpo. Si los riñones fallan en su trabajo, pueden dar lugar a enfermedades muy graves, incluso mortales: las uremias. Pero eso no les ocurre a los «estúpidos» camellos, llamas, hemíonos, cabras y ovejas del desierto, que aprovechan la urea de nuevo en su ventrículo.


Desgraciadamente, la posesión de este ventrículo es algo limitado a los rumiantes, y el hombre carece de él. Y este órgano es de todo punto indispensable para esa especial forma de aprovechamiento múltiple de los alimentos.
En el ventrículo de los rumiantes y otros animales vegetarianos, los desperdicios de la digestión son transformados en esas valiosas proteínas que se necesitan para constituir la sustancia muscular. Esos animales, consecuentemente, no tiran «los desperdicios» de su cuerpo, sino que los vuelven a utilizar, una vez más, como alimento.
En tiempos de hambre, este reciclado de las proteínas afecta nada menos que al 95 por ciento de las sustancias corporales ya utilizadas. Además, gracias a ello los habitantes animales del desierto obtienen una segunda ventaja vital: dado que casi no tienen que orinar, no pierden algo tan valioso, en el desierto, como es el agua.
Si los hombres dispusiéramos de una capacidad semejante a la de esos ideales aprovechadores de alimentos, no existiría ningún problema de hambre en el mundo y, menos aún, epidemias de inanición. En vez de un pollo nos bastaría un huevo; en vez de una salchicha, una sola rodaja.
Unos faquires ayunadores aún más sorprendentes que las llamas y los camellos son las salamanquesas del desierto, unos lacértidos de unos diez centímetros de longitud. Estos animales mueren después de doscientos veinte días de ayuno. Cuando uno de estos reptiles cambia su piel, se la come de inmediato. 


Aquí tenemos, una vez más, otro ejemplo de reciclado para aprovechar los «desperdicios».
Sin este tipo de trucos la vida en el desierto no podría ser soportada. Algunos animales no especialmente dotados lo intentan, pero les ocurre lo que les sucedió a los cuatro mil pelícanos del lago Eyres en Australia del Sur.
A finales de la década de los sesenta llovió copiosamente en la zona de este «lago», que generalmente suele estar seco. El desierto se transformó en un paisaje floreciente. El lago se llenó de pequeños cangrejos y, debido a esa abundancia, los pelícanos se apresuraron a congregarse en él. Durante tres años los pelícanos vivieron en un auténtico paraíso. A continuación llegaron las grandes sequías. El lago fue secándose poco a poco. Finalmente, los grandes pájaros se decidieron a abandonar ese espacio vital, que ya no valía la pena seguir ocupando, y a regresar a las orillas del mar. 


Pero era demasiado tarde. La costa salvadora estaba a 450 kilómetros de distancia. Durante el día el sol quemaba y la temperatura alcanzaba los cuarenta grados. La bandada de pelícanos, volando en correcta formación, sólo veía bajo ellos el seco desierto. Ni un lago, ni un río por ninguna parte. Por si eso fuera poco, soplaba un viento ardiente que abrasaba sus cuerpos. Antes de haber recorrido la mitad del camino uno tras otro los pelícanos comenzaron a romper la formación, secos de sed, y cayeron al suelo. Ni uno solo llegó a las orillas del mar.
El agua salada del mar hubiera significado su salvación, pues, contrariamente al hombre, los pelícanos pueden beber agua de mar debido a que poseen unas glándulas especiales que separan la sal del agua. Es decir, están equipados para sobrevivir con agua salada; para su utilización poseen una técnica especial. Pero no están equipados para sobrevivir en el desierto.
La receta principal de los animales que pueden pasar meses y semanas sin comer ni beber se llama ahorro de energía, material y agua, y en una medida que resulta casi increíble.
Un ejemplo clásico es el conocido «suicidio» de los escorpiones del Sahara. Los guías de turismo los provocan gustosamente, junto a las hogueras de sus clientes en safari, durante la noche. Si se rodea a un escorpión vivo con un círculo de llamas con maderas encendidas, el animalito empieza a correr en  redondo, asustado y agitando de un lado para otro su cola con el mortal aguijón, hasta que de repente cae «muerto». Los espectadores, fascinados, suponen que el escorpión se picó a sí mismo, buscando en el suicidio la salida a una situación desesperada.


Pero si se sigue observando al escorpión, una vez que las llamas han sido retiradas vemos que muy pronto la vida vuelve al cuerpo «muerto». No se trata, pues, de un suicidio, sino de un estado de catalepsia causado por el excesivo calor.

Este tipo de catalepsia por el calor es totalmente distinto del estado en que caen algunos animales para hibernar y que se caracteriza, precisamente, por un descenso de la temperatura corporal. Muchos artrópodos, peces, anfibios y reptiles caen en esa especie de sueño durante el invierno. En un estado de total inmovilidad, el animal no consume en absoluto la menor energía, en absurdo intento de elevar la temperatura de su cuerpo sobre el punto de las «fiebres» mortales. En el escorpión esa temperatura es de 52 grados centígrados.

Cuando se pasan mucho tiempo sin divisar una presa, los escorpiones también pueden caer en un estado especial de catalepsia causado por el hambre.

Enterrado en la arena, metido dentro de una grieta en las rocas, este insecto venenoso puede pasarse inmóvil hasta dos años, sin comer. Una marca que sólo es superada por el caracol del desierto, que puede pasarse cinco años en sueño estival sin comer ni beber.

La existencia en el desierto de un caracol, animal que, como es sabido, necesita mucha humedad y frescor para vivir, resulta sorprendente en extremo. ¿Cómo se las arregla, qué truco emplea para sobrevivir allí?


Si las partes blandas del caracol del desierto tocan la arena o la piedra, que al sol alcanzan los 50 y los 55 grados, eso significa su muerte. Por esa razón se pasa el día encerrado en su concha, cuya arquitectura ha sido planeada por la naturaleza de tal modo que sirva para proteger al animal no sólo contra sus enemigos, que se alimentan de él, sino también contra el calor. Sus vericuetos espirales internos están llenos de aire que circula como un sistema de ventilación. Y siguen funcionando de manera automática, como si fuera una instalación de aire acondicionado, incluso cuando el caracol cae en su sueño estival, que puede durar hasta dos años.

Tras un período de lluvia el animal bebe y come en cantidades relativamente enormes y traga nada menos que 1 400 miligramos de agua. Su «casa» está instalada de tal forma que, durante el largo período de sequía y de sueño «estival», el caracol sólo consume 0,5 miligramos de agua. Esta forma de vida, de extrema austeridad, se compone de unos pocos días de vida activa, los que siguen a la lluvia, y a continuación dos años de pasiva superviven~

ia, en un estado de «sueño seco».

Lo que para el caracol es su concha, lo es para el marcoscelides probos cideus, un pequeño proboscidio de veinticinco centímetros de longitud, su pelambre especial. La zona de residencia de este animal es el desierto de Namib, en el sudoeste de Africa (una de las regiones más secas de la Tierra, con sólo 14 milímetros cúbicos de lluvia al año). Allí este insectívoro soporta temperaturas de hasta 58 grados centígrados a la sombra, es decir, superior a la que soporta el caracol del desierto. ¡Y heladas durante la noche!

Mientras el marcoscelides proposcideus está sometido a su estado de catalepsia, tiene un termómetro delante y otro detrás que actúan simultáneamente: en la cola y en el hocico. De acuerdo con la temperatura del ambiente, sus pelos se erizan o se pliegan, automáticamente, de modo reflejo. El efecto de la posición del pelo, que descubre una tonalidad distinta, puesto que la punta es de color castaño claro, es decir que rechaza los rayos solares, y la parte de abajo gris-negra o sea receptora de calor, determina la temperatura corporal.

Las ropas de los beduinos, que se doblan de manera distinta durante el día a durante la noche, son algo realmente primitivo si se las compara con este tipo de piel, adaptable, automáticamente, a las condiciones climatológicas.

El halcón del desierto y el cuervo campestre practican un novedoso método de lucha contra el calor. Uwe George ha observado: «Estas aves evitan el calor de las horas diurnas, elevándose en las zonas

más altas de la atmósfera, para lo cual utilizan las corrientes de aire cálido ascendentes. 


En los meses más ardientes del verano estos pájaros se pasan muchas horas del día planeando en las capas frías de la atmósfera a más de mil metros de altitud sobre el desierto.» 

Este planear en los vientos frescos de las alturas es muy agradable. Pero ¿qué puede hacer un ave que no puede refrescarse en las altas esferas porque tiene que incubar en las arenas del más ardiente de los Saharas? La respuesta nos la da la saxícola, un pájaro de la familia de los túrdidos que habita en

el desierto y que se ve obligado a incubar sus huevos sobre las peñas peladas, donde se podría freír un huevo. Para incubar, esta ave no necesita «Calentar» sus huevos sino refrigerarlos para evitar que se cuezan. Esta ave, que mide unos catorce centímetros, construye un perfecto sistema de refrigeración en el desierto, algo que podría parecer imposible de todo punto, pero que ha sido descubierto por el conocido investigador hamburgués Uwe George, un desertólogo.

La saxícola construye una difícil obra de arte, que comienza pocos meses antes de la incubación. La hembra transporta unas piedras tan pesadas como ella misma a un lugar que durante las horas más calurosas del día quede protegido por la sombra de una roca.



Necesita nada menos que 360 piedras con las que construye una pirámide, por el interior de la cual circula el aire. ¡Un nido de piedra! El objetivo es claro: conseguir enfriamiento por la corriente de aire. Pero eso no bastaría: El pájaro sabe elegir sus piedras y sólo usa unas de tipo calizo, muy poroso, en vez de las piedras lisas y sólidas típicas del desierto. La piedra caliza, arenosa, se satura durante la noche con la humedad del rocío. Durante el día esta agua se va evaporando y con ello produce el conocido frescor de la evaporación.

Un invento verdadermente genial. Este sistema de refrigeración exige mucho trabajo, pero una vez terminado su funcionamiento es totalmente automático.

El sistema de refrigeración natural del ser humano funciona por ese mismo principio de la consecución de frío mediante la evaporación. El hombre suda para no tener aún más calor. La gente que sabe lo que se hace no se seca el sudor de la frente, pues, al hacerlo así, se detiene el proceso de enfriamiento y el resultado es más calor y mayores sudores.

En el ser humano este método funciona a costa de un consumo gigantesco de agua. Un paseo a caballo por el desierto le cuesta a un hombre entre

seis y nueve litros diarios. Si no puede reponerlos después, se presenta la muerte por deshidratación. No debemos dejarnos convencer por los muchos estúpidos filmes de aventuras en los cuales el «héroe», antes de ponerse en camino con la intención de cruzar un desierto, llena rápidamente de agua su pequeña cantimplora. En realidad esa ración no le alcanzaría ni hasta la hora

del desayuno.

A esto se debe que los animales del desierto no suden, pese al enorme calor al que se hallan expuestos. En el punto medio entre estos dos extremos está el canguro, que sólo suda en el rabo. Si durante sus fatigosos desplazamientos a saltos necesita un mayor enfriamiento, mueve su larga cola, de un lado para otro, con vigor. Esto favorece la evaporación del sudor y el enfriamiento.

Los animales que habitan en el desierto tienen que ser muy ahorrativos con el agua. Tan pronto como cae uno de esos raros chaparrones, que transforma el erial en un jardín del Edén, floreciente de vegetación, durante unas tres semanas, los ayunadores abstemios se convierten en bebedores y comilones insospechados. Eso forma parte de su adaptación al desierto.

Un dromedario sediento puede beber en el transcurso de diez minutos ciento veinte litros de agua. Antes de empezar a beber tiene el aspecto fantasmagórico de un esqueleto, pero a medida que bebe parece irse redondeando, como si estuviera magníficamente alimentado, incluso en exceso, y se pone como un globo recién inflado.

Los legendarios depósitos de agua de los camellos no están en su joroba (ésta es un depósito de grasas, es decir, de combustible), ni tampoco en el estómago, como muchos escritores de novelas de aventúras insisten en afirmar.

Si alguien se pierde en el desierto y mata a su camello pensando que encontrará en él reservas de agua, se enfrentará con una amarga desilusión. 

El camello almacena el agua en millones de pequeños «tanques», es decir, en las células de todo el cuerpo, sobre todo en los glóbulos rojos. Mientras el animal bebe, el número de éstos se multiplica· por doscientos cuarenta.

Otros habitantes del desierto nos muestran otras invenciones de la naturaleza, en el terreno del aprovisionamiento de agua, no menos sorprendentes.

Por ejemplo, los polluelos de la gallina del Senegal, una pequeña gallinácea que habita en el desierto, morirían de sed si no se les llevara agua a domicilio, puesto que, por motivos de seguridad contra los depredadores, sus nidos, que se construyen en el suelo, están a una distancia de entre veinte y treinta kilómetros del manantial más próximo. ¿Cómo consiguen agua estos animalitos?

El ya citado investigador, Uwe George, ha descubierto que el padre vuela a primeras horas de la mañana al abrevadero. Una vez allí, echa a un lado las plumas externas de su pecho -como el mamparo de la escotilla del depósito de bombas de un bombardero- para dejar al descubierto el plumón esponjoso que se halla bajo ellas. Sumerge ese plumón en el agua para «cargarlo»;

cuando está bien empapado, vuelve a cerrar la compuerta y, como una esponja volante, se dirige, a ochenta kilómetros por hora, hacia el nido donde esperan los polluelos, que se colocan bajo él y beben el agua que todavía se conserva en los plumones esponjosos, como las pequeñas crías de cualquier mamífero beberían la leche de las ubres maternas.

Otros animales del desierto aún tienen que pagar un precio más duro por un poco de esa valiosa humedad. Hay dos tipos de tenebriónidos que viven en el desierto de Namib, en el sudoeste de África, que construyen «fábricas de agua», de un tipo muy especial, en medio de la arena del desierto.

En el rocío mañanero, esta especie de escarabajo se arrastra hasta un montecillo, en la cima de una duna desértica y, como si fuera un arado viviente, hace un surco en dirección oblicua al viento. Poco a poco la pequeña zanja se va oscureciendo, indicio claro de que allí se está posando algo de humedad. Poco antes de la salida del sol, el insecto allana la zanja y extrae de cada uno de los granitos de arena la delgadísima capa de agua que lo envuelve.

¡Un enorme trabajo para conseguir tan sólo unas cuantas gotitas de

agua!

El escorpión del Sahara, que en comparación con el tenebrio es un animal perezoso, recurre a su «nariz». Para los seres humanos el agua es totalmente inodora (afortunadamente, pues de no ser así todo nuestro medio ambiente estaría impregnado de su olor), pero para los habitantes del desierto una gotita de rocío en la arena tiene un penetrante olor. El escorpión al percibirlo sale de su· escondite, se bebe esa gotita de rocío y vuelve a esconderse.

Algunos viajeros se han sorprendido al ver que los elefantes indios de trabajo o monta, cuando tienen mucha sed caminan sobre el cauce de un río seco y de repente se detienen en un lugar determinado, que superficialmente  no se distingue en absoluto del resto del cauce seco, y allí empiezan a escarbar con las patas y los colmillos. ¡Y realmente acaban por dar con agua! Así no sólo se libran ellos de la sed sino que, en ocasiones, han sal vado a sus jinetes.

El enigma se aclara cuando se sabe que muchos de los animales que habitan en el desierto y en la estepa pueden oler el agua a distancia, como un perro un hueso enterrado.

Otros animales ni siquiera tienen que depender de su olfato para hallar agua, puesto que no la necesitan. La bebida se ha convertido para ellos en algo superfluo. No necesitan ingerir ni una sola gota de agua puesto que, por decirlo así, llevan. una especie de destilería que les permite obtenerla de las plantas totalmente secas por procedimientos químicos. Estos animales son, entre otros, la langosta y los ratones del desierto. Al respirar, es decir, al quemar hidratos de carbono en el cuerpo, se produce agua como producto secundario. Eso ocurre en todos los animales y en el hombre. Por lo tanto, lo maravilloso no es que esos animales del desierto lo hagan así: su mérito estriba en que no vuelven a lanzar al aire, de modo inmediato, esa agua producida químicamente.

Un experto, Kurt Schmidt-Nielsen, ha investigado cómo consigue este auténtico milagro la rata canguro (dipodomys) . En la laringe del animal se realiza de manera práctica el principio de la contrarreacción física. Debido al intercambio continuado de las dos corrientes de aire, la de salida, formada por el aire húmedo y ya usado por la respiración, y la entrada del aire seco recién aspirado, se produce en la laringe un descenso de temperatura. La consecuencia es que en las regiones más frías de la nariz se condensa el 70 por ciento del agua, producida químicamente, en forma de gotas que pueden ser asimiladas por el cuerpo.

Otros métodos igualmente incomprensibles para nosotros dan lugar a que, en pleno desierto, se produzca una auténtica orgía vital de la que son protagonistas las langostas del desierto. Esta experiencia resulta tan emocionante que creo vale la pena explicarla con detalle.

Estamos a 7 de junio de 1978, en la ciudad abisínica de Massaua; un día caluroso en uno de los más ardientes lugares de la Tierra. Alrededor de mediodía, sobre el mar Rojo se formaron enormes nubes redondas y amenazantesPero lo que esas nubes arrastraban a la costa africana no era una tempestad tropical, sino algo mucho peor: una plaga de langosta.


El sol se oscureció. Miles de millones de insectos del tamaño de un dedo golpeaban sobre los rostros de los hombres con la violencia del granizo. Una capa de insectos, que llegaba hasta las rodillas, cubrió las calles de la ciudad, los patios, los jardines y los campos de cultivo. Las palmeras vieron que sus palmas se quebraban, con un brusco crujido, bajo el peso de las langostas acumuladas en ellas. Y las madres tenían que cuidar de que sus hijitos pequeños no quedaran sepultados en sus cunas bajo una capa de saltamontes. 

Duró seis horas esta invasión de cigarrones, la octava plaga bíblica en el continente africano, procedentes de Arabia. A la mañana siguiente, las langostas habían desaparecido por completo y con ellas todas las hojas, los tallos, los brotes, todo lo que tuviera un color verde. La cosecha fue destruida en su totalidad. La pobreza, el hambre, la enfermedad, la miseria, la necesidad y la muerte cayeron conjuntamente con los males de la guerra, sobre los pobladores del país. Hasta las ratas y los ratones murieron porque no podían encontrar nada en absoluto con que alimentarse.

Desde que, en 1968, se logró apaciguar el horror de las plagas de la langosta, la lucha contra ese insecto sufrió una grave derrota, muy deprimente, tras la catástrofe de 1978. ¿Qué había pasado?

Desde 1965, los Estados africanos y del Sur de Asia se unieron en una excepcional colaboración, sin fisuras, para el mantenimiento de estaciones de aviso y ptevención de Ia plaga que se establecieron en gran número. Los especialistas más destacados colaboraron con los más modernos medios de observación, cotno satélites, radar y aviones de reconocimiento y fumigación.

Un solo avión de fumigación está en condiciones de aniquilar una tempestad de langosta formada por hasta cien millones de insectos. Esto suena como una operación gigantesca, mas para acabar con la plaga que penetró en África en junio de 1978 hubiera sido preciso un centenar de aviones de fumigación. ¡Tan numerosa fue la invasión!

En 1971 se descubrió en Tanzania una invasión de langosta relativamente pequeña. Pero los que la aniquilaron no se dieron cuenta de que el cinco por ciento de los cigarrones sobrevivieron, se organizaron en nuevos escuadrones y se multiplicaron posteriormente hasta convertirse en una auténtica plaga.

En esto puede radicar una de las causas del retroceso de la lucha en 1978, pese a toda la cooperación técnica y científica. Se puso en claro, en esa ocasión, que los satélites artificiales, los radares y los aviones sólo localizan los enjambres cuando éstos ya son excesivamente grandes, es decir que las medidas defensivas se producen con demasiado retraso para que su efecto pueda ser realmente positivo.

Paradójicamente, la multiplicación de la langosta se produce en un lugar en que no existe otro tipo de vida: en medio del Clesierto, desde donde parten, convertidas en miles de millones, para aniquilar millones de vidas y ampliar el desierto. ¡Un fenómeno tétrico, de una violencia primitiva, apocalíptica!

El origen de este azote de Dios ronda con el milagro mefistofélico.

Al principio, la langosta del desierto es un insecto individualista. El viajero que cruza a pie el desierto, casi no puede descubrirlas en los wadis, los cauces secos· de los ríos. puesto que se ocultan durante el día y sólo dan muestra de vida al atardecer.

El que allí todavía viva algo parece de todo punto imposible. Pero estos insectos conocen miles de trucos biológicos para sobrevivir en medio del Sahara o de los desiertos arábigos o pérsicos, pese al calor ardiente, el frío escalofriante, el hambre y la sed. No necesitan beber agua puesto que, como ya explicamos antes, posee una auténtica factoría de producción de este líquido vital.

A esto hay que sumar algo no menos sorprendente: poseen una «estación meteorológica» interna, posiblemente un sentido innato para detectar los cambios de la presión atmosférica, de un tipo especial.

Esta estación les comunica a los animales cuándo ha llovido en algún lugar situado en un radio de hasta varios cientos de kilómetros. Los insectos se dirigen, cada uno por su cuenta, en esa dirección y se unen a millares en el lugar donde cayó la lluvia, procedentes de los puntos más distintos.

En ese lugar del desierto, convertido de la noche a la mañana en un oasis de vegetación, se produce la primera transformación, casi mágica, de la langosta.

Hasta entonces habían vivido en lo que se llama un estado de "pubertad retrasada". Es decir, que habían prolongado su juventud varios meses.

Durante todo ese tiempo ni crecen ni alcanzan su madurez sexual. En tanto dura la sequía su reloj biológico se para o marcha muy lentamente y su vida es una especie de sencilio vegetar.

Cuando los cigarrones llegan a la floreciente vegetación del oasis producido por la lluvia, su vitalidad, retrasada hasta ese momento, tiene luz verde y se inflama como una voraz hoguera. Tras devorar una buena cantidad de plantas verdes, todos los insectos allí congregados adquieren su madurez sexual en cuestión de pocas horas, independientemente de la edad real que tengan al llegar.

De inmediato celebran su noche de bodas masiva. Cada una de las hembras pone unos cien huevos, precisamente en los lugares donde otras congéneres han señalado, con marcas olfativas, que el suelo tiene condiciones óptimas de humedad. De ese modo cientos de miles de huevos quedan en la arena, no sólo en los lugares más apropiados sino unos junto a otros.

Tres semanas después, el efecto de la lluvia desaparece y la región se convierte de nuevo en desértica, debido a la acción de los rayos de un sol ardiente. Pero ese corto tiempo ha bastado para que se verifique, de modo perfecto, la cría, y los nuevos nacidos se han convertido en insectos adultos. ¡Una adaptación sorprendente, sin lugar a dudas, de los procesos de crecimiento y envejecimiento a las condiciones vitales del desierto!

Poco después, se forma un enjambre relativamente pequeño. En los insectos nacidos allí se produce una gran transformación que afecta a la forma de su cuerpo, tamaño y color y los diferencia notablemente de sus padres. También su conducta se transforma radicalmente. Mientras que los padres eran saltadores individualistas, que, salvo en las épocas de aparejamiento, preferían vivir solos, los hijos de esta nueva generación, de este boom procreativo, gustan de la vida en comunidad. .

Así, el enjambre vuela en formación cerrada hasta una región desértica situada quizá a mil kilómetros de distancia, donde ha caído otra vez la lluvia.

Allí, tras una nueva boda colectiva, las hembras vuelven a dejar sus huevosen unos doscientos "nidos" por metro cuadrado. Como cada una de ellas pone unos cien huevos, poco tiempo después, nacen aallí, casi simultáneamente, nada menos que veinte mil larvas del tamaño de una mosca en cada metro cuadrado de suelo desértico.

Puesto que de momento no pueden volar, componen un ejército gigantesco de «soldados» de a pie que ocupa una extensión de hasta diez kilómetros de ancho por cincuenta de fondo. Como una marea viviente, avanza la masa de larvas, devorando todo lo que encuentren a su paso. En ocasiones avanzan formando varias capas que caminan superpuestas.

Tan pronto como se han metamorfoseado en adultos, lo que ocurre después de la quinta muda, pueden volar y se elevan sus primeras avanzadillas de reconocimiento en el desierto, para descubrir los lugares fructíferos situados en las cercanías, o incluso a grandes distancias, que dejan devastados.

En la actualidad un azote de Dios de ese tipo puede surgir en cualquier lugar del desierto arábigo, devastar grandes extensiones de campiña en Persia y Pakistán y retroceder de repente para llevar sus huevos y la destrucción al África oriental.

Hace años se descubrieron grandes enjambres de langostas en medio del Atlántico, a 2.400 kilómetros del continente. ·

La langosta del desierto puede mantenerse en vuelo hasta diecisiete horas consecutivas, todo el tiempo que le dura su "combustible", es decir, sus reservas de grasas. Si las nubes de insectos, que se han dejado arrastrar por el viento, al cabo de ese tiempo de vuelo sobre el océano no han descubierto todavía tierra firme, pueden posarse sobre la superficie del mar, si ·está en calma. Los primeros millones que caen al agua se ahogan y forman una especie de balsa para los demás miembros de su grupo. Y no sólo eso. Los ahogados ofrecen sus cuerpos como alimento a los supervivientes, pues esos insectos, vegetarianos en circunstancias normales, se convierten en canibales para conseguir fuerzas para poder abandonar ese «macabro portaaviones» y emprender de nuevo el vuelo.

La lluvia y la tempestad pueden destruir por completo una de estas oleadas enormes de langostas, sorprendida sobre el mar, en muy corto espacio de tiempo.

En tierra ocurre todo lo contrario: sólo un tiempo de prolongada sequía puede producir la aniquilación de uno de esos enjambres de langostas. El suelo se pone tan duro que la larva, al salir del huevo, enterrado a unos diez centímetros de profundidad, no puede abrirse camino por la dura tierra hasta llegar a la superficie. Así, el aquelarre desaparece sin dejar huella, tal y como se produjo.

Éstas son las contradicciones en su sistema de vida: los que surgieron en el desierto tienen que huir del desierto para continuar viviendo. Después convierten regiones de vegetación ubérrima en desiertos. Y cuando lo han conseguido y llega la sequía, se firma, con ello, el destino trágico de miles de millones de los componentes de una de esas grandes masas. La plaga, que en sí significa una auténtica catástrofe para la naturaleza, es destruida por una catástrofe natural.

Por el contrario, como se demostró con ocasión de la plaga de langosta de 1978, los medios humanos no son suficientes para su aniquilamiento. Un insecto, que se ha adaptado de manera tan fantástica al desierto, no deja que se le haga desaparecer del mundo con los medios de destrucción humanos. Fundamentalmente sólo puede aniquilarse por sí mismo.

Así, la vida acelera, en una orgía sin ejemplo, su propio ocaso. Las formas extremas de supervivencia en un mundo prácticamente muerto, como es el desierto, actúan, en su efecto final, también sobre el exterminio. Con esto la langosta del desierto le ofrece al ser humano un ejemplo escalofriante de cómo la vida en exceso puede llegar a provocar su propia destrucción.

Esa colectividad de miles de millones de insectos representa, al mismo tiempo, el penúltimo acto de la vida en una región de las biozonas terrestres que son las adelantadas de la fase de desertización final de nuestro planeta.

La superficie del planeta Marte nos muestra adónde conduce ese destino.

El último acto del destino de la vida puede ser algo así como nos muestra el ejemplo del cangrejo de las salinas (artemia salinas). En algún lugar, en medio de uno de esos desiertos gigantes del Oeste norteamericano, llueve por primera vez en los últimos diecisiete años. En varios sitios se forman pequeñas charcas. Pocos días después la vida mulle en ellas. De unos huevecitos, que a simple vista no pueden distinguirse de los granos de arena -y que precisamente grrcias a ese camuflaje se han librado de ser devorados-, nacen millones de estos pequeñísimos animales, los artemia salinas, vulgarmente conocidos como cangrejos del desierto o cangrejos de las salinas.

En el plazo de sólo doce días, es decir, el tiempo que suele durar una de estas charcas, crecen los, al principio, diminutos animalitos a un ritmo sin ejemplo, hasta alcanzar los tres centímetros de longitud, consiguen la madurez sexual, ponen un incontable número de huevos en la arena y mueren.

Al cabo de dos semanas las charcas se han secado de nuevo. La vida parece haber desaparecido por completo en su entorno, a muchos kilómetros a la redonda. Pero se conserva potencialmente en los huevos y espera hasta que, diez o veinte años más tarde, vuelva de nuevo, por casualidad, a caer por allí un poco de lluvia.

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