El Viejo y el mar. Ernest Hemingway. Capitulo 2

Marcharon juntos camino arriba hasta la cabaña del viejo y entraron, la puerta estaba abierta. El viejo inclinó el mástil con su vela arrollada contra la pared y el muchacho puso la caja y el resto del aparejo junto a él. El mástil era casi tan largo como el cuarto único de la choza. Esta estaba hecha de las recias pencas de la palma real que llaman guano, y había una cama, una mesa, una silla y un lugar en el piso de tierra para cocinar con carbón. En las paredes, de pardas, aplastadas y superpuestas hojas de guano de resistente fibra había una imagen en colores del Sagrado Corazón de Jesús y otra de la Virgen del Cobre. Estas eran reliquias de su esposa. En otro tiempo había habido una desvaída foto de su esposa en la pared, pero la había quitado porque le hacía sentirse demasiado solo el verla, y ahora estaba en el estante del rincón, bajo su camisa limpia. –¿Qué tiene para comer? –pregunto el muchacho.
–Una cazuela de arroz amarillo con pescado. ¿Quieres un poco?
–No. Comeré en casa. ¿Quiere que le encienda la candela?
–No. Yo la encenderé luego. O quizás coma el arroz frío.
–¿Puedo llevarme la atarraya?
–Desde luego.
–No había ninguna atarraya. El muchacho recordaba que la habían vendido. Pero todos los días pasaban por esta ficción. No había ninguna cazuela de arroz amarillo con pescado, y el muchacho lo sabía igualmente.
–El ochenta y cinco es un numero de suerte –dijo el viejo–. ¿Qué te parece si me vieras volver con un pez que, en canal, pesara más de mil libras?
–Voy a coger la atarraya y salir a pescar las sardinas. ¿Se quedará sentado al sol, a la puerta?
–Sí. Tengo ahí el periódico de ayer y voy a leer los partidos de béisbol.
El muchacho se preguntó si el periódico de ayer no sería también una ficción.
Pero el viejo lo sacó de debajo de la cama.
–Perico me lo dio en la bodega –explico.
–Volveré cuando haya cogido las sardinas. Guardare las suyas junto con las mías en el hielo y por la mañana nos la repartiremos. Cuando vuelva me contara lo del béisbol.
–Los Yankees no pueden perder.
–Pero yo les tengo miedo a los Indios de Cleveland.
–Ten fe en los Yankees, hijo. Piensa en el gran Di Maggio.
–Les tengo miedo a los Tigres de Detroit y a los Indios de Cleveland..
–Ten cuidado, no vayas a tenerles miedo también a los Rojos de Cincinnati y a los White Sox de Chicago.
–Usted estudia eso y me lo cuenta cuando
–¿Crees que debiéramos comprar unos billetes de la lotería que terminan en un ochenta y cinco? Mañana hace el día ochenta y cinco.
–Podemos hacerlo –dijo el muchacho–. Pero ¿qué me dice de su gran récord, el ochenta y siete?
–No podría suceder dos veces. ¿Crees que puedas encontrar un ochenta y cinco?
–Puedo pedirlo.
–Un billete entero. Eso hace dos pesos y medio. ¿Quién podrá prestárnoslos?
–Eso es fácil. Yo siempre encuentro quien me preste dos pesos y medio.
–Creo que yo también. Pero trato de no pedir prestado. Primero pides prestado; luego pides limosna.
–Abríguese, viejo –dijo el muchacho–. Recuerde que estamos en septiembre.
–El mes en que vienen los grandes peces –dijo el viejo–. En mayo cualquiera es pescador.
–Ahora voy por las sardinas –dijo el muchacho.
Cuando volvió el muchacho el viejo estaba dormido en la silla. El sol se estaba poniendo. El muchacho cogió la frazada del viejo de la cama y se la echo sobre los hombros. Eran unos hombros extraños, todavía poderosos, aunque muy viejos, y el cuello era también fuerte todavía, y las arrugas no se veían tanto cuando el viejo estaba dormido y con la cabeza derribada hacia adelante. Su camisa había sido remendada tantas veces, que era como la vela y los remiendos descoloridos por el sol eran de varios tonos. La cabeza del viejo era sin embargo muy vieja y con sus ojos cerrados no había vida en su rostro. El periódico yacía sobre sus rodillas y el peso de sus brazos lo sujetaban allí contra la brisa del atardecer.
Estaba descalzo.
El muchacho lo dejó allí, y cuando volvió, el viejo estaba todavía dormido.
–Despierte, viejo –dijo el muchacho, y puso su mano en una de las rodillas.
El viejo abrió los ojos y por un momento fue como si regresara de muy lejos.
Luego sonrío.
–¿Qué traes?–pregunto.
–La comida –dijo el muchacho–. Vamos a comer.
–No tengo mucha hambre.
–Vamos, venga a comer. No puede pescar sin comer.
–Habrá que hacerlo –dijo el viejo, levantándose y cogiendo el periódico y doblándolo. Luego empezó a doblar la frazada.
–No se quite la frazada –dijo el muchacho–. Mientras yo viva no saldrá a pescar sin comer.
–Entonces vive mucho tiempo y cuídate –dijo el viejo–. ¿Qué vamos a comer?
–Frijoles negros con arroz, plátanos fritos y un poco de asado.
El muchacho lo había traído de la Terraza en una cantina. Traía en el bolsillo dos juegos de cubiertos, cada uno envuelto en una servilleta de papel.
–¿Quién te ha hado esto?
–Martín. El dueño.
–Tengo que darle las gracias.
–Ya yo se las he dado –dijo el muchacho– No tiene que dárselas usted.
–Le daré la ventrecha de un gran pescado –dijo el viejo–. ¿Ha hecho esto por nosotros más de una vez?
–Creo que sí.
–Entonces tendré que darle más que la ventrecha. Es muy considerado con nosotros.
–Mando dos cervezas.
–Me gusta más la cerveza en lata.
–Lo sé. Pero esta es en botella. Cerveza Hatuey. Y yo devuelvo las botellas luego.
–Muy amable de tu parte –dijo el viejo–. ¿Comemos?
–Es lo que yo proponía –le dijo el muchacho–. No he querido abrir la cantina hasta que estuviera usted listo.
–Ya estoy listo –dijo el viejo–. Solo necesitaba tiempo para lavarme.
¿Dónde se lavaba?, pensó el muchacho. El pozo del pueblo estaba a dos cuadras de distancia, camino abajo. “Debí de haberle traído agua pensó el muchacho; y jabón y una buena toalla. ¿Por que seré tan desconsiderado? Tengo que conseguirle otra camisa y un jacket para el invierno y alguna clase de zapatos y otra frazada.”
–Tu asado es excelente –dijo el viejo.
–Háblame de béisbol –le pidió el muchacho.–
–En la liga americana, como te dije, los Yankees –dijo el viejo muy contento.
–Hoy perdieron –le dijo el muchacho.
–Eso no significa nada. El gran Di Maggio vuelve a ser lo que era.
–Tienen otros hombres en el equipo.
–Naturalmente. Pero con él la cosa es diferente. En la otra liga, entre el Brooklyn y el Filadelfia, tengo que quedarme con el Brooklyn. Pero luego pienso en Dick Sisler y en aquellos lineazos suyos en el viejo parque.
–Nunca hubo nada como ellos. Jamás he visto a nadie mandar la pelota tan lejos.
–¿Recuerdas cuando venía a la Terraza? Yo quería llevarlo a pescar, pero era demasiado tímido para proponérselo. Luego te pedí a ti que se lo propusieras y tú eras también demasiado tímido.
–Lo sé. Fue un gran error. Pudiera haber ido con nosotros. Luego eso nos quedaría por toda la vida.
–Me hubiera gustado llevar a pescar al gran Di Maggio –dijo el viejo–. Dicen que su padre era pescador. Quizá fuese tan pobre como nosotros y comprendiese.
–El padre del gran Sisler no fue nunca pobre, y jugo en las grandes ligas cuando tenía mi edad.
–Cuando yo tenía tu edad me hallaba de marinero en un velero de altura que iba al Africa y he visto leones en las playas al atardecer.
–Lo sé. Usted me lo ha dicho.
–¿Hablamos de Africa o de béisbol?
–Mejor de béisbol –dijo el muchacho– Háblame del gran John J. McGraw.
–A veces, en los viejos tiempos, solía venir también a la Terraza. Pero era rudo y bocón y difícil cuando estaba bebido. No solo pensaba en la pelota, sino también en los caballos. Por lo menos llevaba listas de caballos constantemente en el bolsillo y con frecuencia pronunciaba nombres de caballos por teléfono.
–Era un gran manager –dijo el muchacho–. Mi padre cree que era el más grande.