La Guerra civil en Mallorca vivida por Josep Pons Bestard
31 Los amigos
32 La excepción
33 Regenerados
34 Estos, todos son iguales
35 Los dos modelos
36 Ahora del faro de Muleta al puerto de Soller
37 El "Lazareto" del puerto de Soller.
38 El clericalismo de la derecha
La Guerra civil en Mallorca vivida por Josep Pons Bestard
31 Los amigos
Si bien mi carácter, a medida que iba pasando el tiempo, se agriaba, se iba volviendo más áspero, mis compañeros de cautiverio me querían y me ayudaban en lo poco que podían.
Supongo que estos sentimientos, este aprecio, no tan sólo era el exponente piadoso que les inspiraba aquella casi continua disnea que me oprimía de mala manera, sino que, en el fondo, teníamos un denominador común basado en la conciencia de haber sido atropellados. De ahí que, tanto cultos como ignorantes, fueran mis amigos.
En los momentos de recreo, que eran muy pocos, así como los domingos y algún que otro día en el que el mal tiempo no permitía salir hacia los tajos, charlábamos de nuestras cosas, la política centraba casi siempre el tema. Nos consolábamos unos a otros... Aún recuerdo a compañeros como Luis Stengel, Antonio Ramón, Guillermo Rosselló, Buades y algunos más, entre los hombres de carrera, que podían constderarse la intelectualidad del Campamento; así como a otros, no menos entrañables, como Miguel Vicens, el practicante que lo dio todo para mitigar el dolor y la enfermedad. Miguel Burguera, que de pastor había llegado, segun clasificacion suya, a suscriptor de La Ultima Hora o a Gabriel Pujol a quien conocí totalmente analfabeto y, en menos de un año, no tan sólo pudo escribir a su familia sino que lo hacía correctamente y hasta con cierto estilo literario. Le enseñé desde la "a" a la "z''... Por un lado me sentía orgulloso, pero por el otro rabiaba al comprobar que lo que yo habta tardado en aprender, aquel "tío", leñador de oficio, lo había aprendido tan fácilmente. Era un hombre fuera de serie en todos los aspectos, puesto que todo lo que tenía de inteligente, y tenía mucho, lo tenía de bondadoso.
Era un hombre de monte, de tierra alta... Pero el más sensible, el más humanista, el de las concepciones mas intelectuales era Pep Isern. Con toda su "facha" de estudiante de cura, al abrir la boca aparecía el revolucionario y, a la vez, el poeta. Su forma de hablar, con sus diferentes tonalidades de voz, sonaba musical y, además, llena de principios que llegaban a lo más íntimo. Sus concepciones constltuían una total revolución del pensamiento...
- Vivimos una época de retroceso -me decía una mañana de no sé qué domingo.
- En efecto -le contesté- pero... Sin dejarme seguir. Como el que habla consigo mismo, y no se entera de nada de los demás, continuó:
- Después de todo avance siempre viene un retroceso y en un país como España, en que aún queda un tanto por ciento muy crecido, que no ha pasado de la época fernandina, en donde el "Vivan las caenas" estuvo muy de moda, no es de extrañar que ciertas clases dominantes intenten "frenar" la revolución, puesto que la contrarrevolución que, en la practica representa el mantenimiento de arcaicos privilegios de casta, se apoya en la defensa de un orden, de un derecho legal, ante la ingenua anarquía de una masa que, activada por una minoría de signo contrario, aprovecha todas las ocaswnes para pedir por las buenas o por las malas, toda clase de reivindicaciones, tanto si éstas son factibles como si no lo son.
- ¿Así es que tu crees -le contesté- que la República, en su avance político, ha cometido errores?
- Exacto. El error ha sido creer que un cambio de régimen jurídico, por el mero hecho de imprimirse en "La Gaceta" cambia una mentalidad y, como consecuencia, el esclavo al romperle las cadenas (cosa que no ha sabido hacer él) se ha lanzado a la huelga y al jolgorio, perjudidicando no tan sólo a los que le han querido dar un Estado de derecho, sino que se ha proporcionado propia desgracia al hacer la vida imposible a sus defensores y, sin embargo, en el momento de la verdad, en el mismo momento del alzamiento a pecho descubierto, ha sabido contener a fusiles y cañones ¡Qué pueblo! No hay quien lo entienda... ¡Claro està! la República hubiera llegado a civilizarles, pero le faltó tiempo...
- Se guían por el instinto -le repliqué.
- Si, pero aunque les falta memoria histórica y conciencia política; confirman el refrán de "Vox populi, vox Dei" .
Y seguía hablando, hablando...
Al dejarle, pensé que unos días antes me contaba que su novia había sido detenida y llevada a Palma, en un local habilitado para cárcel de mujeres. La habían procesado y la petición fiscal era pena de muerte. Me había enseñado un retrato. ¡Bella mujer! ¡Joven y bella! Me dijo que tenía veindos años.
De ella no sé, pero él murió tísico, tuberculoso perdido, también joven, muy joven...
Y entre aquella diversidad de hombres y de educaciones me fui forjando. Llegué a quererles a todos más, mucho más que si hubieran sido de mi propia familia.
La Guerra civil en Mallorca vivida por Josep Pons Bestard
32 La excepción
-Esta noche, al volver de la carretera, pedirán voluntarios para el frente -me dijo.
Me quedé mirándole y no le contesté. La verdad es que era un tipo que no gozaba entre los demás presos.
Su padre, catedrático del Instituto de Palma, había sido condenado a treinta años y, entre sus hermanos, había uno que, por lo visto, era oficial de complemento y al que por no haberse presentado al llamar su quinta, también le habían metido entre rejas.
Así es que la ficha familiar era bastante completa; pero yo que le conocía desde casi niño, sabía que era un verdadero oportunista, si bien se las daba de republicano, de liberal y hasta de librepensador.
Le contemplaba con pena. Pobre hombre... Daba lástima ver a un hombre inteligente que había empleado todos sus conocimientos y dotes de buen orador, para situarse bastante bien, dentro del campo republicano, para el logro de una buena carrera administrativa y al que, en un momento, por arte de magia, le cambian todo el escenario y tiene que volver a empezar; puesto que su único "ideal" no era la República ni la Monarquía, ni el Comunismo ni el fascismo, ni siquiera la libertad o la opresión. Su meta era, simplemente, el pedestal de su propio egoísmo, era cobarde a más no poder.
Recuerdo que, en el Fuerte de Illetes ya me hizo pasar muy malos ratos, puesto que me di perfecta cuenta de que le faltaba el alimento de una ética espiritual y su constitución, por lo tanto, era sólo materia, materia que, a través de los acontecimientos, no tardaría en descomponerse...
- Este amigo tuyo, cualquier día nos jugará una mala pasada -decía Luis Stengel.
- Es un cobarde que, para salvarse a él, es capaz de traicionar a cualquiera -me repetía una y otra vez, Miguel Ramón.
- Y pensar que era el futuro letrado del Ayuntamiento de Palma -exclamaba el simpático herrero Pep Bonet.
- Es la excepción que confirma la regla -afirmaba Miguel Burguera y, con cierto énfasis, añadía -Es una lástima que sea el único abogado que tenemos en este indecente estercolero y que sea él quien tenga que confirmar, por constituir la excepción obligada para tal demostración, que
aquí todos somos unos "tíos"; pero ante tanto tío, tanto macho, tenía que haber algo que fallara, y este algo tenía que ser este idiota cagado de miedo...
No lo creía, pero tampoco me hubiera sorprendido que el miedo, el terror que sentía aquel hombre, le impulsara a cometer alguna felonía y los demás compañeros, quizás por este doble sentido que la mayoría de nosotros habíamos adquirido, lo intuían y, como consecuencia, ponían distancia y con toda la educación le hacían el vacío.
Así y todo, muchas veces intentaba defenderle, pues me resistía a creer lo que se palpaba, pero en aquel momento, si bien estoy seguro de que no causó daño a nadie, me convencí de que el mando del campamento lo utilizaba para que convenciera o intentara, al menos, que se presentara el mayor numero de voluntarios.
Como no le contestara, me cogió cariñosamente por un brazo y llevándome a un extremo del campamento con cara de circunstancias, me dijo:
- Perderemos la guerra. Casi podemos decir que la tenemos perdida ya. Hay que hacer algo para salir, de lo contrario seremos esclavos. Estaremos condenados a pico y pala toda la vida. Créeme, vale la pena salir voluntario para librarse de este infierno...
Le miré una y otra vez y la repliqué:
- ¿Olvidas que hasta tu padre cumple condena? ¿Olvidas aquellos meses en Illetes, en donde continuamente fusilaban a montones de demócratas? ¿Se puede olvidar a hombres como Arrabal o como Pompeyo?.
- Y una vez más me enfurecí. Salió a flor de piel toda la cantidad de"bilis" que había ido almacenando a medida que, desgraciadamente, tuve que ser uno de los testigos silenciosos, de toda clase de vejaciones al derecho de gentes ...
- ¿Como quieres que salga voluntario para un frente, en donde, necesariamente, tendría que disparar proyectiles que irían a caer sobre los demócratas, sobre los antifascistas? ¡No!, no cuentes conmigo... Siempre y por todo los medios, procuraré no sucumbir espiritualmente. No caer en la esclavitud de mis propias pasiones y egoísmos matenales.
Si hemos perdido la guerra como tu dices y yo pienso, mala suerte, pero no nos vendamos. ¡Seamos Hombres!
- Tú sabrás. Puede que tengas razón, pero sólo tenemos una vida... me contestó y se fue.
Le vi marchar y me dio lástima. Había vendido su alma.
Ya nunca más volvería a ser. Sus ampulosas pretensiones del ayer, se habían quedado en la nada...
Aquella noche dormí mal, muy mal...
El sustantivo llamado "Miedo", había conseguido que mi protagonista perdiera a un amigo, a un entrañable amigo...
El "Miedo", ente superior a los "espíritus pobres.", había ganado la partida. Pobre Eduardo López Bermejo...
La Guerra civil en Mallorca vivida por Josep Pons Bestard
33 Regenerados
Por la tarde, al regresar del trabajo, como de costumbre, llamaron a formar y como de costumbre se procedió al rito de arriar la bandera y, como otro día cualquiera, se cantó el Cara al sol.
Una vez terminada la "cantata", el sargento, muy serio, adoptando una técnica oratoria puerilmente pretenciosa y con la máxima insolencia rayana en el cinismo, pronunció la siguiente arenga:
- ¡Soldados de la Patria! ¡Sí, soldados!... Ya os puedo llamar soldados, debido a que vosotros no tenéis la culpa, por haber sido jóvenes y, por lo tanto fáciles de engañar por propagandas concienzudamente preparadas por los enemigos seculares de España; por los vendidos a los contubernios masónicos judeomarxistas.
Se paró. La frase le había quedado redonda. Tomó aliento y siguió:
- Para vosotros ha sido duro, muy duro el educaros, el hacer de vosotros hombres de provecho; pero lo hemos conseguido, pues en resumidas cuentas, sois españoles y la materia, a pesar de haber sido contaminada, una vez tratada de nuevo ha respondido. Habéis expulsado el mal espíritu y la patria os lo quiere premiar. Por ello os quiere dar una oportunidad para demostrar que estáis curados, que habéis matado, de una vez para siempre, el virus del comunismo ateo. Os da la oportunidad de poder defender, como soldados, a Dios y a la Patria... A los que quieran, por lo tanto, aprovechar esta oportunidad para poder demostrar que son hombres de bien y para ello desean voluntariamente, salir a defender a España de las garras del comunismo y del ateísmo, tengo que decirles: ¡Soldados! ¡Un paso al frente!
Salieron seis, entre un total de cien y pico de hombres.
- ¿No sale nadie más? -exclamó el sargento, ante el estupor del teniente, que acababa de llegar.
-¡Rojos! Ahora sí que sois unos rojos. ¡Malditos! -y añadió- ¡Rompan filas! .
A la mañana siguiente se fueron los "regenerados".
Ninguno se despidió.
Y, a partir de aquel día, aún peor comida, y bastante menos cantidad. Los que quedábamos teníamos que seguir "educándonos" y ello se conseguía estrechando el cinturón...
Pasaron algunos días, quizás varias semanas, no mucho más, y una tarde empezó a llamar gente, por separado, individualmente...
Company me dijo que confeccionaban un fichero con la indicación del arma o cuerpo a que pertenecía cada uno de nosotros. Sólo llamaron a los de Infantería.
A la vuelta del trabajo, después de toda la rutina de rigor y unos minutos antes de formar para proceder al reparto de la indecente y acostumbrada bazofia, servida para poder justificar que se había consumado el acto de lo que se llamaba cena, llamaron precisamente a los de infantería y les
comunicaron que el día siguiente no irían al trabajo. La noticia era que debían estar preparados para ser trasladados a otro lugar...
A la mañana siguiente les introdujeron en unos camiones y se los llevaron.
Al cabo de mucho tiempo supimos, que habían sido embarcados y repartidos entre distintas unidades de choque de la Península.
Poco tiempo después de haber presenciado la ida de aquellos hombres, salí por uno de aquellos tajos en el que se levantaba un pequeño puesto, para salvar pequeños desniveles en la ruta de la carretera y, a la vez, dar salida a las aguas de lluvia.
Con la ayuda de otro compañero, escultor profesional, pude llevar a cabo la confección de en bajo relieve consistente en el castillo que sirve de emblema, de insignia al Cuerpo de Ingenieros y que fue colocado en la parte superior del puente.
Esta labor, este trabajo, me absorbió de tal manera que durante toda la mañana no salí de los límites que encuadraban la labrada piedra; pero una vez de vuelta al campamento, empecé a sentir una enorme repulsión ante la época que me había tocado vivir y me convencí de la regresión sustancial que, en contra de todo sano intelecto, imponían hombres tan resentidos como mediocres. No era hipérbole, ni juicio temerario el afirmar que, política y humanísticamente, se había iniciado un retroceso a la barbarie y sentía flotar la corrupción, la rutina próxima y total de nuestro pueblo.
España se convertía en un enorme campo de concentración y Europa estaba en peligro de seguir el mismo camino...
Como último recurso, como orgullo final, sólo quedaba la terquedad de unos pocos que ponían, por encima de todas las humillaciones, con el máximo desprecio a lo material de su propia carne, la condición de hombres libres. Este sentimiento de libertad, de dignidad humana, no tan sólo me obligaba a recordar, sino que abría una vía que permitía comprender lo que había mantenido a todos aquellos hombres que caían fusilados, al despunte del día, en el Fuerte de Illetes; y era, precisamente, este sentimiento, totalmente aristocrático, propio de seres escogidos y, como tales, poseedores de la total de la necesaria dignidad humana. Sin saber por qué, quizás por creer que eran unos valientes, yo
había admirado su estoicismo, pero ahora lo comprendía.
¡Sí! Había comprendido. Aquellos hombres poseían el don de la personalidad, más allá del tiempo y del espacio y yo pensaba que hasta de la eternidad, puesto que la libertad es eterna y, si bien el hombre muere, el sentimiento, la idea perdura...
La Guerra civil en Mallorca vivida por Josep Pons Bestard
34 Estos, todos son iguales
Desde la ventana que coincidía con mi camastro, le vi traspasar el recinto limitado por alambre de espino. La verdad es que me sobresaltó, puesto que intuí que venía a por mí y más me asusté al pensar que los que estaban en campos de concentración, salvo alguna excepción, habían pasado al engranaje gubernativo y, como consecuencia, no estaban sometidos a instrucción alguna. La personación de un juez para tomar declaración, en aquellas circunstancias, se podía considerar un caso insólito.
No me había equivocado. Al poco rato me llamaron. Me volví a encontrar con aquel hombre, con edad de coronel, estrellas de capitán y costumbres de sapo y, a decir verdad, me extrañó verle tan de mañana; puesto que lo normal en él, era permanecer oculto o, por lo menos no visible duranle el día, y salir a la "caza" de "rojos" al anochecer y cuando
más tarde mejor.
- Vengo a preguntarle -me dijo- y espero que me diga la verdad. Verdad que ya sabemos, pues sus "amigos" ya me han puesto al corriente.
- Siempre le he dicho la verdad, mi capitán -le respondí. Y empezó el interrogatorio. Dos horas y pico me estuvo "machacando" y terminó igual que las otras veces que me había interrogado en el Cuartel de Ingenieros de la Rambla.
No consiguió nada de interés. La declaración que firmé ocupaba menos de media cuartilla.
- Ahí se va a pudrir y esto, en el caso de que antes no le fusilen -exclamó y, volviéndose al secretario de causas, le dijo:
- ¡Vamos chico! ¡A esta gentuza hay que fusilarlos!... No se puede tratar con ellos. Todos son iguales... unos hijos de puta...
Estaba rabioso. Se fue echando chispas por todos los lados. Junto a él, iba un muchacho que le sirviera de secretario, también rubio y guapo, pero también con cara atontada, con cara de ente perteneciente a una raza degenerada por demasiado entronque entre parientes, por falta de refuerzos de savia extraña, sosteniendo una cartera de documentos y una máquina de escribir, la que había plasmado mi declaración, enfundada en estuche de piel. Máquina que, probablemente, había encontrado en uno de los registros que a partir de media noche, acostumbraban hacer en los domicilios de los tildados de rojos.
- Quiere procesarme -me dije a mí mismo. Y le vi partir...
Al volver al barracón, Luis Stengel me pidió toda clase de detalles. Le había picado la curiosidad de aquella anormalidad...
-¡No lo entiendo! -exclamó.
-Ni lo entenderás- le replicó, con toda cachaza, Miguel Burguera y añadió, en tono humorístico, señalándome a mí.
Éste es un rojo de categoría. ¿Qué te crees tú? Nos reímos y se terminó el asunto. Estábamos vivos. ¿Qué más podíamos pedir?
Pero, unos días después, me enteré de que en otro campo de concentración, en uno de los civiles, habían puesto en "libertad" a Don Dionisio Pastor, director de la Escuela de Artes y Oficios de Palma y, además me enteré de que este magnífico escultor de nobles materias, cuyo cincel había llegado hasta el alma encerrada en las divinas líneas que forman la figura del intelecto, no había llegado a su casa.
Sentí otra vez miedo, mucho miedo, pero había que vivir aunque fuera entre tanta y tanta miseria, entre tanta y tanta inmundicia...
Y volví a reír y lo hice con tanta intensidad que, ante aquellas carcajadas, los que estaban en el barracón se quedaron mirándome.
- ¡Este tío esta loco!... -exclamó no sé quien.
- ¡Cállate, idiota! -chilló uno de los cocineros que gustaba de dormir a pierna suelta.
Aquellos improperios aún me estimularon la risa y me reí ¡Sí! Me reí... me reí, aún más...
Pero, entre aquellas carcajadas, sentí la quemadura de una lágrima que, más que correr por la mejilla, se adentraba en lo más hondo de mi ser y me paralizaba el corazón.
La Guerra civil en Mallorca vivida por Josep Pons Bestard
35 Los dos modelos
Empezaron a circular rumores y más rumores. Unos que nos enviarían a cavar trincheras, otros que nos trasladarían a otros campos... Todo eran cábalas y suposiciones...
Transcurrieron días y más días. La vida en el campamento se deslizaba totalmente normal y, salvo que éramos menos, todo su curso seguía igual. Las mismas miserias, la misma hambre y la misma disciplina.
Lo único que había cambiado era el tiempo. Había llegado la primavera y aquel bello lugar, aquel lugar, afrentado por el indecente recinto de castigo, había quedado teñido de un color alegre que contrastaba con las bajezas a que estabamos sometidos.
Mi instinto de conservación hacía que me olvidara o, al menos, intentara apartarme de todo lo que fuera humana fealdad y me aferrara, más y más, a todo aquello que perfilara un concepto, un pensamiento o una simple óptica de algo bello y, una vez más, ante aquella magnificencia del color primaveral pensaba en las diferentes partes de un Todo infinito. Debían haber establecido un pacto, un contrato de equilibrio que permitiera de una total belleza y que el hombre al salirse de los principios, quizás por ser superior a todo lo conocido, había adquirido un sentimiento de orgullo, de vanidad individual que le imposibilitaba la efeclividad de un contrato regulador de cada uno ante todos...
De ahí que durante siglos y más siglos, al faltar el pacto, no haya existido el equilibrio necesario para el logro de una equidad social. Todos estos pensamientos afluían a mi mente en desordenado tropel y el desánimo, el desaliento producido por aquella afección asmática y, a la vez, el convencimiento de tener perdida la guerra, me abocaba a la convicción matemática de que esta vez, no había sido Josué, sino Hitler quien paró al sol... El Sol que, en su camino, alumbrara la República, para que pudiera crear un nueva realidad social y política.
Ante aquel estado de cosas, sentía un inmenso dolor, pues sabía que el triunfo de los sublevados representaba el aniquilamiento de la joven democracia española y a la vez también sabía que la "novedad" fascista representaba el retorno del primitivismo, puesto que el movimiento iniciado por Mussolini, no traía al mundo nada nuevo, como no fuera desenfundar moldes antiliberales.
Pero el tiempo, ya entrado en plena primavera, por un lado y el ser joven por el otro, no tan sólo favorecería el instinto de conservación, sino que contrarrestaba el fundado pesimismo al extremo de que no llegué a sentirme feliz, pero sí acepté las cosas tal como eran y quise resignarme.
Empecé a creer que, si bien se perdía la guerra, tenía que salvar la piel y, si lo lograba, quizás encontraría el medio de salir de la ratonera fascista y refugiarme en el extranjero.
Tendría que ser en América y, en aquel continente, Méjico probablemente sería el país ideal; pues en Europa sería difícil, debido a que Italia, Alemania y Portugal, oficialmente eran fascistas, pero el resto, aunque presumiendo de democracias y con carta constitucional escrita que les atestiguaba como tales, la verdad es que el miedo y la cobardía les había obligado a "cepillar" la guerrera a Hitler, así como
inclinarse ante el comediante de Mussoloni...
Miedo que el inglés Chamberlain y el francés Deladier se cuidaron de legalizar, dejándolo bien patente ante la historia, con su firma y rúbrica estampada en Munich. Cobardía y política de avestruz que no tan sólo costó mucha sangre española, sino que, poco tiempo después, tiñó toda la geografía europea.
Pero, a pesar de la mucha cantidad de sangre derramada, sentí la alegría de enfrentarme con la primavera y saturé mis ojos, de luz, de color...
Quería vivir, tenía necesidad de vivir...
Y así, haciendo cábalas y pensando en la forma de huir de la muerte, llegó la orden de levantar el Campamento.
Nos trasladaron en camiones, como a cerdos, al Puerto de Sóller.
La Guerra civil en Mallorca vivida por Josep Pons Bestard
36 Ahora del faro de Muleta al puerto de Soller
Al principio del camino que conduce, desde el Puerto de Sóller al Faro de Muleta, se levantaba un viejo y estrafalario caserón, casi lindante con la playa, que había servido antes de lazareto a tripulantes y pasajeros para que en evitación de que se importaran, se cumpliera la preceptiva y acostumbrada cuarentena.
En aquel caserón sombrío y atiborrado de chinches nos alojaron.
A la iniciación del camino, al dejar la playa y empezar la subida a Muleta se había colocado una verja con un letrero de prohibido el paso, por haber sido declarado zona militar.
No importaba limitar el campo con alambre de espino.
Los accidentes del terreno ya lo dejaban totalmente "valla vallado", por estar emplazado entre el mar, la campiña y el precipicio.
No se puede negar que el lugar estaba constituido por una serie de obras pictóricas a cual mejor: Marinas, árboles, montañas... Paisajes todos ellos contrapuestos al ambiente humano que invadía la comarca. En síntesis, estábamos rodeados de una infinidad de colores y motivos que daba, como resultado, una estética plástica algo más que magnífica pero, a la vez, rodeados, tanto dentro como fuera del Campamento, de una gran cantidad de seres averiados y llenos de odio...
Quiero creer que en aquella hermosa comarca, en aquel valle tan bello, aunque no fuera más que para confirmar la regla de lo que se veía, de lo que se palpaba, había habido y aún quedaba algún ente bondadoso, algún ente a tono y en armonía con la natural belleza del lugar. El viejo edificio estaba distribuido en varias habitaciones y formaba, debido al desnivel del terreno, unas cuantas plantas, llegando hasta el mar. Entre sus compartimentos, encontramos instalados viejos camastros de diferentes tipos y formas y, entre ellos, algunos que estaban constituidos por dos y hasta tres camarotes.
Todo me resultaba lúgubre. Me sentí triste, muy triste...
Un sentimiento de pequeñez invadió todo mi ser y me sentí abandonada de todos... ¡Sí! Volvió a apoderarse un total sentimiento de soledad. Un sentimiento que, siendo niño y sin motivos materiales, había aprendido a conocer.
Un sentimiento que recordaba días sin sol y atardeceres de otoño. Atardeceres en que los débiles rayos del astro rey se iban escondiendo, poco a poco, tras las montaüas de poniente, dejando en mi alma un vacío, un total vacío...
Empezaba a oscurecer. Tocaron a rancho. Formamos en el mismo camino que por obras de las necesidades impuestas por el terreno, había quedado convertido en patio; pero como habíamos llegado a media tarde, sirvieron una cena fría que quedó reducida a un simple "chusco" y, aquel pan cuartelero, fue lo único que permitió que nos acostáramos con la barriga entretenida.
Aquella noche, hasta muy entrada la madrugada, no pude dormir. Menos mal que aquellos bichos llamados chinches no solían picarme, pero entre los gruñidos de unos y otros compañeros al rascarse, el hedor de aquellas habitaciones y la disnea asmática que me acosó hasta que Miguel Vicens me inyectó una dosis de adrenalina, permanecí despierto...
Todo afluía a mi mente, y como si estuviera proyectando una cinta cinematográfica, volví a contemplar el paso de la Monarquía a la República sin la menor violencia, sin gota alguna de sangre. Etapa democrática que se inició, como consecuencia de la ruptura unilateral, sin pacto, de los preceptos fundamentales de la constitución de 1876, quedando totalmente legitimada, no tan sólo por el compromiso de San Sebastián sino, simplemente, por un imperativo manifestado y consolidado dentro de unas pequeñas arquitas denominadas urnas...
Si bien el juego democrático había quedado institucionalizado, al mismo tiempo se empezó a tramar la conspiración armada contra la democrática Matrona y, si bien el 10 de agosto de 1932 no pasó de ser una bufonada, el 18 de julio del 36 se contó con la ayuda real y efectiva de Alemania, Italia y Portugal. Ayuda ampliada por la cobardía inglesa y francesa.
Y esta vez sí que hubo sangre, mucha sangre...
Y, ahí está, precisamente, la diferencia existente entre el 14 de abril de 1931 y el 18 de julio de 1936.
Durante aquellas horas de insomnio y de disnea asmática, empezaba a intuir que, con toda seguridad, habría "técnicos" del Derecho que intentarían la demostración jurídica del levantamiento armado, sin tener en cuenta y queriendo ignorar que, el mismo año 1936 fue el de las elecciones que habían dado el triunfo a las izquierdas, a los que encuadrados en partidos republicanos, todos ellos democráticos y no comunistas, como se ha intentado legalizar ante la historia, puesto que estos últimos no alcanzaron más que unos pocos escaños. La realidad es que el grueso de la izquierda, verdadera democracia progresista, estaba constituido, en inmensa mayoría, por la burguesía liberal.
Es imposible, por lo tanto y por mucho que se vengan estrujando los sesos los "técnicos" más o menos especializados en amassar "oficiales" filosofías del Derecho, la legalización de un acto que llevó, como resultado práctico, el asalto por un grupo totalmente minoritario y sin más apoyo que el de viejas clases antidemocráticas; puesto que, tanto desde el punto de vista jurídico como bajo cualquier otro concepto, es inadmisible la acción armada dirigida contra el Estado y que, necesariamente, tiene que derivar contra vidas y haciendas de inocentes ciudadanos, debido a que están en contradicción con los principios de la ética política que debe presidir la convivencia de toda sociedad organizada y que está representada por la plena libertad de movimientos, tanto del individuo como de los partidos políticos, con base de representabilidad ejercida mediante sufragio universal. Sólo en los regímenes antidemocráticos y por lo tanto, sin libertad plena del individuo, condenado a no poder agruparse o, peor aún, a tener que hacerlo en organizaciones estatales y movidas verticalmente desde arriba, es lícito cualquier acción, debido a que, al carecer de vía, de camino, de puerta, no queda más remedio que el asalto por la ventana o por el tejado . En los regímenes democráticos el asalto armado para conseguir el poder es delictivo y si hay sangre, que la hubo, cada gota es un crimen.
A santo de qué, por lo tanto, el miedo al comunismo cuando el número de diputados comunistas no llegaron más que a trece y, aún a base de recoger las pequeñas migajas despreciadas por los socialistas.
Y si, además, en las elecciones de febrero del 36, convocadas por la derecha republicana de Lerroux y la derecha no definida, pero que de hecho parecía haber aceptado la República, de Gil Robles, los monárquicos definidos como tales obtuvieron solamente tres escaños, lo que indica que la derecha tradicional no tenía fuerza política alguna y, si añadimos, que la nueva derecha naciente a imagen y semejanza de los vientos alemanes e italianos, con sus uniformes, sus jerarquías y sus denominaciones pomposas, basta decir que el hijo del último dictador, inventor de las camisas azules, había sido derrotado, nada menos que en el feudo familiar, en Cádiz...
Lo que indicaba que, tanto la derecha tradicional, la de las cavernas, como la nueva, organizada a base de camisa nueva, no tenía apenas fuerza política y, ¡claro está!, lo que no se encontró en buena lid, en los comicios, había que buscarlo en la fuerza de las armas. La Tradición, la Santa Tradición, volvía por sus fueros.
A medida que iba analizando la sucesión de hechos, comprobaba que las elecciones de 1931, 1933 y 1936, habían sido las más auténticas que el país había conocido y, ante tal realismo, comprendí que las cavernas empezaran a considerar, al intuir que pudiera entrar un poco de luz, que para la conservación de particulares privilegios de casta la oligarquía española tenía que estar en contra de todo experimento
democrático y lanzarse a la destrucción de todo lo que el liberalismo respirara y, sin embargo, a la República, que en modo alguno podía transigir ante el predominio de la tiranía, quizás por grandeza de espíritu, le faltó la necesaria virtud para odiar a los tiranos. Éstos ni siquiera se lo
agradecieron y empezaron a pactar con el extranjero para conseguir, de momento, acopio de armas y, con el tiempo, la introducción de enteros Cuerpos de Ejércitos con sus correspondientes mandos y sus respectivos Estados Mayores.
Tal y como quedó el panorama español, una vez fracasado el Golpe de Estado, al no haber ningún general sublevado con capacidad suficiente para dirigir una guerra civil, por un lado, y por el otro el compromiso adquirido por la derecha, acostumbrada al imperio de un sistema oligárquico y caciquil, con toda la aquiescencia de la Curia romana así como la seguridad de contar con todo el apoyo de las fuerzas militares italianas y alemanas. Si no hubiera sido que, tanto a Hitler como a Mussolini, les interesaba un "campo de pruebas" para que sirviera de entrenamiento a sus ejércitos y, como consecuencia, por saber que los generales españoles -incluido Franco- no conocían más que las matanzas africanas con armamento de tipo rupestre, casi prehistórico... Ellos contaban con materiales y técnicas modernas y, así y todo, tardaron tres años en aplastar a un pueblo desordenado, sin apenas mandos eficientes y lo que es aún peor; un Comité de no Intervención, que les imposibilitaba el obtener el material adecuado para su defensa.
Gracias al fármaco inyectado empecé a respirar, y, aunque la adrenalina abriera todas las vías respiratorias, el corazon se iba acelerando y me daba una especie de temblor por todo el cuerpo, poniéndose todo el sistema nervioso en tensión, al mismo tiempo que, hasta la cabeza, me
quedaba más despejada y todas las ideas aparecían, en mi mente, más claras, más limpias... Normalmente, al poco rato de haber sido inyectado, disminuía la intensidad nerviosa y la tensión bajaba y unos minutos después, solía quedar relajado casi por completo y me dormía, si bien siempre soñaba...
Y aquel día soñé que la derecha cavernícola, al darse cuenta que la República podía ser portadora de la entrada de un poco de luz para facilitar el desarrollo del progreso y, a la vez, podía ser antorcha de dignidad humana, tenía que inventar motivos y razones para conservar su hegemonia de casta y se aferró a tópicos como la defensa de la civilización en contra del comunismo, en un país donde no había comunistas y ello dio, como resultado, que "el que no estuviera con ellos estaba contra ellos" y, por lo tanto, era comunista. De ahí que en Mallorca se olvidaran los distinlos matices políticos. Ya no había conservadores ni centro ni siquiera izquierdas. Sólo quedaban "nacionales" y "rojos". Tanto que hasta los cementerios quedaron desbordados...
A las seis, aproximadamente, de la mañana siguiente, tocaron diana. El ruido me despertó. Me volví y me quedé otra vez dormido. Supongo que no había pasado mucho tiempo, cuando Miguel Vicens, me zarandeó una y otra vez.
- Anda, levántate -me dijo.
Aunque hubiera querido, no podía. Había pasado una mala noche. Le miré y volví a cerrar los ojos.
- Venga, levántate. Todos están formados y a punto de
pasar lista -me increpó.
- ¡Vete, idiota! -le chillé- no ves que estoy deshecho.
- Bueno, ya lo arreglaremos, pero levántate ...
- ¡Déjame tranquilo!: Dile al sargento que se vaya a hacer puñetas. Que moleste a las putas. Que me fusile si quiere, pero que me deje...
Y el buenazo de practicante se fue.
Al poco rato volvió con un vaso lleno de agua sucia a la que llamaban café con leche, pero que tenía la virtud de estar caliente, lo que me gustaba a mí... Le oí exclamar:
- Toma, bebe. He hecho saber al sargento que estas enfermo.
- ¿0 no lo estoy?... Pedazo de animal... -y me tapé la cabeza con la sucia manta.
- Y tener que aguantarte -tartamudeó entre dientes y se fue dejándome, según él, por imposible
La Guerra civil en Mallorca vivida por Josep Pons Bestard
37 El "Lazareto" del puerto de Soller.
Llevabamos unos pocos días en el Puerto de Sóller y me sentía mucho más enjaulado, mucho más preso, de lo que había estado en el Campo de Cap Gros. Allí, en las inmediaciones de La Victoria, estaba, al menos entre árboles y pájaros y, a decir verdad, sólo permanecía en el barracón para dormir o para resguardarme de la lluvia. El resto lo pasaba a pleno aire gozando de la panorámica al alcance de mi vista y sin más limitación que los accidentes puestos por la propia naturaleza. Por el contrario, en el "lazareto" del Puerto de Sóller, estábamos metidos entre paredes y hasta cuando salíamos fuera nos encontrábamos con un corte de montaña que hacía las veces de muro y, por lo tanto, limitaba la vista.
Sólo desde dentro podíamos contemplar parte del Puerto de Sóller.
Por la noche sentía que la humedad me llegaba hasta los huesos. Mis bronquios acusaban aquel ambiente, de tal forma que los ataques de asma se sucedían uno tras otro.
Miguel Vicens logró que me improvisaran un camastro en el porche y, al menos allí, en aquella gran sala, respiraba aire solamente impregnado de salubridad del mar. Pero exento de la mezcla de olores y contaminaciones producidas por la agrupación de tanta gente.
Además, al no gozar de ningún trabajo especial o de favor, hacía que tuviera que ir, como los demás, al trabajo.
Era un peón más en la construcción de la iniciada carretera que, partiendo precisamente del edificio en que estábamos instalados seguía, monte arriba, hasta el faro de Muleta para ir a enlazar, dando la vuelta con la carretera de Deyá, poco más o menos en las inmediaciones de Can Bleda. O me quedaba en el edificio, por enfermo, lo que sucedía con frecuencia...
Una de aquellas mañana en que había quedado en el Campamento, me tropecé con un periódico antiguo, muy atrasado, de antes del levantamiento armado, y leí entre otras cosas, la entrada de Gil Robles como ministro de la guerra, como consecuencia del arreglo gubernamental de la CEDA en contubernio con el Partido Radical que acaudilló Lerroux, el "histórico republicano" que llegó al conservadurismo político después de haber predicado el "levantamienlo de los velos de las monjas para elevarlas a la categoría de madres"...
No sé lo que pensaría Gil Robles de aquella subida al mismo carro que Don Alejandro; pero lo que sé es que la CEDA, a partir de aquel momento, fue cayendo en un descrédito casi total, puesto que al querer aglutinar a todo el bando de la derecha, no le quedaba más remedio que nadar entre dos y hasta tres aguas, debido a que por un lado no quiso unirse a la sociedad secreta "Unión Militar Española", dirigida por el General Mola, encargado de establecer contacto con el extranjero para acopio de armas, para ser empleadas contra la república y, por el otro, tampoco acató noblemente el régimen republicano, puesto que se lo impelían ciertos sectores conservadores y clericales, aunque al parecer había aceptado ese sistema, ya que no tuvo ningún escrúpulo en aceptar cargos ministeriales y entre ellos la titularidad, nada menos, que del Ministerio de la Guerra.
Gil Robles aceptaba o no aceptaba la República. No lo sé, puesto que al querer aglutinar a un sector de derechas le era muy difícil definirse como monárquico o como republicano; pero como de momento, le interesaba gobernar y, a la vez, para ello necesitaba los votos que controlaba el alto
clericalismo que, en definitiva, era quien lo había situado y, por ello, podía abandonarle, se veía obligado a moverse de manera que pudiera contentar a la extrema derecha, la de las cavernas, hasta la otra derecha, la que estaba a muy poca distancia de la derecha republicana.
Todo aquello me trajo a la memoria una serie de situaciones. Al analizarlas, no me extrañó que la "Confederación Española de Derechas Autónomas", fuera la resultante de una coalición un tanto heterogénea de fracciones, entre las que figuraba Acción Popular que con el nombre anterior de "Acción Nacional" que organizara Ángel Herrera como agrupación política para defender por todo y ante todo el magisterio social de la Iglesia. En el fondo era todo ello una prolongación de "Acción Católica Española" que, de acuerdo con su particular concepción de la Iglesia y Estado, quería a todo trance la revisión de las leyes que separaban el poder espiritual del poder estatal. La República, por lo tanto, no podía ser admitida por la derecha "cavernícola", como hubiera dicho Félix Lorenzo, puesto que un régimen que se atreviera a dar al pueblo el libre ejercicio de sus derechos políticos representaba graves peligros y no cabe duda de que todo lo que representara un experimento democrático tenía que ser hostilizado y Herrera, desde El Debate, hacía todo lo humanitariamente posible para fomentar el antiparlamentarismo y todo aquello que fuera contra la democracia. Así es que la CEDA, siendo el partido, entre las derechas, mayoritario, nació a base de criterios dispares si bien, de momento, convergían en un punto común. Con el tiempo se verían encontrados entre sí, lo que obligó a que los intransigentes se fueran agrupando en torno al monárquico Calvo Sotelo y, los que quedaron, aún perteneciendo a una derecha civilizada, no llegaron a transigir con los conservadores republicanos y, si bien no conspiraron, no hicieron absolutamente nada para impedirlo; puesto que, tanto sus simpatías, como sus personales intereses, se centraban y formaban común denominador con las fracciones que componían el mundo de las cavernas ...
Y entre aquellos recuerdos, aparecían ante mi vista todos los pecados capitales: la avaricia de unos y la ambición de otros, pero todos, al unísono, intentando justificar el derecho a los fueros de la fuerza para mantener viejos privilegios o la legalidad en la obtención del botín.
La República nacida y proclamada por intelectuales, había llegado con la luz del progreso, pero se encontró sobre una geografía llena de viejos prejuicios, llena de antiguos temores... Una geografía dominada por terratenientes y caciques unidos a la intransigencia de una buena parte del clero al repudiar a todo lo liberal. A una parte del clero que quería seguir gobernando las conciencias y las costumbres...
Y llegué a la conclusión de que la decadencia de España traspasaba los límites de la epopeya.
La Guerra civil en Mallorca vivida por Josep Pons Bestard
38 El clericalismo de la derecha
A medida que iba recordando diferentes etapas, me iba perdiendo en el laberinto intelectual de los hechos y, cada una de las que componían la corta historia, que había coincidido con el tiempo en que transcurriera mi existencia y a pesar de representar un periodo limitadísimo, había aprendido que, en contra de todo avance social o político, siempre se interfería uno de los clanes, bien encuadrado dentro del clericalismo o bien dentro de las clases de terratenientes o de caciques, que con diferentes nombres y disfraces se habian modelado durante siglos, de acuerdo con sus particulares conveniencias, a todo el país.
No es extraño pues, que el clericalismo de la derecha, alentado por la institución eclesiástica, reaccionara al intuir que podía perder alguno de sus privilegios de casta y pensara en matar, en contraposición a un pueblo que, aún habiendo sido sometido durante años y más años, explotó de entusiasmo y de alegría aquel 14 de abril de 1931, por la sencilla razón de haber obtenido la libertad.
Aquellas pintorescas escenas de un pueblo que desea crecer y desarrollarse para alcanzar la suficiente madurez política, por fuerza tenían que ser frenadas y, como resultado, en Mallorca, se sucedieron, a partir de aquel verano de 1936, episodios horripilantes. Unos con todo refinamiento y otros vulgares y soeces, pero todos ellos de gran magnitud dentro la crueldad.
Aún recuerdo a un pobre hombre al que le habían introducido un palo en el ano. Lo dejaron en la cuneta de un camino cerca de "Las cuatro Campanas", con un letrero que decía: "A los rojos hay que darles por detrás"...
Y entre todos aquellos recuerdos, iba pensando que, al dictador, lo único que le interesaba era una persistente victoria sobre los hombres, llegando, si fuera preciso, a la destrucción total de todo aquello que pudiera alentar a mantener el liberalismo.
El dictador, nuevo príncipe sin corona, para subsistir necesitaba sembrar el terror, primer paso para abatir conciencias, y para ello, necesitaba de mansos que, como engordados cabestros, ayudara con su cobarde colaboración al logro de la legitimidad de la subversión y para conseguirlo se había rodeado de gente con figura de hombre y mentalidad de bestia...
Y cada vez que recordaba lo sucedido desde el 14 de abril de 1931 me ponía frenético. La buena fe y el sentido de honradez de los hombres que representaban a la República era tal que los clanes que operaban en las cavernas tenían mano libre para obstaculizar al nuevo orden.
Aprovechaban la libertad para atentar y pisotear a la libertad.
Estos clanes, estas derechas clericales, terratenientes y caciques boicoteaban, por todos los medios, a la República.
Todos ellos utilizaban el arma de la hipocresía y de la perfidia,
al mismo tiempo que generando todo el odio que su rencorosos sentimientos podían almacenar, fraguaban la matanza de liberales y demócratas.
Recuerdo que una noche, en Radio Mallorca, un falangista viejo, de camisa nueva, le contaba a un teniente coronel, más viejo aún, que presumía de carlista, que la madrugada anterior, para hacer prácticas de tiro, había sacado a tres presos del castillo de Bellver. Les habían atado las manos por detrás y les habían soltado en el bosque. Ello servia
para comprobar la buena o mala puntería.
- ¿Y que pasó? -preguntó un tercero que se había interesado por la anécdota.
- Pues que de los tres se nos escapó uno -contestó el falangista y añadió- Estoy seguro que fue el imbécil de Juanito quien falló.
- ¿No lo perseguisteis? -preguntó el teniente coronel.
- ¿Para qué? Estábamos cansados y nos fuimos a dormir.
En uno de los trozos, más o menos a mitad de camino entre el "Lazareto" y el Faro de Muleta trabajábamos unos cuantos presos, creo que seríamos cinco o seis en total, tres de ellos albañiles de oficio y, a decir verdad, bastante buenos.
Luis Stengel y yo, estábamos a sus órdenes, en calidad de peones. Aproximadamente en aquellas inmediaciones había un caminillo que, a base de mucho desnivel, conducía al mar.
Desde la carretera, a una profundidad de unos cuarenta metros, aparecía una pequeña calita que, por lo visto, el personal del Faro disfrutaba a su libre albedrío, puesto que ellos eran los únicos en transitar libremente aquella zona, debido a su condición especial, como consecuencia de ser demarcación militar. Para subir a Muleta necesariamente había que atravesar el campamento de concentrados, pero se daba la casualidad de que yo aún no había visto al alferez de Milicias de falange encargado del Faro y aquel día, día de sol esplendido de julio, uno de los compañeros indicó que bajaba gente. Me volví. Venían dos hombres y tres mujeres. Todos ellos jóvenes. El mayor no sobrepasaba de los treinta años.
Cuando llegaron a nuestra altura, una de ellas, señora casada se adelantó. Vino hacia mí y me abrazó.
- Que alegría verte! ¿Cómo estas?.
- Bien, muy bien le contesté un poco avergonzado de que me encontrara tan mal vestido. Tan haraposo y tan sucio.
- Quieres algo de Palma? Yo me voy mañana...
- Rafaela ¡Venga, vámonos! -Le gritó su esposo que, por lo visto era el alférez de Falange, encargado del Faro.
- Adios y cuídate. Cuídate mucho... Me dio un beso y se fue a reunir con el marido y los demás que, exceptuando la más joven que me saludó cariñosamente con la mano, me contemplaban como quien contempla a un raro bicho, a un ente proscrito, a un rojo...
Les vi alejarse. Bajaron por aquel caminillo que conducía al mar. Por los ademanes de él, tuve la convicción de que la estaba riñendo... Me dio lástima.
Mis compañeros me contemplaban con cierto asombro.
- No os asustéis -les dije riendo- es una mujer casada.
- Pero joven y guapa me dijo uno de ellos.
- Y te ha besado, rico -afirmó el otro en tono de broma.
- ¡Sí! -contesté, como si hablara conmigo mismo- Me ha besado como se besaría un hermano pequeño, a un hermano más joven...
Me volví y mirándoles, uno a uno, les dije:
- Él, el alférez estampillado, aunque no me haya saludado es un compañero de oficina. Los dos somos funcionarios y, aún teniendo nueve o diez años más que yo, está por debajo de mí... Todo lo que tiene de guapo y de arrogante lo tiene de imbécil y de incapaz...
- Si le quitan el uniforme no queda nada -contestó Luis Stengel y añadió-. No comprendo como una mujer como ésta que, además de guapa es muy inteligente, se pudo casar con este presumido.
- Se debió casar con él por conveniencia -sentenció uno de los albañiles- y se la pega con otro. De ser así, no sería el primer caso.
- ¡Alto ahí! Exclamó Stengel-Estoy seguro y por ello pondría la mano en el fuego y, con toda certeza, no me quemaría. Ella es incapaz de tal felonía...
Y adoptando un tono muy grave y con toda la seriedad que solía investirse el profesor de matemáticas cuando explicaba una lección o un teorema, continuó:
- Normalmente el hombre nace o no nace atado, con absoluta independencia de mentalidad o temperamento de la esposa y, por lo tanto, el que ha nacido cornudo puede sucederle que la mujer lo confirme o, simplemente y por ser ella persona decente, se empeñe en evitarlo. De ahí que, aún existiendo terreno abonado, no se llegue a la consumación del hecho embrionario del cuerno.
- Ella, según tu opinión, posee la moral que le falta a él
- interrumpió otro de los presos.
- Exacto -afirmó Luis.
Mientras tanto, mi vista seguía la ruta de aquellos pobres diablos. Les contemplaba como quien contempla a unos desgraciados. Uno, el alférez, saturado del orgullo propio del hinchado pavo real, era hombre de buena "fachada", pero totalmente vacío y, el otro, un tal Estarellas, fascista, de mentalidad corta y físico demacrado, acompañado de su llenita y contorneada esposa, de figura griega y, que a juzgar por el aleteo de sus fosas nasales, inducía a presumir un especial apetito genésico que, con toda seguridad, derivaba de un prolongado abuso de alcoba. Con ellos iba una hermana del estampillado, muy modosita y bastante buena persona.
Los cuatro componían el acompañamiento de Rafaela. ¡Pobre Rafaela!...
La Guerra civil en Mallorca vivida por Josep Pons Bestard
39 La cosa se complica
A los dos días, en vez de mandarme al mismo tajo, me "metieron" en uno de los camiones que trasladaba a los presos a otros lugares de trabajo, a los que coincidían otro extremo, en el que enlazaba con la carretera de Deyá.
Ello me extrañó, pero no le di más importancia. En el fondo me interesaba. Para mí el cambio resultaba un número nuevo.
Los camiones salían del Campamento y enfilaban la carretera que desde el Puerto conduce a Sóller. Atravesaban la pequeña ciudad para seguir la ruta de Deyá y un poco más arriba de Can Bleda, bifurcaban para entrar en las obras que, al prolongarse, enlazarían, por Muleta, bordeando el litoral, con la playa del Puerto de Sóller.
El paisaje era otro. Totalmente distinto de la otra ladera.
Campiña, mucha campiña y más allá, a lo lejos, mar abierlo... Inmensamente abierto, hasta allí, donde la vista contempla
la línea, el beso, el eterno beso del líquido elemento con la bóveda celeste. Al contemplar aquel paisaje, me sentí, espiritualmente, más libre y físicamente menos preso...
Cerca de medio día estuvo Cañavate. Era el capataz que, al servicio del Departamento de Obras y Fortificaciones, llevaba la dirección práctica de la carretera que construíamos. Me llamó aparte y me puso de manifiesto los motivos que le habían inducido a cambiarme de lugar.
-Ayer estuve con el alférez del Faro de Muleta -me dijo, y añadió- Le encontré hablando con el sargento Viver y con el sargento Jofre y les puso, tanto a usted como a Stengel, verdes, ¿usted le conoce verdad?.
- Un poco -contesté.
- Pues me parece que tiene muy mal concepto de los dos.
De usted y de Stengel. Dijo que eran dos rojos y, en especial de usted habló muy mal. Tanto que el sargento Jofre le contestó diciéndole que en cualquier momento le aplicaría la "ley de fugas". Así es que he creído conveniente, en bien de usted, quitarle de los lugares que frecuenta el alférez. Dígale a Stengel que también se ande con cuidado y que Dios nos proteja.
- Le agradezco lo que me ha dicho y descuide que, tanto Luis como yo, procuraremos "andar listos".
- Yo no sé lo que tiene en contra de usted pero, créame, estaba furioso. Es ridículo, dijo, que el Estado los conserve vivos y encima los mantenga, cuando lo que se gasta podría invertirse en atenciones necesarias y no con gentuza...
- Conozco uno de sus motivos de su enfado -le interrumpí- el último y, en buena ley, no es conmigo con quien debería enfadarse. En el caso de enfadarse, lo que ya representa
una idiotez por su parte, tendría que haberlo hecho con su mujer.
- ¿Con su mujer? -exclamó el bueno de Cañavate.
- ¡Sí, con su mujer!...
Y le expliqué lo que había pasado y, además, le conté los motivos que unían no a nosotros particularmente, sino a mi familia y a la suya. No es de extrañar, por lo tanto, que su esposa tampoco comprendiera que los que ayer formaban parte del medio en que nos desenvolvíamos, buenos contertulios y mejores amigos, pasáramos a ser encarnizados enemigos.
- Claro, él hubiera querido pasar por delante de usted, sin conocerle. Vamos, hacer que no le conocía, pero su mujer le traicionó, al pararse para interesarse por usted y más si tenemos en cuenta que lo hizo de forma efusiva ante sus amigos y ante otros presos. No me extraña.
- A mí tampoco me sorprendió la reacción de él, así como tampoco el interés de ella, debido a que moralmente hablando, les separa un abismo... Nunca he podido comprender como una mujer de principios, con un concepto humano, con ética, pudiera unirse a este bestia...
- Bueno, por allí viene el sargento Palou. Así es que dejémoslo.
- De todas formas , el motivo que yo he puesto para trasladarle ha sido el que me ayudara en la ejecución del trazado, pues nos vemos obligados a modificar sensiblemente el proyecto.
Caminó dos o tres pasos y me enseñó unas diferencias de nivel, según él, demasiado pronunciadas, y al darse cuenta de que el sargento tardara poco en estar a nuestra altura y no tenía que oírnos hablar más que de trabajo y que a continuación tenía que ayudarle a tomar algunas cotas...
- En Alcudia, según tengo entendido, fue un buen auxiliar, y aquí espero que me ayudará en lo que pueda. Al fin y a la postre, con fascistas o sin fascistas las carreteras quedarán.
- Cuente conmigo y gracias -le contesté.
Al llegar al Lazareto se lo conté todo a Luis Stengel y, entre los muros de aquella húmeda covacha llena de chinches, nos reímos... ¡Sí! Nos reímos a grandes carcajadas. Los dos pensábamos en aquel vanidoso, lleno, por lo visto, de ardor patriótico. Los dos pensamos en aquel cretino que quería justificarse a sí mismo, sus personales resentimientos, por estimar que había engrandecido a su persona con el lucimiento de una estrella de alférez de Milicias del Partido, a falta de haber conseguido si no el engrandecimiento, al menos la dignidad debida al ingenio, la cultura o simplemente, la bondad.
La historia de aquel hombre era la de tantos hombres privados de toda equidad intelectiva y que tanto abundan en las clases medias y altas españolas. Uno más entre tantos resentidos que al intentar saciar un almacenado rencor, con el engaño de un aparatoso uniforme, constituían terreno, especialmente abonado, para el sostenimiento de una dictadura personal.
De pronto nos dimos perfecta cuenta que si el alférez estaba más o menos indignado, nos tenía sin cuidado y nos daba aún risa; pero no cabe duda que habría alguno de los sargentos al que le alegraría el poder aplicar la "ley de fugas" . En total, porque Rafaela había ofrecido la limosna de un beso con el sentimiento de la caridad que, dos mil años antes, había sido puesto de manifiesto por el Hijo del hombre...
- ... Si algún día vuelve, se lo volverán a cargar...
- ¿Qué?- preguntó Luis.
- ¡Ah! Nada, pensaba en voz alta... Perdona -le contesté.
- ¿Con quién?...
- Con Jesús de Nazaret
La Guerra civil en Mallorca vivida por Josep Pons Bestard
40 El reencuentro
Desde una de las ventanas del porche me pareció ver a un buen amigo, a uno de los compañeros en la redacción de Ciudadanía. No me equivoqué. Bajaba, acompañado del sargento de guardia, las escaleras del chalet que había sido requisado, precisamente, por su especial emplazamiento, junto a la misma entrada del Campamento y servía, además de oficina, de dormitorio a los guardianes.
Me sorprendió verle. Lo creía muerto, bien por haber sido fusilado o bien por haber sido dejado tendido en cualquier cuneta de carretera o tapia de cementerio. No fue así y la verdad es que, al comprobarlo, mi alegría fue inmensa.
Una vez que reaccioné de la impresión primera, me pregunté cual sería el motivo de traer a un hombre de sus condiciones físicas a un campamento de trabajos forzados, en donde los presos estaban organizados a base de un sistema exageradamente militar. Éramos hombres encuadrados en unidades de castigo y tratados con toda la dureza de las compañías disciplinarias. Aquello era, por lo tanto, un campamento militar y, francamente, un hombre con una pierna anormal, un poco curvada y falta de desarrollo y, probablemente
más corta que la otra, como consecuencia de una
poliomielitis y declarado inútil total para el servicio militar,
constituía una nota fuera de tono...
Andaba tambaleándose aún con la ayuda de un bastón.
Iba muy encorvado...
Yo lo hubiera superado todo menos contemplar aquel cuadro. Un lisiado de las piernas en una unidad militar. Una unidad militar en donde lo único que se podía encontrar era el pico, la pala y el hambre. No hablemos de castigos que periódicamente se iban imponiendo para mantener el sentimiento de la disciplina...
Poco rato después, tuve ocasión de poderle abrazar. Le pregunté por su hermano. Me dijo que estaba en un campo de concentración civil. En el mismo del que procedía él.
- ¿A ti, por qué te han cambiado? -le pregunté.
- A ciencia cierta no lo sé, pero supongo que por cualquier tontería. Por cualquier fallo del engranaje oficial. Ten en cuenta que no somos más que un número de una ficha.
Un incidente cualquiera hace que te fusilen o te pongan en libertad. Yo he venido a caer en un campamento militar y, para colmo, son capaces de vestirme como tú y como todos estos. Disfrazado de soldado. Bueno de soldado andrajoso...
- Andrajoso y piojoso- le contesté.
- No me hables de piojos y de chinches. Lo conozco muy bien. Hasta en el Castillo de Bellver los chinches nos tenían fritos y no digamos de los campos de concentración civiles
- contestó, riendo y después de una corta pausa, añadió:
- Creía que en los campos militares había más limpieza; pero por lo que veo, los cerdos son los mismos.
- Bueno. Dime con quien has estado. Supongo que habrás coincidido con Nilo Salas o con Moreiras o con...
- Sí, he coincidido con muchos amigos y, entre ellos, con estos dos, además de Juan Alomar, de Colomar, de Guerrero, de mi hermano...
- ¿Sabes algo de Don Jaime Valls? -le interrumpí.
- Sí, los canallas le fusilaron -contestó en voz bajita, pero llena de rabia.
- Me lo figuraba. ¡Sinvergüenzas! -exclamé.
- No grites, que pueden oírnos- me replicó también en voz muy bajito.
Y me contó muchas cosas, muchísimas... Por él supe el paradero de muchos correligionarios, el paradero de amigos,
de hermanos...
Por la historia sabía que por el Castillo de Bellver, años antes, había pasado en calidad de preso Jovellanos; por la historia, también sabía, que en el Castillo de Bellver, por liberal, había sido fusilado el general Lacy y, por la historia, sabía de muchos que, al pasar por aquellas dependencias privados de libertad en los corazones de hombres de bien y, por este entrañable amigo supe que habían sido asesinados, sin requisito alguno, hombres, hombres buenos, como el obrero socialista Jaime Bauzá y el administrador general de Correos Jaime Bestard y tantos y tantos y tantos otros...
Y aquel Castillo de Bellver, bello castillo, tanto por su estilo arquitectónico como por su arrogancia de alzarse respetuosamente
por encima de la cúpula de cientos, quizás de
miles de pinos escalonados, formando fantasmagórico
alfombrado, había tenido que ser testigo de infinidad de
desdichas y crímenes...
Pasaron días, quizás semanas...
Poquito a poco me fui acostumbrando a la vida de aquel Campamento.
Hubiera sido feliz, si no hubiera sido por aquella disnea asmática que me azotaba por las noches. Hubiera sido feliz a pesar de lo que nos hacía pasar "Es Chatillo" con menús que no mataban, pero que ayudaban a morir lentamente, para terminar, un día a la semana con el celebre "plato único" que, una vez visto, se podía denominar "plato vacío"...
Recuerdo que una noche, estando sólo, como de costumbre, en aquella inmensa nave de techo inclinado y vigas de madera, que cubría casi todo el edificio, iba contando y clasificando nombres "in mente". La lista era larga, muy larga... Entre tanta gente, vivos quedaban pocos...
La Isla se iba quedando desierta de demócratas, de hombres nacidos libres.
Y llegué a la conclusión de que muchos de aquellos que habían sucumbido, poseían el privilegio de gozar, en toda su íntima constitución, la gracia de la libertad, concedida por su natura sólo a los escogidos; puesto que, a la mayoría, al no haber llegado a un nivel de desarrollo de la propia dignidad, les falta, aún siendo entes racionales, la plenitud del raciocinio y, como consecuencia, no pueden ser libres.
Recuerdo que desde aquella ventana el ir y venir de las muertas olas al alargarse sobre la playa del Puerto. Aquel acompasado ruido me ayudaba a mantener el ritmo de mis propios pensamientos y, desde el fondo de mi conciencia, de mi intelecto, me sentía, a pesar de los chinches, el hambre y el asma, un hombre afortunado, puesto que físicamente me aguantaba vivo y espiritualmente, me sentía más libre que el canto de un trovador.
Hubiera sido totalmente feliz al pensar y comprobar que existía, aún a pesar de los ataques asmáticos, si no hubiera sido por el ronquido acompañado de los aviones que, a primeras horas, salían a bombardear poblaciones abiertas como Barcelona, Valencia, y tantas otras...
Y me hubiera sentido feliz, si no hubiera habido tanto muerto, tanta sangre vertida...
Recuerdo que una noche al asomarme a una de las ventanas del porche y contemplar el irregular entrante de agua que, en forma de lago, constituye la pequeña y casi cerrada bahía del Puerto de Sóller, contemplé con espanto, que habían desaparecido los destellos de plata, producidos por el choque de los rayos de luna sobre el líquido elemento y
todo había quedado rojo, totalmente rojo .
Tuve la sensación que toda la sangre derramada sobre la Isla se había acumulado en aquel embalse...
No sé si despierto o soñando. No sé si demasiado cuerdo o demasiado loco. Lo único que sé, es que escudriñé una y mil veces, ante aquella visión y busqué a unos y a otros y no pude distinguir a figura humana alguna. Sólo en mi mente quedaban nombres. Los cuerpos yacían Dios sabe donde, pero allí, en aquel lugar, yo veía la sangre de todos. La sangre de un Olmos, un Grau, de un Pastor, de un Canea, de un Fernández, de un Coll, de un Matas...
A la mañana siguiente, bajo un radiante sol, desde una de las mirandas de la carretera, contemplé las aguas del Puerto. Allí había todos los colores de la paleta, menos el rojo...
Azules y verdes, en todas sus gamas, en todas sus mezcla... Cristalinos, transparentes...
Y me sentí otra vez casi feliz. Espiritualmente libre...
Al llegar al Campamento, de regreso del trabajo, Miguel Vicens, el bonachón de practicante, me dijo en gran secreto que aquel hombre joven y poliomielítico, llegado unos días antes, había tenido un ataque de locura y había intentado suicidarse. Menos mal que él, por circunstancias meramenle casuales, había llegado a tiempo de evitarlo.
Me puse a reír a grandes carcajadas.
- ¿Esto te hace reír? -me preguntó en tono de desagrado.
- ¡No! -le contesté, pero pensé, que la noche anterior también yo había estado en contacto con la locura y, sin darme cuenta, mecánicamente exclamé:
- ¡Pero ya no hay sangre!... El agua está limpia, transparente...
- Tú sí que estás más loco que una cabra...
Y se fue.
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