En la moderna sociedad de masas muchos hombres les ocurre como al babuino Obbo en medio de aquella sociedad en la que era forastero.
El traslado a un nuevo lugar de trabajo, el marcharse a vivir a otra ciudad, el ingreso en un nuevo grupo de amigos, el cambio de escuela o de clase, la pertenencia a un círculo de personas hasta entonces desconocidas, unas vacadones en un país exótico... Una cualquiera de esas cosas puede hacer que un ser humano pueda sentirse desarraigado de su antiguo ambiente social.
Contrariamente a Obbo, muchos seres humanos en una de esas situaciones anormales pueden sentir dificultades de comportamiento en ese fenómeno casi sicológico que es lo que llamamos inteligencia social.
En primer lugar, eso se manifiesta en una inseguridad a la hora de valorar y juzgar el carácter de otros seres humanos. Hay personas que le conceden un mejor juicio, en un aspecto, a sus animales domésticos que a sí mismos y se basan en las reacciones de ellos a la hora de establecer un juicio de ese tipo
–Pero, jefe, ¿por qué no quiere dar a ese hombre el empleo de contable? –preguntó la secretaria. Acaba usted de comprobar que su personalidad
causa una excelente impresión. Sus calificaciones son muy buenas y los
resultados de los tests de los sicólogos, inmejorables.
El jefe siguió firme en su decisión de no emplear al candidato, aunque
no dio ninguna explicación sobre los motivos de su postura.
La verdadera razón de su actitud sólo la sabía su esposa. Según ella, en
la empresa de su marido no debía ser admitido ningún candidato que hubiera sido recibido con ladridos y gruñidos por su «sicólogo jefe». Para ella, su perra dogo Tim
Al igual que ese jefe, son muchas las personas que actualmente reemplazan su propia inseguridad en el juicio sobre los desconoddos con ese oráculo que es para ellos su animal favorito. Si el nuevo novio de la hija visita por primera vez la casa, si se encuentran en la calle con la nueva vecina, si no saben si prestar su casa de campo a unos amigos, a los que no se conoce demasiado bien, o si se duda entre si se debe o no invitar a comer a un compañero de trabajo... En todos esos casos en los que se sienten incapaces de decidir, se dejan guiar por su perra y la respuesta depende de que éste mueva el rabo amistosamente o empine las orejas y enseñe los dientes. Y si no tienen perro, se fian del gato. Si éste se acerca y se roza con las piernas del recién llegado, todo va bien; si escapa bufando de la habitación, como si de repente la atmósfera se hubiera emponzoñado, aquella persona no merece la menor confianza.
En la película La profesora, Satanás recorre el mundo encarnado en un muchacho muy guapo y de aspecto agradable y simpático. Todo el mundo lo considera un chico amable y bueno. Pero los animales del zoológico adivinan inmediatamente la maldad que se esconde bajo esa apariencia de bondad, y reaccionan gruñendo, trompeteando, au11ando. Este instinto de los animales ¿es una verdad comprobada o simplemente un perjuicio arcaico fuertennente ligado al ser humano?
En el Fausto de Goethe puede leerse: «iSerás como Dios cuando sepas qué es el Bien y el Mal!» ¿Son como dioses los animales que, aparentemente, con sus movimientos de rabo expresan un mejor conocimiento de la naturaleza humana que el que un profesor de sicología tiene en su mente?
Para responder a esta pregunta, tan importante para las relaciones interhumanas, me permito referirme con mayor detalle a dos fenómenos: primero, los delicados matices del juego gesticular de los seres humanos que escapan a nuestros ojos, pero que los animales perciben y de los cuales pueden sacar consecuencias que a nosotros no se nos ocurren; y segundo, esa radiación de la personalidad que ejerce sobre los animales una influencia inconfundible.
Y finalmente: ¿son verdaderamente esas expresiones signos inequívocos del Bien y el Mal? no es posible que los animales también se equivoquen?
Tenemos, a este respecto, el famoso ejemplo del profesor Konrad Lorenz
y su perra pastor alemana Stasi. Cuando había visita en la casa, Stasi se echaba en un rincón de la sala, sin moverse, y sólo parecía animarse cuando el visitante se marchaba, porque eso significaba que a continuación podía salir a retozat un rato fuera de la casa. El etólogo se dio cuenta de que la perra dirigía a la puerta antes de que siempre el invitado se levantara con intención de despedirse.
¿Cómo sabía Stasi que el visitante iba a marcharse? ¿Comprendía eI lenguaje humano? Para comprobarlo, Konrad Lorenz le propuso a un conocido que le ayudara a realizar un experimento: el visitante debía hacer como si quisiera marcharse, pronunciar unas palabras de despedida, levantarse, darle la mano al dueño de la casa y dirigirse hacia la puerta. Pero Stasi pareció comprender el truco y no se movió de su rincón. No cabía duda de que se dio cuenta de que se trataba de un truco, de un engaño, y la perra sabía que en realidad el amigo no pensaba marcharse.
La perra, por lo visto, podía deducir la verdad más del modo como los hombres decían las cosas que del sentido de las palabras, en caso de que pudiera haberlas comprendido. Había actuado consecuentemente como una perfecta conocedora del ser humano, no fiándose de sus palabras, sino de cómo éstas eran pronunciadas; es decir, que se fiaba más del cómo que del qué cuando se hablaba con ella.
Por otra parte puede darse por seguro que Stasi conocía tan bien a su dueño, el profesor Lorenz, que sabía ciertamente cuáles eran los gestos, por mínimos que éstos fueran, que anunciaban algo determinado. Para comprabarlo el profesor fingió que quería cogerla en brazos, pero la perra se dio
cuenta de que su dueño fingía y no reaccionó como lo hacía cuando su dueño realmente quería abrazarla.
Los perros han venido al mundo, a la vida, en la comunidad. Para vivir en ella deben comprenderse mutuamente con los otros miembros de esa comunidad. Con su «idioma» sonoro, sólo pueden expresar su furia, su alegría, su nostalgia, su miedo, su dolor o su tristeza. Nadá más. Consecuentemente, para comprender el resto de las impresiones y sensaciones, que los seres humanos expresamos con palabras, tienen que recurrir a un análisis muy exacto de los mínimos matices de los ademanes y gestos de su interlocutor.
Los hombres hemos perdido, si no toda, sí una gran parte de esta facultad de interpretar el significado de nuestros gestos y ademanes. Las mujeres todavía conservan algo más de esa intuición que los hombres; la gente de campo que los intelectuales.
Nunca olvidaré cuando casi a finales de la última guerra mundial quise disparar contra el perro pastor alemán de un matrimonio amigo. El hambre era tan grande en esos días que sus dueños no encontraron otra solución.
Con la pistola escondida en el bolsillo de atrás del pantalón entré en la casa y traté de comportarme exactamente igual que hacía en mis otras visitas. Pero Harro que éste era el nombre del perro, no acudió a saludarme como solía
hacer, sino que con el rabo entre piernas fue a esconderse bajo el sofá. Cuando me acerqué hacia él, se me adelantó, dio un salto y se colocó sobre las rodillas de su dueña y empezó a gemir y a quejarse como un pequeño perrito faldero.
Sin poder llevar a cabo lo que me había propuesto, abandoné la casa. Tres semanas más tarde me llegó la noticia del fallecimiento de la dueña del perro. Había muerto de harnbre porque repartió su escasa ración con el perro. Poco después Harro murió también. Lo que nunca dejaré de preguntarme es cómo se había dado cuenta el inteligente animal de que yo quería matarlo.
El asunto se hace aún más misterioso si se compara este acontecimiento
con la forma como los perreros italianos desarrollan su trabajo. Esos horribles no son –como se los ha caricaturizado en tantas películas– seres miserables, rufianes perversos que con el lazo en la mano corren detrás de los perros. Por el contrario, su aspecto es más bien deportivo y simpático y ejercen sobre los perros una atracción verdaderamente magnética. Un saludo especial, un siseo amable, un crujido de dedos y un amistoso «ven aqui!», y el perro se acerca a ellos alegre, confiado, moviendo el rabo. Y izas!, van a parar al furgón.
Yo defino a estos hombres como «especialistas en demagogia animal»,
Los perros caen casi todos en la trampa. No hay nada en los laceros que les señale el peligro. Los domadores en el circo tienen también algo de eso.
iY también los degolladores en los mataderos!
Muchos carniceros, que en el ejercicio de su profesión tienen que matar un número incontable de animales, son por las noches, cuando llegan a casa, los más cariñosos amigos de sus animales domésticos. Los veterinarios lo saben bien. Han visto a más de uno de esos carniceros perder el conodmiento al ver cómo su perrito chilla cuando se le pone una inyección de vitaminas.
Y también los animales parecen estar unidos con un amor especial a esos hombres y no muestran el menor temor, como si no sospecharan en absoluto lo que su dueño hace diariamente con tantos otros animales.
Creo que nos acercamos al problema al dejar a un lado esa difusa generalización y tomamos en consideración el comportamiento aislado de un individuo con otro. Para decirlo con una expresión humana: i Al perro le tiene sin cuidado lo que su amo haga con otros animales mientras sepa que es su amigo.
La forma como surge y se consolida una amistad así escapa también a
todos los conceptos de la lógica y la razón. Quien mejor ha sabido expresarlo es Lois Crisler, una norteamericana especializada en el rodaje de filmes sobre animales, que recogió algunos lobos canadienses para educarlos y después irse con ellos al campo.
Cuando uno de esos lobos, al que bautizó con el nombre de Trigger, se hizo adulto, en sus relaciones con la valerosa mujer se lirnitó a aceptar la comida así como una gran tolerancia, en ocasiones realmente admirable, por parte del animal hacia Lois. Por las noches, Trigger dormía en la cabaña, al lado de su cama. Una noche, antes de quedarse dormida, Lois Crisler dejó caer su brazo al lado de la cama de modo que su mano rozó la piel del lobo, que gruñó como avisándole de su ataque. Como de costumbre, la mujer tembló de temor.
«Pero en esa ocasión –cuenta Lois–, quise expresar todo el cariño que sentía por aquel animal y dejé que mi mano descansara sobre él. Percibí la fuerte corriente vital de un amor tan acorde con él, como la armónica vibración de la cuerda de un instrumento musical. Con todos mis sentidos percibí al animal como lo que realmente era: una criatura libre y salvaje. Trigger me dirigió a los ojos una mirada rápida y pasajera. Su gruñido enemistoso cesó. A partir de ese segundo jamás volvió a mostrarme indiferencia o rechazo.
»Pero ¿qué había ocurrido? Simplemente esto: el lobo había sabido leer en mis ojos! Y de una manera tan sencilla como inteligente. La innegable inteligencia del animal salvaje le había capacitado para comprender la situación con la velocidad del rayo. Sólo me sorprendió una casa;como no se me había ocurrido antes la idea de que en ese profundo terreno de los sentimientos se me oirecía la oportunidad de comunicarme con él. Me parece que ésta es la forma más profundamente íntima de la comprensión: tus auténticos sentimientos se reflejan en los ojos y el animal salvaje puede comprenderlos.
En ese ejemplo queda en claro algo muy importante y significativo: muchas veces los animales tienen una especie de sexto sentido, una sagacidad que está muy por encima de esa cualidad racional para darse cuenta de las cosas en su momento. Pero no puede negarse que en ocasiones se dejan engañar de manera grotesca y van a parar a las manos de quien finge quererlos como en el caso de los laceros italianos o cualquier otro malintencionad cuyo único es móvil acabar ellos.
Por lo tanto, no debe uno confiar de manera absoluta en el conocimiento humano de los animales. Eso es algo que deben grabarse en la mente aquellos confiados que valoran al extraño que llama a la puerta de su casa, de acuerdo con el comportamiento de su perro.
La escena es de sobra conocida: el visitante llama a la puerta. Como si le hubiera picado la tarántula, el perro sale al pasillo ladrando furioso como
si estuviera dispuesto a devorar a un oso. Más despado, la dueña de la casa sigue al animaulito, abre un poco la puerta y antes que nada le ordena al perro: «iQuieres callarte!» Después se vuelve al visitante: «¿Qué desea usted?» Las primeras palabras del desconocido hacen que el peuo vuelva a ladrar furioso. Cada nueva orden de su dueña para que se calle, lo único que hace es excitar más aún al «minicerebro», que sólo al cabo de algún tiempo se decide a dejar de ladrar por unos segundos,
¿Quiere decir este comportamiento del perro que considera al que llama como una mala persona y previene a la dueña contra él? Si fuera así, eso demostraría q los perros conocen muy mal a los seres humanos.
El comportamiento, la reacción del perro al oír sonar el timbre, no es más que un reflejo que nos ofrece información sobre la sicología de su dueña; es una persona tan agresiva que ella misma desearía ponerse a ladrar cada vez que alguien llama a la puerta. Pero como quiere aparentar que es un ser humano razonable y educado, transfiere a su perro su agresividad.
El perro la conoce lo suficientemente bien para entender que todas esas órdenes de «iCállate de una vez!» o «iPórtate bien!», «iNo seas malo...!» lo que realmente expresan es la satisfacción interna de ver que d extraño es ladrado de manera tan insistente que ni siquiera se le deja tiempo para decir, con una frase coherente, cuál es el objeto de su visita.
El conocimiento del carácter humano que tiene ese perro se limita al carácter de su dueña y no, en absoluto, al del hombre desconocido que está llamando a la puerta.
¿Cuál es el tipo de personalidad ante la que los animales reaccionan rápidamente de manera confiada? He aquí un ejemplo,
Antes de la güerra la casa de campo de mis suegros era guardada por el gran pastor negro Arno, que era tan temido por su fidelidad y furia, que durante muchos años no hubo ladrón que se atraviera a entrar en la casa ni en la amplia extensión de terreno que la rodeaba.
Un día contrataron a una nueva ama de llaves, una señora muy resuelta, con el rostro severo de quien está acostumbrado a dar órdenes, la voz profunda y el tono de los que no toleran que nadie les contradiga. Puede decirse que era cualquier cosa menos una simpática belleza. Pero el perro quedó cautivado por ella desde el primer momento. La obedecía sin rechistar y parecia leerle todos sus deseos.
¿Aquel perro, el fiel guardián insobornable de la casa había descubierto que bajo aquella aparienda seria, severa y antipática de la mujer se ocultaba un corazón de oro? Eso fue lo que creyó mi suegra... para después ser engañada, burlada y robada por la mujer.
Un hombre al que los animales siguen y respetan tiene que tener algo del jefe de manada de los lobos, del bajá de una horda de babuinos o de un león macho que controla a su harén con firmeza: algo magnífico y diabólico al mismo tiempo, ese «algo» especial que hace de él «el ombligo de su mundo», algo egocéntrico, dominante, que exprese cierta superioridad y que lleve al animal a pensar que su unión con él puede serle de provecho aunque, al mismo tiempo, exija algunos sacrificios de su parte.
Y no es casual que sea ese carácter el que también entre los seres humanos facilita al que lo posee seguidores y admiradores. El que ese carisma sea utilizado para bien de la comunidad o para satisfacer el propio egoísmo, el que se trate de un auténtico amor a los animales, como en el caso de Lois Crisler, o la falsedad del lacero, eso no está predeterminado ni puede ser predicho por los sentimientos. Y, sin embargo, de ello depende el ser o el no ser.
La sicología de las masas, en el concepto de José Ortega y Gasset, tiene
profundas raíces en la sicología animal.
Nosotros, los seres humanos, no suponemos, por regla general, lo mucho que nos parecemos a los animales en este terreno de nuestra realización puramente emocional con otros individuos. Un ejemplo de ello está en la usual costumbre de juzgar a un desconocido por la primera impresión.
«La primera impresión es la más válida.» Esta regla de conducta, frecuentemente practicada por los seres humanos, aunque altamente discutible, tiene plena validez entre los monos. Cuando un saimiri, también llamado mono calavera, se incorpora a un grupo de monos desconocidos de su propia especie, la amistad, la enemistad o la indiferencia surge a primera vista, Algunos se muestran simpáticos desde el primer momento; otros no pueden ni olerse.
En un caso los monos parecen ser más inteligentes -desde el punto de vista social– que algunos seres humanos. La enemistad, tras el primer tropiezo, no significa para ellos una incesante serie de peleas o broncas. Al contrario, dos monos enemigos no se amenazan ni se toman el pelo mutuamente.
Su repulsa se muestra simplemente en una falta de contacto. Se evitan siempre que pueden. Una conducta tan simple como lógica que evita continuos enfrentamientos y mordiscos.
Los sicólogos saben con exactitud qué terribles errores de juicio pueden
producirse cuando se quiere juzgar a un hombre por su impresión a primera vista, una forma de comportamiento que hemos heredado del reino animal
iCon cuánta frecuenda, trás una apariencia más bien deplorable, se oculta un carácter noble y, por el contrario, en cuantas otras, tras la sonrisa amable y la simpatía de un seductor profesional o de un cobista, no se oculta otra cosa que sinvergüenza caradura!
No, no hay razón para afirmar que la primera impresión sea la mejor.
Pero por mucho que se aclare en este sentido siempre habrá testarudos que continúen aferrados a esa idea que, en cierto modo, es la base fundamental de muchos prejuicios que han traído grandes sufrimientos a las relaciones interhumanas.
Si se trata de descubrir las razones por las que una persona resulta tan atrayente y simpática, a primera vista, y otra tan repelente y antipática, acaba uno por sentirse invadido por la inseguridad y bastante incómodo. Al final hay que acabar por preguntarse lo que ocurrió antes para justificar ese juicio.
La verdad es que la razón está en uno mismo y las razones aparentes, y secundarias, han sido cogidas por los pelos, para justificar lo injustificable.
En casos como éste encontramos una actitud de todo punto irrazonable que sólo se puede aclarar si usamos una «sicología» animal. Si juzgamos
sin tomar en consideración las cualidades fundamentales definitorias de una forma de ser o de una conducta, no hacemos sino responder a las señales mímicas de nuestro nuevo interlocutor (que él nos envía posiblemente sin darse cuenta de ello) de modo igualmente involuntario. Y nos fiamos de ese lenguaje del inconsciente y bajo cuya dependencia ponemos la convivenda del Homo sapiens que, en términos generales, debería ser muestra de una razón más elevada.
Desgraciadamente, la investigación en este terreno tenebroso y medieval de las relaciones humanas es algo nuevo. Empecemos con un test que nuestros lectores pueden llevar a cabo por sí solos. Tome un trozo de papel y cubra con él una de las dos fotos que están, una frente a otra en las páginas 236 y 237. Contemple la que ha quedado al descubierto, sin emplear un razonamiento crítico, simplemente desde el punto de vista de los sentimientos, y diga la impresión que le causa. Después cambie el papel de sitio y contemple la otra foto y haga lo mismo. Repita ese juego unas cuantas veces.
Es muy importante que contemple siempre una sola foto y nunca las dos
al mismo tiempo. La pregunta es: ¿en cuál de las dos fotos le resulta más simpática la persona fotografiada?
Extrañamente, la mayor parte de los adultos de más de dieciséis años se
deciden por la fotografía de la izquierda. ¿Qué hay en ella que la hace más simpática que la otra? La persona fotografiada es la lsma: más aún, se trata de la misma fotografía. Pero en la reproducción de la izquierda se ha retocado la foto con un pincel para hacer que la pupila parezca mayor.
Ese diminuto cambio basta para hacer que la foto de la izquierda irradie mayor cordialidad, mayor simpatía y comprensión, que afecta al que la contempla.
Por el contrario las pequeñas pupilas de la fotografía de la derecha parecen más agresivas, punzantes frías e inabordables.
La razón de ello ha sido investigada por el profesor germano-norteamericano Eckhard H. Hess, en la Universidad de Chicago. Todo el mundo sabe que las pupilas se contraen cuando reciben luz fuerte y que se abren de manera total en la oscuridad. Pero eso no es todo.
De modo totalmente independiente a la cantidad de luz recibida, el tamaño de la pupila cambia obededendo a excitacianes de tipo síquico o nnímico: la alegría, la esperanza o la conformidad las dilatan. El temor, la rabia o el rechazo las contraen. Esto puede comprobarse fácilmente contemplando a su interlocutor durante un buen rato mientras se conversa y se le van diciendo alternativamente cosas agradables o desagradables.
Esto ocurre de manera totalmente inconsciente, tanto la emisión de la
pupila, que señala comprensión o repulsa, como por otra parte - la recepción por parte del interlocutor al que de repente le parece como si una voz interna le advirtiera: «Me doy cuenta, claramente, de que no le caigo bien.»
El otro puede utilizar una sonrisa amistosa como máscara para cubrir sus
auténticos sentimientos o porque cree que de esemodo causará mejor impresión. Pero no obstante uno se dice a sí mismo: «Tengo la impresión de que esa sonrisa no es sincera. Hay algo que no marcha.» Y con toda razón, pese a que no se sabe con certeza la razón de esa sospecha.
El etólogo denominará a ese desagradable suceso «una transferencia de impresiones instintivas». El interlocutor que ha oído algo perjudicial llega con un humor predispuesto al rechazo. Sin tener consciencia de ello, expresa su estado de ánimo en la contracción de sus pupilas. El otro, igualmente de manera inconsciente, se da cuenta de que su interlocutor lo rechaza. La razón no juega en esto papel alguno, todo es cosa de los sentimientos. Se trata del descubrimiento instintivo de pequeños matices en la expresión de un rostro.
Los instintos actúan, a veces, con la misma seguridad que un sonámbulo
camina en sueños. Pero como ya hemos podido ver en los ejemplos del mundo animal, los instintos caen fácilmente en las trampas que se les tienden. Éste es el mayor peligro. Y también hay trampas que pueden conducirnos a error en el «lenguaje» de las pupilas.
Sin necesidad de saber nada sobre las dependencias sicológicas, algunas
damas utilizan la belladona en forma de gotas para aumentar la belleza de sus ojos. El significado etimológico de la palabra belladona está clara para el lector español: mujer bella, mujer guapa. Las mujeres que quieren ser más guapas creen que esta droga ejerce una especie de mágico efecto, como un filtro de belleza, porque con el extracto en forma de gotas para los ojos la mujer aumenta su poder de atracción sobre el hombre. La realidad es que la belladona dilata las pupilas, de manera que los ojos, inconscientemente, muestran una mayor expresión receptora que parece dar la bienvenida a los que la cortejan, los cuales se sienten a su vez animados y responden cortejando con mayor insistencia. En ata ocasión los ojos están expresando un sentirniento que no existe en realidad, pero el amante cae en la trampa.
Aparte de que en este caso se trata de un engaño de los gestos, este sistema es peligroso, en especial para la mujer que piensa condudr. La pupila dilatada no responde a la luz y cuando ésta le llega con intensidad, se produce un deslumbramiento muy intenso. En el sentido literal de la frase, aquí el amor ciega.
La fotografía correspondiente a la página 236 es una trampa para nuestros sentidos. Si tiene usted que acompañar su fotografía a una solicitud de empleo no permita que se la tomen con mucha luz. Sus pupilas contraidas y penetcantes despertarán en el jefe de personal un rechazo inconsciente, por muy atractiva y bien peinada que aparezca en la foto.
Con la invasión de esta zona de la comunicación inconsciente, hemos conseguido, por una parte, una impresión general sobre el modo y la forma como reacciona un animal –por ejemplo un perro- y el tipo de sus reacciones a las señales inconscientes menos perceptibles de su dueño; por otra parte se aclara en qué enorme medida también nosotros, los seres humanos, estamos sometidos a una obedienda forzosa al juego de los instintos.
No puede extrañar, consecuentemente, que existan otras señales mímicas que actú¿n del mismo modo en el inconsciente, por ejemplo el llamado «saludo de las cejas», descubierto por el profesor Irenáus Eibl-Eibesfeldt. Si de manera repentina e inesperada se encuentran dos personas y el encuentro les causa alegría porque existe una espontánea simpatía entre ellas, eso se refleja en sus rostros en una serie típica de señales mímicas: contacto visual –sonrisas–, subir y bajar las cejas rápidamente, en el espacio de una sexta parte de segundo –al mismo tiempo que se alza ligeramente la cabeza–, y una leve inclinación.
Todo esto ocurre de modo inconsciente. Con eso, ambos amigos se expresan su mutuo afecto y simpatía. Sin palabras se atablece así un agradable contacto entre ellos. Naturalmente que el primero que saluda de este modo inconsciente espera, también de manera inconsciente, que sus ojos registren la adecuada respuesta. Si no se produce reacciona desencantado o incluso con enfado.
Contrariamente a la señal de la pupila, el «saludo de las cejas» está foramado por una serie de elementos que pueden ser puestos en acción voluntariamente, como ocurre con la sonrisa. Hasta los niños saben que una sonrisa abre muchas puertas. Pero cuando se «fabrica» esa sonrisa de manera artificial, como una máscara, como una «trampa», seguramente no irá acompañada de ese subir y bajar rapidísimo de las cejas. Y de inmediato se dirá el otro: «iCuidado! iEsa sonrisa tiene algo de falso!»
Mientras tanto hemos llegado a conocer una nueva variante muy trascendente de este gesto: si una persona que está en una posición destacada se encuentra con otra a la que considera inferior, por ejemplo, un adolescente, pese a que el encuentro le sea grato la sonrisa será breve y el movimiento de subir y bajar las cejas extremadamente corto. Pero el gesto de aceptación se completará con un movimiento muy lento de descenso de los párpados, hasta casi cerrar los ojos por completo. Esto hace que el joven se sienta bien recibido y confiado, pero tiene conciencia, de inmediato, de que está obligado a mostrar respeto por la otra persona.
Junto a estos gestos, cuya razón de ser es en primer lugar impresionar al
otro, hay toda una serie de ademanes y señales de simpatía que son invariables: nos referimos a la forma del rostro, de la cabeza y del cuerpo que, ya de por sí solas, con su conformación anatómico-fisiológica, desatan simpatía en el otro. Se da aquí un contrasenddo, puesto que en ocasiones puede ser lógica y tener sentido una reacción así, mientras que, en otros, no puede menos de resultar absurda.
Estas apariencias nos impresionan, sobre todo cuando las vemos en niños pequeños, y su efecto no sólo actúa sobre los seres humanos, sino también sobre los animales.
Los hijos jóvenes de las babuinos pardo-amarillentos tienen la piel de color marrón oscuro. Esa oscura piel juvenil los distingue de los monos adultos y no necesitados de protección en el seno de la horda. Mientras conservan ese pelo disfrutan en la horda de completa libertad para realizar sus travesuras sin ser castigados. Si hacen esas mismas cosas cuando ya son adolescentes y perdieron su pelo «infantil» sufrirán dolorosamente las consecuencias. Ya no podrán tirarle del rabo a una hembra vieja, subírsele a la cabeza a un guerrero fuerte o hacerle gestos de burla al jefe de la horda sin recibir el justo castigo de que están exentos mientras siguen «vestidos» de oscuro.

El que a los jovencísimos babuinos se les permita todo esto, no se debe a que los monos adultos estén en condiciones de decirse, razonadamente, que es necesario tener cuidado con las crías pequeñas porque ’son muy delicadas y frágiles y se les puede hacer daño sin querer, lo que perjudicaría la necesaria descendencia de la horda. No, los babuinos no tienen capácidad ni inteligencia suficientes para establecer esa conclusión. Si aceptáramos su capacidad los estaríamos humanizando de manera inmerecida.
Pero esta otra afirmación no es una humanización indebida sino un hecho
probado: los babuinos adultos encuentra a sus «niños». cea su bello pelo
negro y revuelto tan buenos y tan dulces, que penetran tiernamente en el corazón y de modo instintiv y sentimental serán de todo punto incapaces de tocarles ni un solo pelo y los aman con todo ese cariño que se la atribuye a los monos hacia los suyos.
Si ésa es la razón por la que los babuinos adultos tienen el pelo castaño claro y sus crías oscuro, por el mismo motivo el mono norteafricano (Macaca Sylvanus) , que tiene la piel oscura de adulto, trae al mundo bebés con piel clara dorada. En los chimpancés, el signo que dice «quiéreme, soy un niño» es una pequeña señal distintiva; el pequeño rabito blanco como la nieve que le embellece el trasero y cuya exhibición basta para que cualquiera que vaya a castigarlo se sienta totalmente desarmaado.
Este esquema infantil, así llamado por su descubridor el profesor Konrad Lorenz, desata y moviliza el instinto de ternura, por la necesidád síquica de «enoontrar algo merecedor de ternura». No se debe, en ninguna circunstancia, confundir esto con la reacción de amor maternal, cosa que ocurre con mucha frecuencia. En los animales el amor maternal se despierta con otros procedimientos.
Este esquema infantil para desatar actuaciones amistosas instintivas es, al mismo tiempo un ángel de la guarda que protege a los animales jóvenes de ser tiranizados castigados e incluso muertos por los adultos.
Nosotros, los seres humanos, conocemos esta reacción sorprendentemente bien. Cuando vemos al hijo de seis meses de un amigo, de inmediato nos invade la ternura que nos impulsa a decir; «'iQué criatura tan simpática!» Si uno se pregunta seriamente en qué radica la «simpatía» del bebé, la respuesta siempre será: «iFíjese en la cabeza redondita, los ojitos tan bellos, el cabello ensortijado, la nariz chatita y las mejillas sonrosadas!» La verdad es que esto no son razones, sino una descripción muy ajustada de esos rasgos corporales que despiertan nuestros sentimientos de ternura de manera que nos sentimos de todo punto incapaces de causar el menor daño al bebé.
En comparación con el auténtico amor materno esta reacción de «iAh, qué niño tan sirnpático!» resulta muy superficial y poco firme. El amor maternal mueve montañas, sería capaz de enfrentarse al diablo, lo defendería siempre y contra todo. Es para el niño la tabla de salvación en todo momento de peligro o dificultad. El instinto de ternura es, por el contrario, de muy corta duración. Se desinfla fácilmente con el hábito.
Quien le deja su hijo pequeño a una amiga o conocida para que se lo cuide durante apenas una semana, lo sabe perfectamente: al comienzo el saludo entusiasmado, la total cordialidad hacia el niño, besitos y caricias.
Al cabo de poco tiempo, los lamentos, las quejas sobre el comportamiento del niño «verdaderamente muy mal criado y consentido». El bebé exige trabajo y esa relativamente baja sobrecarga laboral basta para que el instinto de ternura no resista más.
El que nuestra sensibilidad hacia la ternura es un instinto está probado por el hecho de que podemos caer en una trampa con un cebo capaz de despertar engañosamente nuestra ternura. Un conejito, un gatito, un polluelo, un cachorrillo travieso, un pequeño pony, un «bambi», todas esas delicadas criaturas desatan en nosotros un sentimiento de ternura y cariño, pero no porque ese instinto tenga una motivación biológica, como podría ocurrir con los bebés humanos, sino porque todas esas criaturitas tienen las señales capaces de despertar esa sensibilidad que ya hemos descrito en los bebés humanos.
Esta afirmación es tan importante porque las puras reacciones de ternura
ante las criaturitas de poca edad, se confunden frecuentemente con el amor a los animales y pueden llevar a algunos a hacerse con un animal doméstico.
A primera vista son muchos los que se «enamoran» de un cachorrillo bonito o de un gatito juguetón y cariñoso. Se despierta el deseo de posesión.
Pero muy poco después, cuando el animalito empieza a hacer sus necesidades en casa y muestra de ese modo que necesita ser educado adecuadamente, lo que requiere bastante tiempo, cariño, juego y paseos, cuando los gastos de la alimentación y el veterinario suben, ese seudoamantes de los animales se enfría muy rápidamente y el animalito es vendido o enviado a un centro de recogida, donde lo mejor que puede pasarle es que vegete encerrado en una jaula, pero lo más posible que sea eliminado sin piedad.
No, los seres humanos que reaccionan ante el esquema infantil con la exclamación «iOh, qué preciosidad!» no son realmente amigos de los animales. No hacen más que reaccionar de modo instintivo, El verdadero enamorado de los animales, por el contrario, ofrece a la criatura algo que en cierto modo recuerda el amor materno: su trabajo parece estar impregnado de alegria y se hace con sadsfacción, un cariño que no se apaga ante el mal olor de los primeros pañales sucios.
Todo aquel que piense en buscarse un animal doméstico debe autoexaminar sus sentimientos bajo este criterio y así distinguir entre la reacción instintiva producida por los atractivos «infantiles» del animalito y un arnor auténtico hacia los animales antes de condenar al sufrimiento y una existencia desgracíada a esa «preciosidad tan pequeñita»
Éste es un punto en el cual el ser humano puede probarse a sí mismo si su razón es lo suficientemente fuerte para vencer y distinguir las reacciones del mesoencéfalo de las auténticamente cerebrales y humanas.
Extrañamente, los animales adultos reaccionan también. en muchos casos, ante el esquema infantil de sus hijos pequeños, como los hombres. En los guepardos, el esquema infantil es la encrespada melena que cubre su cuello y la parte superior del lomo; en muchos polluelos de distintas aves, una pequeñamancha de color en el interior del pico, sólo visible cuando lo abren totalmente; en los conejitos de campo, un olor peculiar que sólo es perceptible por sus congéneres, pero que no advierten ni los zorros ni las martas.
En los pavos, el esquema infantil es únicamente acústico. Si se le pega el
pico a un pavito de modo que no pueda piar, o se le tapan los oídos a la clueca, la madre mata de inmediato a ese polluelo que a nosotros nos sigue pareciendo tan gracioso y bonito. Por el contrario, si se toma una comadreja disecada -la comadreja es uno de los enemigos más temidos por los pavos- en cuyo interior se ha colocado un magnetofono que reproduce el piar de un polluelo, la madre acepta ese monstruo como si fuera su polluelo y lo cobija cariñosamente bajo sus alas. iHe aquí un ejemplo de los trucos capaces de engañar el sentimiento instintivo de ternura provocado por el esquema infantil!
En relación con este tema quisiera ofrecer al lector un segundo test.
A continuación se muestran dos dibujos realizados por el doctor B. Hückstedt, que representan dos cabezas de niños pequeños. (contémplelos con detenimiento y calma y diga cuál es a su juicio el más dulce, amable y que más ternura despierta en su corazón. ¿Es el de la izquierda o el de la derecha?
En tests muy amplios se ha comprobado que prácticamente todos los bombres de más de dieciocho años y todos los miembros del sexo femenino de más de doce años (con menos edad el sentimiento de ternura no ha maduurado por completo) se deciden por el dibujo de la derecha.
Esto resulta muy notable porque la forma de la cabeza del bebé dibujado
a la derecha no existe, salvo en las cabezas hidrocefálicas. La cabeza normal, correcta y natural del bebé es tal y como se ha dibujado a la izquierda y que no despertó tantas simpatías. La de la derecha contiene todos los signos caractetísticos que hacen surgir el sentimiento de ternura en forma exagerada.
Los etólogos habIan, en este caso, de un «estímulo supernormal». iUna ley de la naturaleza que da preferencia a lo no natural!
En ese estímulo supernormal del instinto se basan importantes elementos de la manipulación en los anImales y los seres humanos. Es el talón de Aquiles de las criaturas, que resulta vulnerable a las flechas de un medio ambiente artificialmente alterada.
Puesto que esto resulta de eminente importancia para determinar una forma de comportamiento social erróneo, permítasenos referirnos de nuevo al grotesco ejemplo que demuestra como los "impulsores supernormales de instintos" suelen vencer en competencia con las señales normales: los experimentos realizados por el premio Nobel Niko Tinbergen con el ostrero, ave del género de los hematópodos, y la gaviota plateada. Si durante la incubación se le quita a una de esas aves su nido, alisando la superficie arenosa, y se colocan en su lugar dos nidos artificiales, en uno de los cuales se ponen los huevos auténticos mientras que en el otro se van dejando alternativamente distintos huevos falsos, sucede algo que podría parecer imposible.
La mayor atención tanto de los ostreros como de las gaviotas se dedicó a
un huevo artificial, pintado de color azul chillón, adornado con grandes manchas negras y del tamaño gigantesco de un huevo de avestruz. Convulsivanrente, el pájaro intentó subirse sobre aquel huevo monstruoso y cubrirlo, lo que le resultó imposible, pues continuamente se caía por un lado u otro. Pese a todo, mientras ese huevo gigante estuvo allí, el ave no le dedicó la menor atención a los otros ni renunció a sus fallidos intentos de colocarse sobre él para empollarlo. Su puesta auténtica, que estaba allí mismo, a su alcance, no existía en absoluto para ella.
Un fenómeno más del «estimulante instintivo supernormal» sirve de punto de partida para la atracción sexual (la «sexbomba», que hace que el honesto hombre casado eche una cana al aire), para la publicidad, la propaganda política y la agitación social, así como para el éxito del charlatán, el casamentero estafador y los líderes de masas.
El conocimiento de estos hechos pone en nuestras manos un arma poderosa que podemos utilizar provechosamente para defendernos contra las violaciones de nuestro subconsciente.
Lo que es para la gaviota el «superhuevo» puede ser el «superorador» en el foro de la democracia. En 1976, el profesor norteamericano de sociología Cabot L. Jaffee señaló, después de diversos experimentos, que es la cantidad de palabras, es decir la duración del discurso, y no su calidad, lo que ayuda a hacer una buena carrera a los oradores. El investigador puso en claro que las estudiantes solían elegir con mayor frecuencia para dirigir sus grupos de discusión a aquellas compañeras que hablaban mucho –aunque fueran tonterías– en sus discursos, que a aquellas otras chicas que eran más parcas en sus charlas aunque éstas fueran mucho más correctas y ricas en ideas.
También son muchos los maestros y maestras que caen en el mismo error al enjuiciar los exámenes orales de sus alumnos. El que al ser llamado no dice nada, o muy poco, que valga la pena pero se va por las ramas y recurre a tópicos y lugares comunes falsos, suele obtener mejores notas –por suerte, no por parte de todos los maestros, aunque sí por muchos que aquel otro alumno que expresa ideas bravas, pero ajustadas al tema, que sabe lo que se dice, pero no emplea tanta charlatanería inútil y sin sentido.
Con esto nos enfrentamos al rostro múltiple del rey Jano, característico del fenómeno de la inteligencia social.
En primer lugar, ¿qué es la inteligencia social?
Todo lo que hasta ahora hemos descrito fragmentariamente sobre el «componamiento social como fórmula de supervivencia», fueron ejemplos de formas de comportamiento social con los cuales documentábamos grados muy distintos de inteligencias (perrnítasenos el plural) sociales.
En el escalón más bajo situamos a las sociedades de insectos y de los
siluros enanos. En su vida en comunidad ocurren, es cierto cosas verdaderamente sorprendentes, pero en la mayoría de los casos están relacionadás con un instinto automáticamente dirigido por olores. Los elementales procesos de aprendizaje se refieren a la adecuada apreciación del «uniforme olfativo» de los miembros de su propia sociedad.
No obstante, es digno de registrar que la conducta social, la amistad hacia los miembros del grupo propio, la predisposición a la colaboración y a la ayuda mutua son cosas de todo punto imprescindibles para Ia supervivencia de esos animales, hasta tal puntó que la naturaleza se ha visto en la necesidad de conceder a esos seres, muy poco dotados cerebralmente, de un sustitutivo de la razón en forma de sus instintos sociales, con los cuales puedan abrirse paso en la vida y controlar el egoísmo y la agresividad dirigiéndolos hacia el bienestar de la comunidad
Hay algo que no debemos olvidar: todos los seres sociales que de repente dejan de comportarse de manera social, desaparecerán muy pronto de la superficie de la Tierra. Eso puede aplicarse tanto a las hormigas como a nosotros los hombres
En los escalones más altos de la inteligencia, saltan los monos, ladran los
perros. En el cerebro de los individuos de estas especies, la vida en comunidad deposita y guarda un tesoro mucho mayor de experiencias y de recuerdos, que podrán ser utilizados prácticamente en futuras circunstancias semejantes a las que los provocaron. La experiencia los hace listos, los conduce a cierta forma de acción inteligente. La diestra trama de su ordenación social y el esmero con que los monos emprenden sus obras son dignos de atención.
Pese a todo no podemos librarnos totalmente de una sensación opresiva de malestar: si la «legalidad» del socialismo alimenticio y la inequívoca veracidad de los olores de amistad nos han llenado de una orgullosa sorpresa, del mismo modo se apodera de nosotros un amargo desencanto en relación con el «progresista» comportamiento social de los babuinos, porque aquí se reflejan, en cierto modo. muchas de las cosas humanas demasiado humanas que nocemos. En los monos podemos reírnos de ellas, pero entre nosotros lo único lógico sería lamentarlo.
Por una parte, esta etapa de la evolución social, en comparación con la fase de las hormigas y los siluros enanos, significa un indudable avance «síquico»; pero con ella entra en juego un factor que rechazamos y consideramos pernicioso en el terreno de las debilidades humanas.
En el peldaño más elevado de la escala de la inteligencia social podríamos situar al hombre, siempre -que éste estuviera dispuesto y capacitado para aoeptar y reconocer que una conducta irracional al máximo y que produce un efecto asocial que nos conduce al borde del abismo, nos llega del mono. Sólo trás ese reconocimiento podremos superar esta etapa social primitiva y conducirla de modo que nos lleve a una auténtica revolución del espíritu.
Esa superación constituye el factor más importante de una adecuada fórmula de supervivencia para el hombre, tanto en el presente como cara al futuro.
Desde un punto de vista cualitativo, la inteligencia social es algo básicamente distinto a lo que en la escuela se entiende por inteligencia. Es muy posible que haya seres humanos que no sepan cuánto son dos más dos, pero que en el seno de una comunidad propia se desenvuelvan con e6cacia y desarrollen algo semejante a lo que se ha dado en llamar «la sabiduría del pueblo», hasta el punto que pueden llegar a ser alcalde (es decir, jefe de la comunidad) de su pueblo. En ue caso nos hallaríamos ante un ejernplo típico de elevada inteligencia social, junto a una casi nula lteligencia teórica. El caso opuesto es el del profesor, ensimismado en su cátedra o en su laboratorio, pero que no es lo suficientemente sagaz en sus relaciones con otros seres humanos.
Desde el ángulo de lo que llamamos inteligencia social, podríamos conderarlo un tonto.
Es un grave error bastante común, creer que quien es listo para una cosa
tiene que serlo para otras. Lo cierto es que no existe una inteligencia que lo abarque todo, sino tipos fundamentalmente distintos de inteligencia.
Una breve explÍcadón nos ilusaará sobre ello.
Para los especialistas en sicología animal, toda predisposidón congénita hacia una determinada "conducta" es un instinto; y toda capacidad de aprender nuevas formas de comportarniento es inteligencia
El proceso de aprendizaje más elemental en el animal es el que se realiza en la llamada fase de impronta de su carácter. Esta impronta se adquiere muy rápidamente, está programada por un instinto y no exige ningún esfuerzo mental. Por eso se le llama también «aprendizaje sin inteligencia».
Desde un punto de vista históricoevolutivo, la forma más antigua de inteligencia animal es la inteligencia «enemigo-presa», es decir, la capacidad de aprender las habilidades y los trucos necesarios para eludir al enemigo y para capturar la presa. En muchos animales esta cualidad se mantiene todavía el terreno de la instintivo, pero en otros se combina ya con ciertos valores aportados por la experiencia.
El segundo peldaño en esta escala es la inteligencia social. Los animales que viven solos carecen de ella, puesto que sus únicos contactos sociales son para el aparcamiento y la procteación, y éstos se rigen por los instintos. Pero hay que tener en cuenta que la inteligencia social se desarrolla a partir del comportamiento instintivo de la crianza y que sólo ella hizo posible el nacimiento –a partir del grupo padres-hijos– de comunidades animales no anónimas,
Después, a partir de aquí empieza a desarrollarse la inteligencia teórica o abstracta que sólo se muestra en muy pocos animales –sobre todo en los
antropoides– y tan sólo en su estadio primario. Es en el hombre donde, finalmente, alcanza dimensiones gigantescas. Tan distintos entre sí como estos tipos de inteligencia son los lugares del cerebro en los cuales radican.
El cerebro intermedia es el «ordenador» que rige todos los modelos instintivos de conducta. En el proceso de aprendizaje su intervención es escasa.
Es la sede de lo que llamamos inteligencia social, algo así como la que posee Obbo el babuino.
En tamaño, forma y funcionamiento el cerebro intermedio de los grandes
mamíferos, apenas si se diferencia del de los seres humanos. Ésa es la razón por la cual los hombres primitivos tienen un parecido tan notable con los babuinos de los parques zoológicos.
A esas personas que creen que la capacidad de la intriga, en la que son superados por otros seres humanos, es una muestra de inteligencia verdadera y, consecuentemente, una cualidad humana, debemos decirles que esas tendenclas no tienen su sede en el cerebro propiamente dicho. Éste, que supera grandemente en tamaño al cerebro intermedio y que, con esas dimensiones, es exclusivamente un órgano humano, puede adquirir la capacidad de controlar y dirigir los poderosos impulsos que dan origen a las acciones instintivas del inconsciente, que tienen su sede en el cerebro intermedio. Pero nunca debe hacerlo de modo que, al controlar los instintos, ponga un dique a los sentimientos que a ellos van unidos.
La corrupción puede llegarnos por dos lugares distintos: cuando es el intelecto puro el que se impone de modo absoluto sobre las emociones y los sentimientos y considera posible todo aquello que es pensable; y cuando, por el contrario, la razón se ve impotente y cede totalmente ante la presión de los instintos, a los que deja el camino expedito y sin obstáculos. Hay también un tercer camino: cuando se concede a las emociones más arcaicas el gran privilegio de identificarlas y confundirlas con la inteligencia.
En nuestro medio ambiente, altamente tecnificado, y en nuestra sociedad masas, tan poco acorde con la naturaleza, estamos obligados a alcanzar unos niveles de adaptación muy elevados en nuestra conducta social. Esto sólo puede lograrse fundamentalmente partiendo de la aceptación de que hemos de dominar las cualidades que la naturaleza puso en nosotros, controlándolas armónicamente con la capacidad de nuestro cerebro,
En esa síntesis radica exclusivamente nuestra oportunidad de supervivencia.