43 Don Miguel, el capellan
46 La hija del coronel
47 El comandante Gimeno
50 Y llegó Navidad
41 Los italianos
Poco movimiento había en el campo de concentración del Puerto de Sóller. Cada vez que entraba un nuevo preso, aquello parecía un gran acontecimiento. El que más y el que menos creía en la llegada de noticias "frescas".
Normalmente los pocos que entraban en aquellas fechas venían de otros campos de trabajo o de cárceles preventivas. Poca información, por lo tanto, podía esperarse. Pero la esperanza, las ganas de saber y de comentar, ponían el humano afán de creer hasta en lo imposible.
Y aquel día, aquella tarde de agosto de 1938, arribó custodiado desde Italia, pasando no sé cuantas cárceles, italianas y españolas, un marino, radiotelegrafista, que fue detenido junto con todos sus compañeros en un puerto italiano.
Nadie de los que estábamos en el campo le conocíamos. De momento, no soltó prenda alguna...
Por lo visto, como consecuencia de las malas condiciones a que había estado sometido, hasta la llegada al Puerto de Sóller, había contraído una afección bronquítica que, en poco tiempo, se convirtió en una crónica bronquitis asmática.
Gracias a Miguel Vicens se le habilitó un camastro en el porche a los fines de que gozara de mis mismas condiciones... Ya no estuve solo en aquella inmensa sala de techo inclinado y vigas roídas por el tiempo... Supe que era oriundo de sa Pobla. De buena y acomodada familia. Un poco brutote como muchos de sus paisanos, pero buena persona y, al parecer, con mucho sentido del deber y de la hombría.
Como en aquel porche estábamos solos, no podíamos molestar a nadie con nuestra charla, pasábamos mucho tiempo hablando. Normalmente era él quien llevaba la palabra. Era unos años mayor y, además, como consecuencia de su profesión, había corrido bastante, especialmente por el extranjero. No era lo que se dice locuaz, pero tenía una cierta gracia en sus relatos. Me contó anécdotas muy interesantes.
-En Italia -decía- el mismo día del levantamiento fascista en España los "camisas negras", se incautaron del barco y detuvieron a toda la tripulación. Ni siquiera preguntaron de qué lado estábamos ni quienes éramos...
Rodamos de calabozo en calabozo hasta llegar yo hasta este indecente cuchitril. Una noche le pregunté lo que había pasado sus compañeros de tripulación y me contestó:
-No lo sé. No tengo idea. Poco a poco nos fueron separando y aquí, que yo sepa, he llegado solo. Supongo que a los que tenían antecedentes políticos los habrán fusilado.
-¿Es posible que los italianos os entregaran? -le pregunté.
-Estos canallas de italianos son capaces de esto y mucho más. Ten en cuenta que Mussolini es un hombre sin moral. Un hombre que no tiene más creencia que lo que le es útil y fundamenta su doctrina en el mantenimiento de una clase de patricios que, como vulgares salteadores de caminos, no creen en más razón que la fuerza y la rapiña. No te extrañes de que los camisas negras se incautaran de nuestro barco y nos detuvieran a todos. Tampoco debe extrañarte que haya enviado cuerpos de ejército enteros...
Y pensando en voz alta exclamé:
-Cada día estoy más convencido de que, para que la República Española, pudiera llegar a estar rodeada de la luz del progreso, hubiera sido necesario haber llevado a la práctica, en todas sus consecuencias, la famosa frase de Saint-Just que afirma que "no hay libertad para los liberticidas" y para ello no quedaba más remedio que privar de libertad a todo aquel que se vale de la libertad para atentar contra la libertad.
-Bonito juego de palabras -me contestó y añadió- De haberse tenido en cuenta, se hubieran podido evitar muchos males. Probablemente, no se hubieran podido establecer los contactos de Mola con el extranjero, para el acopio de armas, y los hilos de conspiración, tramados alrededor de Calvo-Sotelo, hubieran sido cortados en el mismo momento de su nacimiento. Pero no fue así...
- Mi compañero tenía razón.
Me quedé pensativo. Inquieto ante el futuro . Poco a poco se iba perfilando en mi intelecto el presentimiento de que se había perdido la libertad para mucho tiempo. Tendrían que pasar varias generaciones sin conocer este preciado don... A este don que nos da categoría de hombres. Me asustaba ver a un pueblo caminar hacia su propia ruina.
Me asustaba el empezar a tener la convicción de que, ante tanta sangre derramada, se había alzado una caudillaje que con toda seguridad, tal y como se presentaban los acontecimientos, eliminaría unos y a otros.
Un caudillaje que tuvo la suficiente osadía, aplaudida por unos clérigos y tolerada por otros, de atribuirse la representación de Dios y, cada vez que entraba en el templo, lo hacía bajo palio. Los obispos le daban incienso, mucho incienso...
Un caudillaje mediocre para hombres mediocres...
-¡A formar! ¡A formar! -gritó el sargento de semana.
-¡Venga, cabo! ¡Venga, sáquelos de su covacha!
En menos de tres minutos toda la Compañía estaba preparada en aquel trozo de carretera que servía de patio cuartelero.
Acompañado del teniente, jefe del Campo, venía charlando juntamente con el capellán del Destacamento, el teniente coronel, jefe de Campos de Concentración de la Isla.
Unos pasos antes de llegar a la formación de concentrados, el sargento se adelantó a los que llegaban, los saludó militarmente y esperó órdenes.
El teniente coronel cogió el papel que le tendía el teniente, jefe de la Unidad, y empezó a llamar gente. A cada unode los que nombraba, el sargento lo hacía pasar a otro pelotón que quedaría formado por los que integraban aquella relación. Una vez hubo llamado el último de los once que constituíamos el nuevo pelotón, entre los que nos encontrábamos, además del oficial de la Marina Mercante detenido en Italia, Luis Stengel y yo. El sargento, después de alinearnos en una sola fila, uno al lado del otro gritó:
-¡Firmes!... ¡Ar... mas! -y volviéndose al teniente coronel, se cuadró y le dijo -¡A sus órdenes!...
Porras, que por lo visto así se llamaba el teniente coronel, se colocó en uno de los extremos de la fila y, a base de paso lento, fue de un extremo al otro extremo. Se paraba un momento ante cada uno de nosotros. Todo era silencio. No se oía más que el piar de algún pájaro...
De pronto, terminada la cínica operación de escudriñamiento, se colocó más o menos en el centro y, con ademanes de mal comediante, exclamó:
-¡Miguel Simó!
¡Presente! -contestó el marino.
- He tenido el disgusto de recibir a dos señoras. Una la madre de usted y la otra su tía. Las dos avergonzadas de tener un hijo y un sobrino indigno. Un rojo... Estas señoras le han salvado a usted esta vez, pero vaya con mucho cuidado, pues a la primera le hago fusilar...
-Yo estaba en Italia y no sabía...
-¡Cállese, canalla rojo! -le interrumpió- y no haga sufrir más a estas dos señoras.
Y dirigiéndose a los demás, a los que formábamos aquel pequeño pelotón, separado del grueso de los otros presos, y nos increpó:
-Y a vosotros, presumidos intelectuales, pocas cosas tengo que deciros. Lo único, lo esencial, es comunicaros que me respondéis de todos estos indicando con la mano a la formación que constituía el grueso de la Compañía de trabajadores-. Vosotros sois los que habéis maleado a estos pobres muchachos, llenándoles la cabeza de pájaros.
Vuestra demagogia los ha envenenado. Ellos hubieran constituido el mundo del trabajo, que es la mejor riqueza del hombre honrado. Y vosotros les habéis inculcado la falta de respeto a los superiores, al mismo tiempo que les habéis prometido el amor libre. Vosotros, hijos bastardos de Lenin, me responderéis de todos ellos. Cualquier desaguisado en este campo que llegue a mis oídos será el motivo de que os haga fusilar a todos vosotros.
Se volvió al sargento y le dijo que ordenara romper filas... Y se fue como había venido, acompañado del teniente y de Don Miguel el rústico cura...
Al romper filas, Miguel Simó, me cogió por un brazo y bajito, muy bajito le oí decir:
-Asesinos más que asesinos...
No había equivocación alguna. No podía haberla... Aquel teniente coronel Porras, no podía olvidar en ningún momento que pertenecía a la "trup" de los que habían asaltado al Estado de Derecho que, visto bajo cualquier doctrina jurídica y hasta religiosa, era la República; y, como consecuencia de lo que sin duda llevaba dentro y perfeccionando con las enseñanzas de un García Ruiz, de un marqués de Zayas, junto con aquel funesto Mateo Torres Bestard que había sido, por su categoría militar de comandante de Infantería, ayudante de Franco y uno de los peones relacionados con la conspiración...
Además, Porras, antes de la sublevación, ya había tenido algunas entrevistas con el jefe de la "C.E.D.A." Luis Zaforteza, Marqués del Verger y, después del golpe que inició la guerra estuvo en contacto directo con el jefe de policía de Falange, Francisco Barrado Zorrilla y con el falangista Emilio Manera Rovira que dirigían, entre otros, un poco más ocultos, a las pandillas de falangistas que salían por las noches a torturar y a matar gente...
Éste era el teniente coronel Porras, jefe de los campos de concentración militar de la Isla, llamados "Unidades de Trabajadores".
Éste era el que llamaba a Miguel Simó, indigno hijo...
Éste era el que, como insulto, nos llamó: ¡Presumidos intelectuales!
A la terminación del rancho y mucho antes del toque de queda, fui llamado por Don Miguel, capellán del campamento, al que si bien le habían estampillado una estrella de alférez, seguía siendo un cura de aldea. Latín había aprendido el suficiente para decir misa y, además, se supone que a su paso por el seminario, había visto alguno de los textos de la Eclesiástica; pero, a pesar del latín, de la estrella de oficial y de lo que pudiera haber dicho San Agustín, San Juan Damasceno y lo que afirmara Santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica, no llegó a comprender el dualismo o distinción entre Dios y el mundo. Para él no existía más que una correlación jerárquica y, por lo tanto, él, que se había colocado en la parte alta de la jerarquía, era el que representaba el poder y, en España, por designio divino, sería ejercido por un caudillo, apoyado por la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini, así como, a la vez, obligada coacción espiritual, por la Pastoral de los Prelados españoles hecha pública el mes de julio de 1938 que, en el fondo, obligaba a los católicos a sumarse a prestar apoyo al Movimiento y a su caudillo.
De todas formas hay que convenir que el curita no era mala persona. Era, simplemente, el resultante de un adormilamiento de un cerebro desde su tierna infancia. Había aprendido un montón de cosas, pero no había digerido ninguna.
Fui a verle tal y como se me había ordenado y, como amable recibimiento, me dijo:
-¿Supongo que no te has molestado?
-¡Que va, Don Miguel! No faltaba más -le respondí.
-Bueno. Dime... ¿Qué ha pasado para que el teniente coronel Porras, estuviera tan enfadado?
-No sé don Miguel. ¿Por qué no se lo pregunta a él? -le respondí.
-Estaba muy enfadado con éste que han traído recientemente. ¿Tú sabes la actividad que desarrollaba por Italia? He llegado a pensar si era un espía...
-¡Don Miguel! -le interrumpí- ¿Sabe usted lo que dice? Es marino y el día que estalló el movimiento, su barco estaba en puerto italiano, como hubiera podido estar en Indochina o en el Japón...
-¿Pues por qué le detuvieron? Según ha dicho el teniente coronel, a la mayoría de compañeros les han fusilado. Eran comunistas... Es de buena familia y se ve que la influencia le ha salvado y, si es así, menos comprendo que sea comunista.
-¡Ya salió! ¿Cómo sabe usted que es comunista? -le repliqué imponiéndome a mi propia indignación.
-La gente lo dice -se encogió de hombros y añadió -yo que sé.
-También a Pilatos le dijeron que el hombre que tenía ante sí, era un impostor ¡Venga, Don Miguel!, que tanto usted como yo creemos en Dios, no en un dios.
-Yo sí -me contestó y después de una breve pausa, muy bajito, añadió- Ahora tú, lo pongo en duda...
-Usted es libre de pensar lo que quiera, pero le diré que podemos ser hermanos más o menos separados pero, en definitiva, hermanos... En fin ¿por qué ha llamado?
-No, nada, pero sí, quería hablar contigo...
-¿De qué?... Diga de lo que se trata, por favor -le respondí, intrigado por aquel tono de voz inseguro y balbuceante.
-Bueno, te lo diré -ya un poco más seguro añadió- Tú sabes que la semana entrante es la Purísima y yo había pensado que fuerais todos a confesar y comulgar. El año pasado, en Alcudia, fuisteis todos. Este año quisiera que hicieráis lo mismo y más teniendo en cuenta lo que ha hecho el Teniente Coronel. Sería una forma de quedar bien conmigo y demostrarle a él que vais por el buen camino.
-No cabe duda, Don Miguel. ¿Pero, yo qué tengo ver con todo esto?
-No te hagas el tonto -me increpó cariñosamente y añadió-
si tú quieres puedes convencer a muchos. Debes convencerles...
Y se fue, hablando...
Y yo me di perfecta cuenta de que al curita no le importaba el alma de ninguno de nosotros. Sólo le importaba su vanidad ante sus superiores jerárquicos. Todo respondía a una vertical. Era el clásico cura encuadrado en el régimen y, como tal, se sentía parte integrante de las escalas jerárquicas de la dictadura naciente y tenía, por lo tanto, la obligación de poner toda su capacidad de modelador de almas, aunque no fuera más que a base de resultados superficiales, pero que al exterior pareciera reales, y yo, al escucharle, pensaba que el éxito de lo que se lograra en una voluntaria comunión de todos los presos, representaría un sentimiento colectivo de un miedo que sólo serviría para que, cada uno individualmente, se avergonzara de sí mismo y dudara de los demás...
Y yo le escuchaba y me reía interiormente, puesto que pensaba que aquel hombre que no había conocido más que las habitaciones interiores de la carbonería, donde sus padres detallaban, a menudo, el poco carbón que les permitía mal vivir y las frías y destartaladas dependencias del Seminario, se había hecho la ilusión y, por lo tanto, creía firmemente
que, por el mero hecho de haberse metido dentro de una sotana, soltar cuatro latinajos a base de frases hechas y asustar a las beatas con la amenaza del fuego eterno, al añadir una estrella de alférez, adquiría la suficiente categoría, para organizar una misa de comunión general, no en honor de la Madre del Nazareno, sino en beneficio propio... Él, sólo él, podía presentarse ante el Obispo y éste, aún a sabiendas de que se trataba de una pueril paradoja, tendría que felicitarle. Felicitación que, a la vez, el Obispo también aceptaría de otras jerarquías. Pero yo pensaba que aquel curita, para el modelaje de almas era solamente un mal aprendiz de escultor y la materia a tratar era dura...
Él, el rústico de Don Miguel, no se daba cuenta de que los que habíamos quedado, los que no habíamos sucumbido, habiamos aprendido de los otros, de los que habían caído asesinados, con o sin farsa procesal, que el fundamento ideológico de la verdad y el derecho que llevan consigo el amor a la libertad que Dios no tan sólo reconoció, sino que dio al hombre, como ser creado a su imagen y semejanza, debe ser defendido en cualquier momento.
Por otro lado, había que tener en cuenta que el capellán que tuvimos en el Cap Gros, nos hizo muchos favores. Nos facilitó la entrada hasta de cartas y documentos sin pasar por ninguna censura. Se preocupó del problema particular de cada uno de los presos y ayudó, con todas sus fuerzas, a todo aquel que necesitaba ayuda, sin preguntarle cuales eran sus creencias religiosas o políticas. Era hombre simple, deportivo y alegre, pero detrás de toda esta apariencia se perfilaba el intelectual y, como Saulo al sentir la llamada de Cristo, se había desposeído de todo sentimiento de orgullo y de vanidad personal... Y allí estaba él, con toda su señorial sencillez y allí estábamos nosotros, de acuerdo o en desacuerdo, para ver y apreciar lo que había de verdadero, de bueno y de útil en el ejercicio de su ministerio y bastaron pocas palabras para comprender que debíamos corresponder a un hombre de bien.
Nos pusimos de acuerdo y el día de la Purísima no quedó ni uno que no tomara el pan del Señor. El alférez cura había quedado en buen lugar ante sus superiores. Lo agradeció, pero como persona inteligente, no lo creyó...
-Qué lástima -me decía una tarde- que entre los dos bandos, el Clero haya tomado partido por uno...
Y mientras yo seguía pensando y comparando momentos y situaciones de unos y de otros, Don Miguel, seguía hablando, hablando...
La tarde, víspera de la Purísima, al llegar de retorno de los tajos de la carretera, vimos a don Miguel con cinco o seis curas más, charlando cerca de la entrada del chalet en que se alojaba la oficina del mando.
Al romper filas le pregunté al cabo Bennasar si se había fijado en el detalle de tanto cura. Me respondió que, según le había dicho uno de los sargentos, habían venido para ayudar al "pater" a confesar a toda la Unidad. En efecto, media hora, aproximadamente después de haber llegado, tocaron a formar... Una vez formada la Compañía, el sargento ordenó posición de descanso y don Miguel, el alférez cura, se dirigió a todos nosotros y dijo: Seré breve, puesto que el tiempo apremia. Todos comprenderéis que si yo, totalmente solo, tuviera que confesaros a todos, sería no diré imposible, pero muy largo. Para evitar, por lo tanto, tardanzas y molestias, he pedido a otros padres que me acompañen en esta tarea y se han puesto a vuestra disposición. No importa deciros que mañana es la Purísima, día que tenemos que aprovechar para ella, a la Madre de Dios, darle las gracias de que nos conserve vivos, puesto que son muchos los que han sucumbido, víctimas de la metralla roja. Así es que, por el orden que el sargento indicará, podéis salir a repartiros entre los padres. -¡Sargento! hágase cargo y cumpla lo previsto.
-Sí, señor -le contestó el sargento y volviéndose hacia nosotros exclamó -¡Fir ... mes! ¡Ar ... mas! ¡Rompan filas! ¡Armas!
Una vez rota la formación, sin que se oyera ni siquiera una simple palabra, cada uno de los presos, entró en el viejo caserón. Cada uno fue directamente a su camastro. No se oía ni el más leve ruido. Todos callaban, callaban...
A la hora de costumbre, se tocó a rancho . Y, como de costumbre, cada uno salió con su abollado plato de aluminio para que, en fila india, llegar a la "perola" para su llenado.
Poco tiempo después se tocó retreta y casi a continuación se tocó silencio.
Desde el porche, miré por una de las ventanas que daban al Puerto. Contemplé los reflejos plateados al fundirse los rayos de la luna sobre las tranquilas aguas... Sobre ellas distinguí, una bella sombra que, al mirarla, imprimía un ético sentido, un transcendentalicio sentido de lo cristalino... Me dio la sensación de que otra vez se expulsaban los mercaderes del templo... Y seguí mirando, buscando a la figura que se perfilaba como tenue nebulosa, transparente, de cristal y tuve la seguridad de ver, una vez más, a mi madre, a la Madre de todos... Me volví. Me habían dado un golpecito en la espalda. Era mi compañero de habitación, el marino que compartía, también por asmático, el porche conmigo.
- Le hemos fastidiado a base de bien -me dijo, soltando una carcajada.
- Nadie se ha confesado. Que ridículo ante los otros curas.
Y seguí contemplando los fantasmagóricos rayos de luna al fundirse sobre el mar y me convencí de que la Madre, la Madre de Dios, me miraba con gesto piadoso y yo, en lo más hondo de mi ser, con toda mi alma, le decía y le repetía: Madre, madre mía, perdona la mala pasada que hemos jugado a este infeliz de don Miguel...
A la mañana siguiente, día de la Purísima, hubo misa como cualquier otro domingo, pero el rancho fue peor y más escaso que cualquier otro domingo...
Todas las noticias que llegaban eran malas. La guerra estaba definitivamente perdida... Aunque yo, al igual que muchos de mis compañeros, llevábamos bastantes meses, quizás más de un año esperándolo, así y todo, nos costaba trabajo creerlo... La evidencia de los hechos, chocaba con los particulares sentimientos de cada uno de nosotros... Las pocas dudas que había tenido quedaron totalmente desvanecidas, al establecer contacto con los prisioneros llegados de Illetes, como consecuencia de haber sido apresados los mercantes J.J.Sister y Jaime II. Aquellos hombres, justificaban que ya en el verano de 1937 los submarinos italianos torpedeaban a los barcos de países neutrales que se dirigían a cualquiera de los puertos controlados por la República y que las notas y demandas presentadas por el Gobierno caían en saco roto, puesto que, tanto el gobierno ingles como el francés, temían molestar a los dictadores de Italia y Alemania, al extremo que se llegó a torpedear de tal manera a la República, que no quedó más remedio que, entre las diversas peticiones que se formularon a la Sociedad de Naciones, una de ellas fue la devolución íntegra al gobierno español el derecho de procurarse libremente todo el material de guerra que estimase necesario; pero, no tan sólo no se logró el cese de obstaculizar, en todo y por todo a la República, sino que Inglaterra se decidió a pactar con los dictadores y enviar emisarios a los facciosos y, no hablemos el Vaticano que reconoció a la Junta de Burgos y nombró, oficialmente, embajador.
Pero, aún a pesar de todas las convicciones dimanantes de unos hechos más exteriores que interiores, no llegaba a creer, aún viéndolo, que la República, tan joven y tan bella, pudiera fenecer... Lo sabía. ¡Sí, lo sabía!... pero me resistía a creerlo...
No sé si sería que, por temperamento, mentalidad o forma de ser, había nacido libre. La cuestión es que en mi psiquis, en mi intelecto, se habían formado unas defensas, al igual que en las existentes para apartar al hombre de la obsesión de la muerte que, aún a sabiendas que hay que morir por el hecho de haber nacido, no se pasa la vida bajo la amargura que proporcionaría la espera continuada de tal verdad.
La razón de los hechos me aseguraba que, con más o menos agonía, con más o menos sufrimientos, la República había sido herida de muerte; pero el instinto de retener a la libertad que, en el fondo representa el alimento necesario para conservar la propia dignidad de hombre, me hacía aferrar, con toda mi fuerza, a la que ya no era más que un bello recuerdo...
El recuerdo de un ramillete de hombres, cuyo único pecado fue el no haber tenido en cuenta, precisamente por oposición a los partidarios de la violencia, el axioma de Saint Just que afirma que "Los que hacen las revoluciones a medias no hacen sino abrir su propia tumba".
Y me acordé de aquellos hombres y, una vez más, admiré el pacto de San Sebastián que, además de ser un pacto entre caballeros, había abierto las puertas de par en par al progreso democrático y la República llegó por caminos alfombrados de flores, de muchas flores y nada más.
El levantamiento, la "Cruzada por Dios y por la Patria", llegó sin flores. Llegó con mucha sangre, con mucha...
Aquí está la diferencia, entre un 14 de abnl y un 18 de julio
Y, en todos los aspectos, cada día peor... La guerra de hecho perdida, lo que significaba que los sargentos Y todo el engranaje que nos rodeaba, a medida que pasaba el tlempo fuera más difícil de aguantar...
La comida pésima. Una escasa bazofia que ni los perros, como no estuvieran hambrientos tanto como nosotros, hubieran sido capaces de tragar... Estábamos escuálidos, totalmente flacos, macilentos, puesto que, además de lo poco que enviaban (Dios sabe a base de cuantos sacrificios) algunos familiares de presos, o no llegaba nada o, según quien estaba de guardia, llega algo, pero poco, siempre poco. Imperaba un total latrocinio y, enlre el robo a la consignación y el robo particular del que eran objeto los presos, la "institución correctora" se había convertido en una academia para la formación de tuberculosos y la verdad es que pocos años después dio sus frutos... Luis Stengel, Gabriel Pujol y tantos y tantos otros murieron tísicos perdidos...
Y, por si fuera poco, aquel mes de noviembre, humedo y triste, caí enfermo...
Miguel Vicens, con todo el ceremonial de un alquimista de La Edad Media y con todos los ritos de los brujos curanderiles, me hacía tragar horribles brebajes a base de hierbas al mismo tiempo que, mediante una moneda que sostenía un pequeño algodón impregnado de alcohol, al que pegaba fuego, al mismo tiempo que lo ahogaba con un vaso al revés, improvisaba una tanda de aplicaciones sobre el pecho y la espalda; a esto le llamaban ventosas y, entre las tisanas y las ventosas me salvó...
Nadie me dijo lo que tuve, pero a pesar de no tener conocimiento médico alguno, tuve la convicción de haber agarrado una bronquitis de padre y muy señor mío. Todo ello, por si fuera poco, sobre una crónica afección asmática.
Se ve que estuve varios días mal, muy mal, al extremo que, en mis fiebres altas, soñé que el tiempo quedaba parado... Soñé que yo, como fluido pensante, quedaba totalmente separado de la frágil materia y que, cual espíritu empujado por la explosión producida por la reacción de un aprisionado sentimiento cargado de razón, ante la falta de toda clase de escrúpulos de unos hombres agrupados en sector y caudillaje que, en definitiva, para poder ejercer el mando sobre sus conciudadanos, no dudaron en promover una guerra fraticida sin importarles si, al mismo tiempo, servía de campo de operaciones de los sueños de conquista emprendidos contra los valores que las democracias tenían el deber de respetar y defender; puesto que la guerra en España, representaba una primera escalada en el pretendido dominio de Europa... y yo, en mis sueños, amenizados por la alta fiebre, me sentía espíritu desprendido de aquella carroña que constituía mi cuerpo enfermo, de aquel pecho bronquítico y asmático. Alérgico a la humedad y a la esclavitud, para volar, como los ángeles, en busca de la libertad...
Y, al dejar el cuerpo en aquel porche, en aquel indecente cuchitril invadido por los chinches, pude salir, si no en cuerpo al menos en alma, de la farsa preparada y montada por la caverna, para entrar en la realidad histórica en que se debatían los sentimientos de un sueño en contraposición con la tragedia vivida por un pueblo que prefiere morir a perder la libertad que había conocido el 14 de abril de 1931...
Y esta constitución etérea, alma o espíritu separado, decantado de las inmundicias de la materia era, en esencia, todo intelecto que cabalgaba sobre los hechos y, a la vez, volaba por encima de las fronteras de los mismos, para formar un sentimiento de culto a la verdad, de amor a la democracia y, como consecuencia, apartar todo lo que representara opresión o esclavitud del pensamiento humano...
Y, mientras el cuerpo martirizado por distensiones bronquíticas, por el moho metido en los pulmones en combinación con un campo alérgico abonado para toda clase de alteraciones, el alma volaba, aunque en febriles sueños, muy alto... y, en estos vuelos con toda amplitud de miras y gran perspectiva, se divisaban hechos y hombres en pretérito, en
presente y, como corolario, hasta en futuro y, ante tal visión, sentía la diferencia entre la fuerza del pensamiento como esencia de justicia y la fuerza de las armas y, otra vez, recordaba la dialéctica, amparada por razones de mucho peso de que el jefe del Partido Conservador monárquico, don José Sanchez Guerra, hiciera gala en el Teatro de la Zarzuela, llelgando a definir su propia actitud con unos versos del duque
de Rivas:
"No más abrasar el alma
en sol que apagarse puede,
ni más servir a señores
que en gusanos se convierten"
Y así seguía viendo, palpando las reacciones de todos aquellos insignes monárquicos, unos sin rey como el famoso abogado Osario y Gallardo, otros pasados al campo republicano como Alcalá Zamora y Miguel Maura, al mismo tiempo que contemplaba la trayectoria del socialista indalecio Prieto, una de las primeras figuras, quizás la de más agudizado realismo político o de Manuel Azaña, hombre discutido, pero que la Historia catalogara como uno de los talentos más preclaros...
Y, entre tantos y tantos otros, se levantaban los intelectuales al "servicio de la República"; Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset, Ramón Pérez de Ayala...
Y, en todos aquellos febriles momentos, el alma, el alma mía, desprendida del cuerpo, oía a un Jefe de Estado, declarar ante las Cortes Españolas: "Os entregamos la República con las manos limpias de sangre y de codicia... " Y a la vez me preguntaba con gran tristeza: ¿Podrán los sublevados justificar el derroche de tanta sangre vertida? ...
La fiebre bajó. Me puse, a juzgar por el termómetro, bastante bien, pero los ataques de asma se iban sucediendo uno tras otro. La influencia de los calmantes duraban poco tiempo...
Me vio el médico que teníamos asignado al Campamento que, dicho sea de paso, nos visitaba cada mes o mes y medio y, además, lo hacía con tanta rapidez y era tal su despiste y abulia, que el fármaco que recomendaba para uno muchas veces correspondía al diagnóstico de otro. Así estaban las cosas.
Después de verme a mí, habló unos pocos minutos con Miguel Vicens y firmó un papelote que fue entregado al Sargento de Semana. Me asusté, pues supuse que, al creer que estaba tan mal, me enviaba a morir al Hospital Militar.
A los tres dias de haberme visto el joven médico, habilitado de alférez, fui trasladado a Palma. Me habían escoltado durante todo el tiempo que duró el trayecto, dos soldados y un cabo con su correspondiente armamento. Me entregaron al oficial de guardia del Hospital Militar.
Al poco rato, otro cabo y dos soldados de Sanidad, me acompañaron hasta un calabozo habilitado, por lo visto, para presos enfermos y, de pronto, me encontré detrás de una puerta de hierro con una pequeña mirilla, en donde el centinela que, con bayoneta calada, custodiaba fuera, miraba cada vez que se le antojaba...
Me encontré en aquel pequeño recinto, con dos hombres; mejor dicho, con dos piltrafas humanas: Uno de unos cincuenta o más años, medio vestido de carabinero y que apestaba a orina vieja, lo que no era de extrañar, puesto que la expulsaba del cuerpo mediante un tubo que le habían colocado en la barriga y, el otro, un jovenzuelo, loco de atar, que cogió la palabra y no la soltó hasta muy entrada la madrugada.
-¿También eres de los que han traído de Ibiza? -me preguntó.
-No -le contesté.
-Pues, ¿por qué te han traído? -me replicó.
-No lo sé -le dije un poco molesto por lo que yo creía un síntoma de desfachatez del interrogante.
-Nadie sabe el motivo por el que le encierran -contestó despacito y después, alzando la voz, añadió- Yo sí que sé por qué estoy aquí... Son unos indecentes. Ella me seduce... ¡Sí, como lo oyes! Y me meten a mí en Illetes. Después me dan por loco y me traen a este indecente calabozo y aquí estoy con este viejo que, a pesar de ser rojo, mea de azul...
Yo le contemplaba con temor no exento de curiosidad. No cabía duda de que aquel hombre joven, muy joven aún, si no estaba totalmente loco, poco le faltaba...
En aquel calabozo pasé toda la tarde y a las siete o un poco más, no mucho, se abrió la puerta para dar paso a una cena que a mí me pareció un banquete. Pedí para ir a evacuar y, acompañado de un centinela con bayoneta calada, llegué a un mal retrete, en el que necesariamente había que ponerse en cuclillas... Volví al calabozo y el viejo carabinero estaba ya medio dormido. Por lo visto mi presencia le tranquilizaba. Se sentía más acompañado, menos sólo, ante aquel perturbado mental...
Yo fui, por lo tanto, el blanco de aquel jovenzuelo que, según él, había sido seducido por la hija de un coronel...
No sé si fue el seductor o el seducido. Lo único que pude entrever fue, simplemente, que aquel individuo, físicamente un hermoso animal, en cuanto a mentalidad constituía el resultado producido por un desfase, un desequilibrio entre el exceso de raciocinio o inteligencia natural, de conocimientos básicos y el contraste de los medios en que se había desarrollado. Una niñez miserable y sin principios... Un ser que llega a la adolescencia con el complejo del que no es y, sin embargo, le sobra talento por haber podido ser... Uno de tantos hijos, nacidos dentro de la plena miseria, a los cuales la natura predispone para ser parias conformistas, engendrados y engendradores, en sus baratos y soeces espasmos amorosos, de la porquería humana destinada a engrosar el número de esclavos que pululan por las junglas del asfalto de nuestras ciudades... Pero él, al no conformarse del medio en que había nacido, fue en busca de su propia e individual emancipación. De momento, por el camino de que fuera y como fuere. Había que huir de la miseria y de la esclavitud y sólo educándose se podía conseguir, pero para educarse se necesitaban medios y había que conseguirlos...
De limpiaplatos en un restaurante pasó a medio camarero. Era joven y guapo y una "madame" le protegió. Ella, de bastante buen ver aunque otoñal, quería un "macho" fino y le pagó trajes y estudios... Cuanto más se educaba, más convencido quedaba de lo difícil que resultaba salir de la esclavitud, de la tiranía de los clanes dominantes y llegó a la convicción de que no se podía dejar de ser esclavo sin convertirse en esclavizador; pero, como él no servía para ello, lo único que había logrado era el haber salido de una esclavitud para entrar en otra. Del vasallaje de la miseria y de la ignorancia había caído en las garras tutelares de aquella explotadora de furcias.
Todo ello me lo iba exponiendo como si estuviera descargándose de un gran peso. No tan sólo ponía un gran calor en sus palabras, sino que, a la vez, lo hacía a base de una retórica, no exenta de razones muy particulares, totalmente subjetivas, pero que hacían presumir la existencia de una gimnasia intelectual. Gimnasia que, probablemente había ido paulatinamente, cayendo en la locura ...
-Estudié cultura general, latín y humanidades y en sueños llegué a ser libre; pero, al despertar, era esclavo de aquella fogosa hembra. Sin darme cuenta me había convertido en un vulgar "macarroni". Ya estaba marcado para siempre. Sólo en ciertos lugares se me admitía y, en los que a mí me hubiera interesado se me hacía el vacío.
Y charlaba, charlaba... Y, a pesar de hacerlo con bastante tino, no era difícil darse cuenta de que aquel hombre era un desquiciado. La mirada huida y el tono de voz, en algunos momentos, tenue e inseguro. En otros fuerte y colérico, pero siempre resentido, acomplejado ...
A mí me horrorizaba el pensar en la lucha que debía entablarse en el interior de aquel chico. Pero, entre toda aquella charla, no había dicho el motivo de encontrarse allí; puesto que, si bien asistía muchas noches a una tertulia en donde, normalmente, no faltaban los periodistas Juan Alomar y Miguel Ángel Colomar. Él no era político, ni mucho menos.
Le interesan, simplemente, las ingeniosas charlas de Alomar y la libre y estrafalaria poesía de Colomar...
-Pero... ¿Cuál fue el motivo de tu detención? -le pregunté, empujado por la curiosidad.
-La historia es corta y vulgar. Mira -me contestó con voz serena, tranquila...- El domingo en que nos levantamos unos de cama y los otros contra el Estado, al salir a la calle me dio la sensación de una bufonada. Una serie de mozalbetes, niños uniformados con camisa azul, correaje militar y fusil... Algunos con pantalón negro y, hasta unos pocos con botas de montar. Seguí andando y, al principio de la calle Sindicato, conocí a uno de aquellos tipos de camisa azul, estampa parecida a los fascistas de Mussolini y, guiado por un exceso de curiosidad, le pregunté:
-¿Qué pasa?, Juan.
- ¡¡¡Arriba España!!! -me contestó, haciendo caso omiso a mi pregunta, tal que si no me hubiera conocido .
Al no contestarle, se me acercó y volvió a repetir:
-¡¡¡Arriba España!!!.
-¡Viva España! -le repliqué, siguiendo la corriente.
-No, animal!... Eso ya no se dice. Los falangistas decimos ¡Arriba! Los rojos la han tumbado y nosotros la levantaremos muy arriba. Tenemos que volver al Imperio de los Reyes Católicos. Al imperio que los rojos han vendido al extranjero. ¡¡¡Arriba España!!!
Y se fue, con musiquilla pegadiza, algo que no era cuplet ni canción de moda, que empezaba diciendo:
Cara al sol con la camisa nueva
Que tú bordaste en rojo ayer...
Al llegar a la plaza de Cort, la cosa no me gustó. Aquello resultaba feo, muy feo... Había unos piquetes de soldados y oficiales que entraban y salían del Ayuntamiento. Al parecer se llevaban varios civiles detenidos... Seguí mi camino. Estuve unos cuantos días sin saber que hacer y, por fin, me presenté al Cuartel. Habían llamado a mi quinta.
-Y bien -le dije- si tú no eras político, ni te habías distinguido en actividades más o menos antagónicas al Movimiento ¿porqué te detuvieron?.
-Pues, simplemente, porque hay mujeres honradas en casas de putas y hay putas en casas decentes.
-Si no te explicas, no te entiendo -le repliqué.
-Por muchas razones, yo tenía mucho trato con la hija de un coronel, de los reincorporados, de los ultra carcas que se había acogido a la Ley Azaña. La niña no estaba mal y, aún a sabiendas que ella llegaba un poco más que al simple coqueteo con algún teniente, yo me había enamorado como un vulgar idiota y, la muy descarada, hacía todo lo posible para mantener y alentar mis sentimientos; pero un día me dijo que la dejara en paz puesto que se había prometido a un oficial y, probablemente aún sin terminada la guerra, se casaría con él... Al darse cuenta de que yo me resistía, me recordó lo que ella llamaba diferencia de clases... Me enfurecí. Perdí la cabeza y la abofeteé y, en aquel momento, entró el galán y ella dijo que le había faltado al respeto.
-¿Y qué pasó después? -le pregunté tras breve pausa.
-De momento me arrestaron y después me dieron por loco...
¡Sí, me dieron por loco! -y, gritando, añadió- ¡Dios mío! ¿Será verdad que estoy loco?
Quedó callado breves momentos y después, estalló en grandes carcajadas. Yo le contemplaba absorto. Aquella risa epiléptica sonaba a lamento de bestia herida... De pronto quedó muy serio, muy serio y empezó a chillar:
-¡Qué besos los de aquella mujer!... ¡Qué besos!...
Y se echó sobre el camastro medio extenuado.
Está loco, totalmente loco... -oí murmurar al viejo carabinero que, acurrucado sobre su jergón, intentaba evadirse de todo lo que le rodeaba y Dios sabe cuántos y cuáles pensamientos de fuera...
-¿Tú aquí? ... ¿Qué ha pasado? Exclamó lleno de estupor el comandante Gimeno y añadió- Te creía en el frente... En fin, en cualquier lugar menos aquí...
-Pues ya lo ve, mi comandante. Aquí estoy -le respondí un tanto irónico.
-Ya sé que perteneces a una familia de republicanos, pero no de rojos... Yo era amigo de tu padre... En una palabra, me has dejado asombrado. Bueno ¿qué te pasa? ¿De qué te quejas?...
El cabo que le acompañaba le dio una cartulina y una vez hubo dado un vistazo, dijo:
-Asma bronquial... Bien, bien...
Y sin mirar a los otros dos compañeros de celda, sin decir nada más, dio la vuelta y se fue.
Se cerró la puerta e inmediatamente después oí el rechinar del cerrojo.
Me quedé estupefacto. Me sorprendió la reacción de aquel hombre. Sólo había dado una ojeada a la ficha que le había tendido el cabo y me dejó como si hubiera sido un apestado.
Aún no había salido de mi asombro cuando otro cabo vino a buscarme y esta vez sin armamento alguno, me compañó a una de las salas normales, la general de comprobación, y después de saludarme muy afectuoso, como si hubiera sido un enfermo distinguido, me dijo:
-Te quedarás aquí. Espera al cabo Grimalt y él te indiicará cuál es tu cama. Mientras tanto, por tu bien, no hables ni hagas comentarios con nadie.
En efecto. No tardó en llegar un muchacho joven, con bata blanca y un trozo de galón encarnado prendido en el pecho. Habíamos sido, años atrás, compañeros de estudio. Lo conocía bastante bien... Hubiera preferido encontrarme con un desconocido. Por muchos motivos me molestaban las caras conocidas; puesto que de los extraños, de los desconocidos, era normal recibir mayores o menores humillaciones; pero de los parientes, amigos o simples conocidos era distinto y, por desgracia yo había adquirido cierta experiencia, si bien hubo algunas excepciones encomiables en las que, tanto el comandante Gimeno como el cabo Grimalt, me dieron pruebas más que suficientes para ser incluidos.
Me acuerdo de que al verme vino hacia mí y, después de haber cerrado la puerta del pequeño cuartito que servía para el personal sanitario encargado de aquella Sala, miránlome muy sonriente me informó que, gracias al jefe de Clínica, comandante Gimeno, quedaba hospitalizado en
aquella dependencia, en la que él era el cabo de enfermos, cabo de sala que vulgarmente se llamaba
-En definitiva -añadió- en la Sala sólo yo y la Madre Superiora, sabemos tu situación.
La verdad es que en aquella sala estuve bien, muy bien.
Bastó que me "despiojaran" y me afeitaran para que al salir de la cadena de aseos, con ropa interior y exterior, aunque ordinaria, blanca y limpia, me olvidara de aquel indecente calabozo metido, para mayor oprobio, en las entrañas de un hospital. Calabozo custodiado por centinela con bayoneta calada. Calabozo que había dejado en mi olfato un tufillo a orina pasada, podrida... y en mi mente, una mezcla de repulsivos sentimientos, producto de toda clase de bajezas humanas
Una vez harto de comer pollo, filetes, y algún que otro pescado, siempre tan estupendamente condimentado y, más aún, si se compara con la bazofia tragada, tanto en Illetes como en los campos de concentración, me sentí físicamente un poco mejor. Menos famélico... Pero, si bien aquellos días sirvieron para eliminar las arrugas que se me habían formado en el estómago, como consecuencia del exceso de hambre que había pasado durante tanto tiempo, llegué a sentirme bastante más apenado que nunca... Contemplé una y otra vez todo lo que había a mi alrededor y aquella gran sala, llena de limpias y confortables camas, en donde cada una de ellas estaba ocupada por un joven, normalmente muy joven, puesto que ninguno, ni siquiera el de más edad llegaba a los treinta años, me llenaba de tristeza ...
Todos aquellos hombres, en la flor de la juventud, habían llegado con enfermedades para ser comprobadas por un tribunal médico, cuyo fallo consistía entre la inutilidad temporal y la total. Los que llegaban a aquella sala pocas veces eran dados de alta por haber sido curados. Casi todos habían adquirido dolencias de carácter crónico que, probablemente, arrastrarían hasta la tumba. Pude apreciar infinidad de otitis que habían degenerado en una sordera perpetua producidas por el estallido de alguna que otra granada.
Gran cantidad de lesiones cardíacas, como consecuencia del enorme miedo pasado en las trincheras, así como otras menos conocidas, pero que dejarían marcados para siempre a quienes las padecían...
A cada momento llegaban enfermos, enfermos y heridos... Muchos de ellos lisiados para toda la vida y ante aquellos cuadros, ante aquellos espectáculos, llegué a la total convicción de que, tanto los de un lado como los de otro sucumbirían... Aquello no era una guerra normal. ¡No, ni mucho menos! Era una matanza resultante de un levantamiento, de una insurrección contra el Estado, contra una total legalidad que sólo podía ser vencida mediante mucha sangre...
Al darme cuenta que confraternizaba con todos aquellos hombres, más apenado me sentía. Todos, sin excepción alguna, eran buena gente. Humildes muchachos del pueblo que habían estado en las trincheras. Muchos de ellos toscos labriegos, desconocedores de las más elementales cuestiones. Simpáticos incultos, minúsculas partículas del ignorante primitivismo que la República había intentado extirpar.
Mi tristeza, por lo tanto, cada día iba en aumento, puesto que me daba perfecta cuenta del desfase, del desequilibrio de nuestro pueblo. La existencia de una minoría intelectual, digna de figurar entre lo más relevante de las élites europeas, tenía que chocar, necesariamente, contra una clase que se resistía a perder sus privilegios caciquiles; una clase que, para seguir manteniendo hegemonías en exclusiva se había encerrado en la caverna, frenando todo avance, al mismo tiempo que estudiaba el retroceso hacia la barbarie. Esa caverna "patriótica" apoyada por una minoría de militares, totalmente mediocres, y por un clero trágicamente huido de Cristo, conspiró y, para llegar al logro de sus particulares conveniencias, no tuvo contemplación ni miramiento alguno que le imposibilitara convertir el solar patrio en ríos de sangre. Ahí estaba la prueba, en aquel Hospital y ante mi...
Veía llegar a los defensores del fascismo, heridos y enfermos. Veía llegar a todos aquellos hombres, a todos aquellos jóveness, algunos casi niños, tullidos para toda la vida... Cojos, mancos y ciegos... ¡Qué pena! ¡Pobres chicos!
A otros, por el contrario, no les faltaba ningún miembro.
Exteriormente estaban enteros, pero se consumían por dentro. La tuberculosis pulmonar les iba arrastrando, a uno tras olro, allá a lo lejos, a la Eternidad...
Y yo "rojo" y total enemigo de aquella regresión a la que, para darle un sentido de novedad, le llamaron fascismo, sentía, en mi propia carne, el infinito dolor de saber que todo quedaría arrasado. Hombres e instituciones caerían para no levantarse jamás. Amistades rotas. Familias separadas... En resumen: odios y más odios, como padrinos en el bautizo de las dos Españas... Sólo un hombre, insulso, más que mediocre, pero lleno de vanidad, sería el que se levantaría, hinchado de gloria y, para mayor afrenta, paseado bajo palio, sobre las tierras de una nación teñida de sangre.
Y, aún con el estómago lleno, lloré, lloré y recé...
Supliqué una y otra vez al buen Dios, al Dios de todos, que no permitiera bendecir más fusiles ni más cañones...
...pero, a pesar de tanta miseria, de tantos lisiados y tullidos, la gente era joven y el instinto de conservación o, quizás, la propia juventud se resistía a sepultarse en la ciénaga del propio dolor. Todos querían vivir, porque todos estaban en el principio de sus vidas y todos y cada uno de ellos constituía un mundo que, de acuerdo cori su propia esencia, debía estar, por razón natural, íntegramente consagrado a vivir, y estas ansias iban transformando la angustia, en férreos arrebatos de amor al propio ser...
Allí, en aquel Hospital, en todas sus dependencias, nadie hablaba de la guerra. Para ellos, parecía no haber existido, si bien alguna noche me despertaban los gritos de alguno que otro protagonista de escalofriante pesadilla; pero, a la mañana siguiente, la luz no tan sólo hacía desaparecer el miedo, sino que iluminaba la faz de algunas enfermeras y,
en particular, la de aquella monjita, joven y bella, que al ser mirada se ruborizaba de tal forma que le subían los colores, dejándole la cara encarnada, muy encarnada. ¡Qué bonita estaba!...
La madre superiora, mujer entrada en años, pero de buen ver, elegante y educada, con fina diplomacia, más que suficiente, para llevar el timón de las Hijas de San Vicente de Paul, se había dado cuenta de la juventud y de los encantos de la hermanita y la vigilaba constantemente. Sabía que entre toda clase de lamentos, surgían las frases galantes y hasta el piropeo hacia aquella religiosa que, aún a pesar de su hábito y de su descomunal teja, estaba más que guapa. Su presencia en la Sala representaba una nota de alegría, pues aparte de la gran belleza de aquella niña, el hábito le daba un tinte de ingenuidad que hacía que en el fondo de aquellos jóvenes, envejecidos antes de hora, se salieran inyectados de vida, de optimismo y, aunque no fuera más que un momento, se olvidaban de lo que muchos de ellos habían tenido cerca, muy cerca: la muerte...
Para mí todos eran bastante más desgraciados que los que había dejado en prisiones y campos de concentración. Al menos los que había dejado, unos vivos, y muertos los otros, sabían porque eran o habían sido leales, pero de estos casi ninguno sabía el motivo de ser rebelde. Les habían dicho que para defender a Dios había que matar rojos y, sin encomendarse ni siquiera a la Virgen Santísima, disparaban y disparaban... De haber estado en el otro lado, con toda seguridad, también habrían disparado, si bien no contra rojos, sino contra azules... Me daban pena. Les veía tullidos o faltos de salud, enfermos todos de miedo y ninguno de ellos sabía el móvil de la lucha. ¡Sí, me daban pena! Tanta que, por su minoría de edad mental, llegué a quererles...
Y mientras tanto yo deambulaba por aquella sala y daba alguna que otra vuelta por el patio, parecido a los existentes en los conventos de frailes, y bajo aquellos pórticos, en donde los capiteles de las columnas se unían en eterno beso con los arcos góticos que servían de sostén a la cobertura
que separaba la fachada del jardín, me entretenía en contemplar la estúpida mentalidad de todos aquellos hombres y comprendía que, de la misma forma que a los niños de corta edad, se les deslumbra en vistosas baratijas o con simples papelitos de colores, a la mayoría de ellos, también les bastó poco para mentalizarse, precisamente, porque este pueblo nuestro, salvo raras excepciones, está falto de opinión y esta carencia llega al extremo de conseguir, como resultado, la pérdida de todos sus derechos, hasta el de lamentarse. No eran, por lo tanto, fascistas ni antifascistas. Eran simplemente, inferiores y, como tales, habían sentido el necesario miedo a aventureros y a vividores...
De acuerdo con el Comité de No Intervención, las flotas, alemana e italiana, dominaban los mares que rodeaban la Península Ibérica. En el Mediterráneo, los barcos italianos tenían libre acceso para transportar tropa y materiales hasta la saciedad. De aquí que el último trimestre del año 1938 se aprovechara la isla como almacén de heridos y, en aquellas fechas, llegaban muchos, muchísimos...
Al verles entrar, heridos y enfermos, sentía pena, mucha pena, pues ante aquellos rostros depauperados, ante aquellos cuerpos sarnosos, comprobaba una vez más, que aquellos hombres lo único que conseguirían, con su lucha y su sacrificio, sería el logro de su propia esclavitud... Eran unos desgraciados que sucumbían estúpidamente, sin ideal que lo justificara. Todo lo contrario de aquellos otros que había dejado en el Fuerte de Illetes, en Cap Gros y en Sóller... Aún suenan en mis oídos los estampidos de la pólvora, así como las fuertes notas de música grande, de los vivas de los que morían... No cabe duda que habían sentido miedo, pero tampoco cabe duda que el miedo de aquellos hombres, era el mismo que sintiera Cristo en la cruz...
En aquellos días, próximos a Navidad, nos visitaban, muy a menudo las "chicas" de la Sección Femenina y repartían tabaco y simpatía... Para ellas, aquello era un pasatiempo más. Aunque muchas eran jóvenes y guapas a mi me daban un poco de asco... La mayoría de aquellos muchachos se sentían felices con el simple regalo de una sonrisa o de una frase cariñosa... Yo, por el contrario, chocaba con el uniforme fascista y ya no veía a la mujer. Normalmente cuando me daba cuenta de que habían traspasado la puerta principal del edificio, por poco que pudiera me alejaba de ellas y, en el caso de no poderme escabullir, al menos procuraba situarme en el lugar más lejano posible. No quería hablar con ninguna, por guapa que fuere, de aquellas vulgares bestezuelas uniformadas de azul. Quizás este comportamiento mío, hizo que una de ellas se diera cuenta de lo que, probablemente, interpretó como complejo de timidez. Dejó el grupo y vino hacia mí.
-¿Es que no fumas? -preguntó.
-Sí, pero de éste no -le contesté.
La Madre Superiora, que siempre estaba en el sitio justo y que, además, se daba cuenta de todo, se acercó y muy sonriente, dijo:
-El médico le tiene prohibido fumar...
-Perdone, hermana -contestó la joven falangista y se fue a unirse al grupo de sus compañeras...
-Gente joven... -murmuró entre dientes la religiosa y, volviéndose hacia mí, añadió:
-Es usted un buen chico. El comandante Gimeno me lo ha recomendado y la verdad es que llevo unos días queriendo hablarle, pues me gustaría que acudiera a la Capilla como lo hacen los demás hospitalizados que no guardan cama. No lo tome a coacción, ni mucho menos; pero es la única arma que tengo para ayudarle, debido a que me veo obligada a informarle al director de su comportamiento, ya que si usted está aquí y no arriba, privado de toda libertad, es debido a la influencia del comandante Gimeno.
-Mi conducta, desde el día que vine hasta hoy, supongo que no ha dado motivo de queja -le contesté medio sonriendo.
-En efecto. Se está comportando muy bien y ello me ha hecho pensar que le queda un poco de sentido religioso...
-Soy cristiano, Madre. De ello puede estar segura -le repliqué interrumpiéndola.
-Lo supongo, si bien por los antecedentes que tengo, lo pongo en duda. Yo sólo pido...
-Le vuelvo a insistir que soy cristiano -le volví a interrumpir.
-No lo dudo -me replicó y poco después añadió, bajito, como hablando consigo misma- Quisiera creerle...
-La duda es humana, Madre, muy humana.
No me contestó. La vi alejarse. Era una mujer alta, bien cortada y exageradamente atractiva para sus años... A su paso dejaba una ráfaga de autoridad y de señorío...
Me había quedado perplejo y desconcertado. Me había impresionado el entrever que debajo de aquella gran teja blanca, bien almidonada y dentro de aquel hábito negro se acomodaba, por lo visto, un ser que, si bien en apariencia resultaba frío y exageradamente rígido, estaba lleno de humanidad... Me prometí a mi mismo complacerla.
Por la tarde entré en la Capilla. Me arrodillé y medité...
De pronto sentí una mano en mi espalda. Me volví. Era el capellán...
- ¿Tienes problemas, muchacho? -me preguntó
- No, señor, ninguno que yo sepa -le contesté.
- La Madre Superiora me ha hablado de ti. No temas. Estoy aquí para ayudarte...
- No necesito ayuda -le interrumpí- No tengo ningún
problema de conciencia. El problema es de todos, padre...
- ¿De todos? -me preguntó.
- ¡Sí, de todos! -le contesté y, en aquel momento me pareció ver algo que se iluminaba en la pequeña faz de de aquel Jesús crucificado, cuya imagen tenía ante mí...
Me quedé mirando el altar. Un rayo de luz se filtraba por una claraboya y, en su corto recorrido, se estrellaba contra el crucifijo...
Sólo recuerdo que el Capellán hablaba y hablaba, pero aunque le oía, no le escuchaba. No podía escucharle. estaba tan absorto ante aquel Cristo que, aunque estático, inmovil sobre el altar, a mí se aparecía con anterioridad a su crucifixión y veía al hombre, al buen Jesús que, al quedar extenuada su naturaleza humana a fuerza de tanta andadura y predicción, sólo el bálsamo preparado por María Magdala descansaba a sus doloridos pies.
Aquella noche tuve un fuerte ataque de asma. Me inyectaron adrenalina. Empecé a respirar y dejar de asfixiarme...
La disnea cedió y me quedé dormido, mal dormido... Y durante aquel sueño seguí viendo y sintiendo la persecución implacable a la que se sometía al hombre de Nazaret, al mismo tiempo que seguía apareciendo aquella mujer que, por orden de Jesús crucificado, fuese a encontrar los discipulos para anunciarles la Resurrección...
Al despertar me encontré ante mí a la joven y bella monjita de guardia y, haciendo caso omiso a lo que me decía, le pregunté:
-¿Cuál es su nombre hermanita?
-Magdalena de Jesús -me contestó.
Me quedé asombrado. Era la misma que se me apareciera llorando la muerte del Salvador. La misma...
Y llegó la Navidad.
Y a las once de la víspera, se abrieron las puertas y se empezó a llenar la Capilla... Entre los hospitalizados los había que entraban por sus propios pies, si bien otros tenían que ayudarse de muletas, pero todos, en apariencia, estaban contentos y alegres. La juventud se valía de todas sus tretas para ayudarles a vivir... En el pequeño púlpito, con improvisado atuendo, aparecía uno de tantos que constituía la población doliente que nutria el centro hospitalario. Llevaba el brazo en cabestrillo y empuñaba una espada de madera con la mano izquierda. Representó la Sibila y cantó el oráculo... El canto de aquel hombre no fue, ni en su forma musical la profecia cantada por un niño de corta edad con voz de "primadona ", ni siquiera con el tono que lo hubiera hecho Herofila o cualquiera otra de las sacerdotisas del Templo de Apolo. Tampoco lo fue, de acuerdo con el espíritu de futuro, puesto que el canto pronosticando lo que tenía que venir ya había llegado...
Y en aquella noche de paz, noche de amor, seguía viendo al que lo diera todo por estimación al prójimo y, al contemplar a todos aquellos hombres, tullidos y enfermos, a la vez que un sentimiento de piedad, de compasión hacia ellos, la indignación, el furor y la ira me sumían en profundo desasosiego... Sentía en lo más íntimo de mi ser, todo el dolor de una Mallorca quebrantada por la discordia. Terminó la misa del gallo y a la salida me di perfecta cuenta de que todos, menos yo, eran oficialmente fascistas, pero no por ello dejaban de pertenecer, quizás para todo el resto de su vida, a un mundo de oprimidos y me fui a la cama con la convicción de que todos habíamos perdido.
Todos habíamos quedado sepultados bajo una oligarquía que se estaba levantando sobre republicanos o monárquicos, analfabetos o ilustrados, creyentes o no creyentes. Y en aquella noche, noche de paz y de amor, soñé quequería soñar en todo lo que ni en sueños podía suceder...
El día de Navidad amaneció triste... No sé si había salido el sol o si estaba nublado... A todos nos faltaba algo. Aquella sala resultaba más fría que nunca. El que ocupaba la cama contigua, un catalán al que la sublevación le había cogido cumpliéndole servicio militar en la isla, llamó a la monja de guardia y le preguntó:
-¿Por qué no han encendido la calefacción, hermana?
-¿Quién lo ha dicho? ¡Claro que está encendida! -le contestó y refunfuñando se fue al otro extremo de la habitación.
-Nadie lo diría -comentó y dirigiéndose a mí, continuó:
-¡Claro que el frío no es de los radiadores... Si por lo menos nos hubiera tocado otra monjita y no esta vieja cacatúa, quizás nos sentiríamos un poco mejor.
-Déjate de tonterías- le interrumpí.
-Es que no puedo más. Llevo más de dos años sin ver a mi familia. Sin ver a mi madre...
-Lo comprendo.
-¡Qué vas a comprender! Tú eres de aquí y tienes a los tuyos, yo por el contrario llegué a esta tierra y muy poco después, estalla esta porquería y, al poco tiempo, me mandan a la península y apenas llego, me atraviesan un balazo y, después de pasar por una serie de matasanos para que cada uno hiciera de las suyas, me devuelven y aquí estoy herido, reumático y viejo... ¡Sí, viejo con sólo veintitrés años.
No le contesté. Me callé. ¿Qué podía decirle?... Y él, que probablemente tenía necesidad de un desahogo, continuó:
-Tú no puedes comprender la tragedia que representa el ser y, además, sentirse catalán. Yo no sé, ni quiero saber lo que son derechas o izquierdas, pero soy catalán y quiero a mi tierra como a mí mismo. Quiero a mi tierra y a mi lengua y desde que estalló esto que ha venido en llamarse "glorioso movimiento salvador de Dios y de la Patria" vienen pisoteando todas nuestras costumbres. Nuestro idioma está considerado como una maldición, nuestras sardanas como una profanación...
-No seas exagerado -le interrumpí.
-No lo creas. No es exageración. Mira, a los pocos días de haber estallado "esto", a mí me pusieron de guardia, juntamente con otros soldados, en los cuadros de la Telefónica, allí en el Borne. Nuestra misión era escuchar
las conversaciones. Un verdadero trabajo de espionaje. Yo fui a caer allí por pura casualidad, pero enseguida que el oficial se dio cuenta de que era catalán, me quitó y me pasó a otro sitio. Yo respiré, pues el trabajo era más que feo. Pero lo que quiero decirte, es que en todas las conversaciones que se sostenían en mallorquín o en cualquier otro idioma que no fuera el castellano el "escucha" llamaba la atención valiéndose de prefabricadas frases, como "hablen el español que es el idioma del Imperio" o, simplemente, "hablen cristiano"...
-No lo tomes tan a pecho -le respondí.
-Mira -me atajó- hace mucho tiempo que estoy en este hospital y en esta sala. He podido conocer la soledad y a fuerza de conocerla, un sentimiento de vacío, día a día, se ha apoderado de mí... De cada día estoy pensando que me estoy quedando sin madre, sin hogar y sin lengua. Nuestra literatura, nuestra música, nuestros bailes... Todo lo que forma nuestra cultura habrá sido arrasado y otra vez las barreras de la incomprensión y del despotismo volverán a prevalecer, no como consecuencia de imperativos de justicia o razón, sino de acuerdo con el capricho o el interés del más fuerte.
-¿Y tú dices que no sabes de derechas ni de izquierdas?- le pregunté.
-No sé, ni quiero saber, puesto que Cataluña no es derecha ni izquierda, es simplemente Cataluña... Y Cataluña no es tan sólo un trozo de tierra bañada por el Mediterráneo y protegida de la Tramuntana por los Pirineos. Es un conglomerado étnico, con idioma y costumbres propias. Con todas las particularidades de Castilla y, a la vez, con todos los fueros
de Aragón. La antigua tierra de los condes no fue conquistada ni anexionada a Castilla, sino que fue hermanada, sin perder ninguna de sus características, con la máxima igualdad e idéntica categoría, puesto que en el contrato, en el pacto quedó establecido que: "Tanto monta, monta tanto Isabel como Fernando"...
Y me reí de buena gana. Él, al no comprender el motivo,
me preguntó:
- ¿De qué te ríes?.
- De que Fernando, aún estando físicamente encima, quedó debajo, muy debajo.
- Quizás tengas razón -me contestó.
De momento nos quedamos callados. Al poco rato mevolví hacia él y pude observar que por sus mejillas, lenta y calladamente, se iban deslizando unas lágrimas...
Salí al patio y empecé el lento y acostumbrado paseo por aquellos corredores propios de un viejo claustro, entre aquella techumbre sostenida por añejas columnas góticas Y pensé que era Navidad y sentí, no la alegría de un renacimiento feliz, así como tampoco la belleza señera de un díade sol de invierno; me embargó el delirio del que busca sin cesar el necesario refugio para recorrer con plena armonía el tiempo y el espacio que media entre el nacer y el morir y comprendía que yo también había dejado de estar acompañado, y más que la soledad del momento, me asustó el fatal convencimiento de morir solo...
Y pasaron las Navidades y hasta los Reyes Magos. Comimos bien y bebimos mejor y si no hubiera sido por las muchas miserias humanas que se amontonaban a nuestro alrededor, hubieran quedado por unos y por otros, si no olvidados al menos perdonados, los motivos del enfrentamiento que, cada día, nos dividían; si bien ello se hacía imposible, puesto que la Cruzada iniciada por los sublevados y bendecida por la mayoría de obispos españoles, hacía que cada día entraran heridos y más heridos... Y toda aquella población de enfermos y mutilados, física y mentalmente, había luchado al lado de los sublevados pero todos ellos, salvo varias excepciones, se sentían patriotas y hay que convenir que, a su manera, lo eran...
Pero mientras tanto, se iban almacenando odios y más odios... Unos, porque habían perdido una pierna o un brazo en las trincheras... Otros, porque les habían asesinado al padre, al marido o al hijo... Todos tenían sus motivos para odiar.
La sangre derramada era tanta que iba formando una capa tan espesa que tapaba los motivos de la contienda y todos, tanto los leales como los sublevados, sufríamos y moríamos para que un ególatra, con pocas luces intelectuales pero con un especial sentido práctico de supervivencia, se alzaba triunfante sobre un solar sometido a su conveniencia y capricho y, a fuerza de sangre, impusiera sus despóticos principios, solamente comparables con las tiranías personales de la Edad Media...
Un día de enero, poco tiempo después de Reyes, me comunicaron que, a media tarde, tenía que estar preparado para salir del Hospital. No me extrañó. Llevaba varios días esperándolo, puesto que en el reconocimiento médico había sido declarado inútil temporal. En la práctica, para un soldado normal, equivalía a causar baja en el servicio durante medio año. Irse a casa; pero, en mi caso, podía representar el ingreso en un campo de concentración civil, si bien no quedaba descartada la esperanza de la libertad.
Sobre las cinco me llamó el oficial de guardia y, mediante las formalidades del caso, consistiendo, simplemente, en la firma de un recibo, como si de la entrega de un vulgar objeto se tratara, me "depositó" bajo la custodia de un agente de la policía gubernativa, bigotudo y canoso, de semblante poco simpático, pero que me dio, así y todo, la sensación de buena persona. Con toda deferencia y corrección me rogó que le siguiera.
En la puerta esperaba un coche con un chofer vestido de falangista. Al ver aquel uniforme me asusté...
-No te preocupes, muchacho- me dijo mi acompañante.
-¿Adónde vamos?...
-No te asustes -me interrumpió-, vamos a la Comisaría y el Delegado de Orden Público te pondrá en libertad, simple rutina. Esta noche dormirás en tu casa.
A los pocos minutos estábamos en la calle de la Misión. El coche paró. Ramonell, que así se apellidaba el policía, rne acompañó hasta un despacho frío y destartalado... Detrás de una mesa estaba sentado un hombre que me pareció ya entrado en años. Estuve un buen rato ante él sin que levantara la cabeza para mirarme. Parecía no haberse enterado que tenía a alguien o, al menos, "algo" que estaba pendiente de él...
Aquellos minutos esperando ver la cara de aquel hombre al que llamaban señor Delgado, me parecieron siglos... Por fin dejó lo que leía y, mirándome fijamente, me preguntó:
-¿Sabe por qué está aquí?
-No... no lo sé -le contesté tímidamente.
-¡Por rojo! -me interpeló colérico y, a continuación, bajando el tono de voz, al mismo tiempo que se dibujaba en su rostro una ligera mueca, inicio de una irónica sonrisa, exponente de un morboso regodeo satánico, exclamó:
-¿Con qué no sabe usted el motivo de su detención? ¡Es usted un cínico!
De pronto puso la mano sobre unos papelotes y sacó mi ficha. La estuvo contemplando un buen rato. Levantó otra vez la cabeza y mirándome fijamente dijo:
- Tiene usted mala memoria, tendremos que refrescársela... ¿Con qué no sabe usted los motivos? ¡Vaya con el rojo y por añadidura masón!...
Permanecí callado, si bien sentía que la sangre se agolpaba en mi cerebro. Estaba a punto de estallar. De buena gana le habría despedazado, pero me aguanté y callé...
En aquel momento entró un hombre de unos cuarenta años, con traje claro y camisa azul, de las usadas por los falangistas. Me tomó las huellas digitales y me completó la ficha. No era la primera vez que pasaba por aquel trance. No creo que ningún delincuente vulgar tuviera una "ficha" tan completa como la mía...
Terminadas todas estas formalidades fui puesto en libertad...
Fuera ya, en plena calle, bajo un grisáceo cielo que facilitaba el prematuro paso de la llegada de la noche, sentí, en lo más íntimo de mi ser, el angustioso ambiente de soledad que empezaba a rodearme...
Había salido de la cárcel, pero... ¿Había obtenido la libertad... ?
Treinta meses, más o menos, habían transcurrido desde el levantamiento armado y todo había cambiado... Se fueron ilusiones y amores. Poco tiempo bastó para que se esfumaran sentimientos y costumbres. Todo era distinto. Toda una mentalidad había desaparecido. Toda una etapa se
había cerrado y aquel golpe de fuerza, símbolo de rebeldía, en el momento de su nacimiento, se iba convirtiendo en la institucionalización del derecho, a fuerza de complejas ayudas que aunque entre ellas resultaban antagónicas, necesariamente convergían en un punto común que, unas con satisfacción y otras lamentándolo mucho, tenían intereses que les obligaban a prestar su ayuda a la sublevación, si bien fuera de forma activa o bien fuera de forma pasiva.
Y aquí sí que el autor, en su interés por la terminación de lo que empezó por una simple ficción y por su, aún mayor interés en no salirse del clima, del ambiente en que necesariamente tenía que desarrollarse, para responder a la verdad histórica, no puede frenar, en ningún momento, el ímpetu del protagonista, del personaje que, situado en el eje de la narración, galopa sobre una pluma que se ha templado en la prueba del fuego y del agua...
No es de extrañar, pues, al autor, al no poder vulnerar el ambiente histórico y al protagonista, que en el fondo es quien sufre y llora, les sea difícil creer en la nueva legalidad; puesto que ni uno ni otro pueden olvidar tristes amaneceres en donde el saliente sol, avergonzado ante tanta matanza, hubiera querido esconder sus rayos, para no ver a tantos cadaveres tendidos en las cunetas de los caminos, de las carreteras, de las tapias de los cementerios... Aún se perciben con toda su intensidad, las detonaciones producidas por los pelotones de ejecución.
-Yo estuve en Illetes!!! Gritaba el protagonista.
-Si, tienes razón -contesta el autor que, de pronto, se queda parado y contempla al protagonista...
Le contempla huido, incorpóreo en su propia mente.
El diálogo entre el autor y su personaje es la resultante de un recordatorio perenne a los que, al ser dejados tras las puertas de Can Mir, Bellver o Illetes, habían traspasado las fronteras de la eternidad. Era, por lo tanto, el propio conocimiento de unos hechos. La conciencia de haber presenciado actos que la Cruzada apoyase y defendiera, no justificaban ni los medios ni el fin.
El personaje, creado como protagonista de esta ficción novelíslica, hubiera podido encarnar, por razón de la verdad histórica, a uno cualquiera de los muchos que pasaron por carceles y campos de concentración. Cualidad que le convertía en un ser real y, como resultado, sentía la necesidad de ser el portador de una pluma que, en medio del escenario, se preguntaba como terminaría la ficción de una España en donde se había cambiado la lira de un García Lorca por un charco de sangre.
Y el autor, al contemplar en su pluma, a su personaje, seguía preguntándose una y otra vez, cuáles serían los resultados de una España que, a fuerza de sangre, había quedado teñida de rojo...
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