21 julio 2009

La minifalda

Marisa tiene 24 años, no es alta ni baja, ni gorda ni flaca, ni guapa ni fea,... Desde hace unos años su pandilla de amigas se va deshaciendo por reducción: De repente una de ellas conoce a un chico (o a una chica) con el que incrementa sus salidas en solitario hasta que se convierten en pareja más o menos estable y va reduciendo la relación con el grupo hasta la nada total.

Cada vez que hay una reducción, ésta incita y provoca nuevas retiradas y reducciones. Marisa no recuerda desde cuando ella se ha quedado sola en el grupo, sin tener la misma oportunidad que sus amigas.

Ayer, día caluroso de julio, decidió echar el resto para intentar salir también de su pandilla, ahora unitaria (ella sola), de amigas, mediante el encuentro, con posibilidades, de una pareja: Se puso un bonito vestido blanco, ajustado a su cuerpo, ni gordo ni flaco, ni alto ni bajo, nada transparente,... pero acabado con una falda volante que le llegaba hasta un palmo por encima de las rodillas (los míticos 20 cms.). Indudablemente, a los hombres (y mujeres) se les irán los ojos a estos 20 cms. Y la abordarán mental o realmente.

Salió de su casa, poco antes de las 8 de la mañana, con dirección a la oficina en que trabaja como primera secretaria, saludó a Antonio, guarda del aparcamiento privado que hay en los tres sótanos de su finca, quien respondió al saludo, ciertamente, embobado en sus piernas, entre la rodilla y el final de la falda. Al girarse para agradecer, con una sonrisa, el saludo, ha podido ver, unos metros más arriba, un hombre mayor, tendría casi 70 años, con traje claro que seguía en su misma dirección. Sin hacer más caso inició su camino calle abajo. Notaba, sin ver, que el hombre mayor reducía la distancia entre ambos, por lo que aceleró el paso (el hombre mayor no podrá acelerarlo demasiado, pensó), pero la distancia entre ambos no aumentaba. Sentía la mirada del hombre mayor clavada en sus piernas donde estas iniciaban el escondite dentro de la minifalda. Al llegar al primer semáforo de la Calle de Jesús el hombre se paró antes de alcanzarla. Ella, mientras esperaba el verde, pudo verle con el rabillo del ojo puesto que ahora no estaba detrás sino a su izquierda. Cuando el semáforo se puso verde ambos cruzaron manteniendo las distancias. Marisa se sentía molesta por esta persecución y desnuda ante la más que supuesta lascivia mirada del viejo verde. Maldecía la idea del vestido blanco con minifalda, pero pronto lo olvidó cuando se cruzó con varios chicos jóvenes, dos algo más jóvenes que ella, dos aproximadamente de su edad y otro que tendría poco menos de 30 años. Ninguno de los cinco pareció darse cuenta del vestido que llevaba Marisa, ni de su minifalda y provocantes expuestas largas piernas, ni siquiera de que se cruzaran con ella. Con lo que se repitió la situación anterior de persecución del hombre mayor.

Los pensamientos de Marisa lloraban en su cabeza: “¿Por qué no me ha mirado ni uno solo de los cinco?” “Ya vuelve a ocurrir lo mismo de siempre: soy indeseada, invisible, para los hombres (y para las mujeres)” “Pero bueno, para este viejo verde no parece que sea ni invisible ni indeseada. Y como hombre mayor es bien guapo y con porte de muy señor. Y, bien pensado entre su edad y la mía no habrá mucha más diferencia que entre la de Camilo José Cela y Marina Castaño”. Por lo que, llegando al segundo semáforo, redujo la velocidad de su marcha. El hombre mayor se paró unos metros detrás.

Cuando el semáforo se puso verde Marisa cruzó la calle lentamente, mientras que el hombre la adelantó por su izquierda...
Marisa primero se sorprendió, pero pronto su sorpresa se convirtió en enojo: Maldijo su vestido, su minifalda, se maldijo a si misma y, sobre todo, maldijo su suerte. Dio media vuelta y emprendió el camino inverso. Al fin y al cabo aún estaba cerca de su casa. Saludó de nuevo a Antonio, quien le dijo: “¿qué, se ha olvidado algo en casa? Quien no tiene cabeza ha de tener piernas”. Marisa se limitó a sonreír una media sonrisa sin decir nada, mientras pensaba: “Pues ya ves para que me sirven mis piernas por mucho que las muestre en exceso...” Se puso un vaquero de su hermano Gabriel que le iba, por lo menos, dos tallas grande y volvió a emprender el camino de la oficina.

Al llegar al primer semáforo, mientras esperaba el verde, sintió que sus manos, corazón y garganta tocarían el cielo, que sus piernas, ahora totalmente ocultas, encerradas en aquel vaquero, y todo su cuerpo, sobrevolarían las nubes:

Su hermano Gabriel la había alcanzado en el semáforo y se le había puesto de frente. Ella pensaba que le iba a armar la bronca por haber cogido sus vaqueros. Pero no fue esto lo que hizo Gabriel: De pronto había bajado sus manos a la altura de la ingle de Marisa en donde agarró las manos fuertemente cogidas que había introducido por detrás, y por sorpresa, entre las piernas de Marisa, su otro hermano y ambos levantaron los brazos con un fuerte impulso que levantó, de forma inmediata, más de un metro del suelo, a Marisa.

Antonio, desde la puerta de su garaje, se reía divertido al ver la escena y la cara (solo la veía de perfil) de sorpresa y susto de Marisa. Recordaba que hacía 40 años, mientras estudiaba magisterio, hacían esta misma broma él y sus compañeros. Como otra bastante menos divertida: venía por detrás un compañero (tristemente nunca fue una compañera), te agarraba fuertemente los testículos y te exigía, para soltarlos, que dijeras el nombre de cinco toreros o una alineación de fútbol del Mallorca, Madrid o Barcelona.

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