12 abril 2004

La agresividad, química del cerebro. Herminia Pasantes.

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IV. LA AGRESIVIDAD, LA PASIVIDAD, TAMBIÉN DEPENDEN DE LA QUÍMICA DEL CEREBRO

ES INDUDABLE que existen diferencias muy marcadas en la agresividad de los humanos. Hay sujetos que son naturalmente amigables, tranquilos, de naturaleza pacífica, en quienes las manifestaciones de agresividad se dan solamente en condiciones extremas. Otros, en cambio, son irascibles y reaccionan ante estímulos que pasarían inadvertidos para otros, con una carga de agresión exagerada. Entre estos dos extremos se puede encontrar toda una gama de respuestas con un contenido agresivo. Como todos y cada uno de los aspectos del comportamiento humano, la agresividad es el resultado de la función de las neuronas integradas en circuitos. Para avanzar en el conocimiento de las estructuras cerebrales relacionadas con la agresividad, los investigadores han realizado estudios en especies animales en las que el comportamiento agresivo está bien tipificado.

Uno de los estudios más claros e interesantes en este sentido es el que llevó a cabo Walter Hess, en Zurich, en 1928. El profesor Hess hizo investigaciones en el gato, estimulando sistemáticamente estructuras subcorticales, es decir; situadas abajo de la corteza cerebral. La manera de hacer estos experimentos consiste en implantar unos electrodos en forma permanente en distintas regiones del cerebro del animal que se está estudiando, en forma tal que quedan fijos, conectados con el centro de estimulación mediante alambres de la longitud necesaria para que el animal pueda moverse libremente. En estas condiciones, la conducta del animal es normal y puede caminar, comer, beber y dormir perfectamente. En los experimentos de Hess, empleando a los gatos como animales de estudio, éste observó que al estimular un área pequeña de la región conocida como hipotálamo, se generaba una respuesta sorprendente. El gato que segundos antes estaba tranquilamente enroscado, somnoliento, de pronto presentaba todas las características de un ataque de furia, como los que todos alguna vez hemos tenido la ocasión de observar en estos animales: el pelo erizado, las garras salientes, la cola erecta, el lomo arqueado, las fauces abiertas, a punto de atacar. Y esto, por supuesto, sin que hubiera ninguna causa aparente que desencadenara el ataque de furia. Este experimento se repitió muchas veces, como hay que hacer en biología experimental cuando se quiere estar seguro de que una causa y un efecto están vinculados. Y el resultado fue siempre el mismo. Aún más, este tipo de cuadro reproducía en su mayor parte la respuesta del gato al ser introducida en su área una enorme rata encolerizada. Las mismas garras desplegadas en actitud de ataque, los pelos erizados, el lomo en arco, en fin, en todo semejante a la respuesta generada con sólo aplicar una pequeña corriente eléctrica en algún sitio del hipotálamo.

Al igual que el gato, el ser humano responde a la estimulación eléctrica de áreas muy específicas del cerebro con la aparición de sentimientos violentos de agresión puramente internos, no dirigidos hacia ninguna persona o situación en particular.

Actualmente se conocen al menos seis áreas en el cerebro relacionadas con la agresión, de las cuales las más importantes son la amígdala y el hipotálamo, que forman parte del sistema límbico, cuya localización se muestra en el esquema de la figura I.4.

Aparentemente estas distintas áreas, aunque todas vinculadas con comportamientos agresivos, actúan en el control de patrones diversos de agresión que se han caracterizado en diversas especies animales. En general, se han descrito al menos tres tipos diferentes de comportamiento agresivo. Dos de ellos se refieren a conductas en cierto modo biológicamente instintivas. El primero está relacionado con una actitud depredadora, es decir; con la necesidad de manifestar agresión hacia una presa potencial que servirá de alimento o con una actitud de defensa ante un peligro. El segundo se refiere a un comportamiento defensivo ante posibles ataques a las crías. En estos dos casos, la conducta agresiva se manifiesta hacia un individuo de una especie distinta. Un tercer tipo de comportamiento agresivo, que resulta muy interesante, es la llamada agresividad social. Este tipo de conducta se manifiesta dentro de una colonia, entre individuos de la misma especie. Generalmente se relaciona con el establecimiento de posiciones de jerarquía dentro del grupo o ante la presencia de individuos de la misma especie ajenos a la colonia. Es interesante que en muchos casos, este tipo de comportamiento agresivo está restringido a los machos y tiene un claro vínculo con la actividad de la hormona masculina, la testosterona. En colonias de ratas y ratones se ha establecido que la conducta de agresión social está en relación directa con el número de individuos que ocupan un mismo espacio. Es claro que el hacinamiento incrementa notablemente las manifestaciones de agresividad en estos animales. Dentro de este tipo de agresividad intraespecífica se incluye la que manifiestan los grupos humanos, en cuya génesis evidentemente participan elementos mucho más complejos e inaprensibles que en el caso de la agresividad entre individuos de distinta especie. Sin embargo, los mecanismos básicos a nivel neuronal, responsables de la génesis de la agresividad en los humanos, son esencialmente los mismos que en otros animales, aunque es posible que existan mecanismos mucho más finos de modulación de esta conducta debidos a la complejidad de las redes de comunicación y, por ende, de las funciones del cerebro humano.

ESTUDIOS DE AGRESIVIDAD EN SERES HUMANOS

Los efectos de lesiones en áreas particulares del cerebro sobre el comportamiento agresivo en seres humanos se han determinado en la mayoría de los casos por la presencia de tumores o lesiones accidentales que destruyen regiones específicas del cerebro. Uno de los casos más célebres es el de Phineas Gage (figura IV. 1), un joven trabajador estadounidense, empleado en la construcción del ferrocarril en el estado de Vermont, en 1848. El joven Gage, utilizando una pesada barreta de fierro de un metro de largo, 3 cm de diámetro y 6 kg de peso, excavaba un profundo orificio en una roca que, al ser llenado con pólvora, removería la gran roca para dar paso a la construcción del ferrocarril. Al terminar la excavación y mientras empacaba la pólvora en el orificio, una chispa generada por la fricción de la barreta contra la pared de la roca produjo un violenta explosión. La barreta voló de las manos de Gage, e impulsada por una fuerza violentísima, salió disparada atravesando en su camino la cabeza del trabajador. Penetró por la órbita de su ojo izquierdo y, atravesando el cráneo, salió todavía con impulso suficiente para recorrer varios metros más antes de caer al suelo. Gage estuvo luchando entre la vida y la muerte durante varias semanas, pero al fin se recuperó y continuó su vida aparentemente sin mayores consecuencias. No presentó dificultad ninguna en sus movimientos, en sus percepciones sensoriales, vista, oído, olfato, gusto, todo funcionaba normalmente. Su memoria tampoco se afectó ni aparentemente ninguna de sus funciones intelectuales. Sin embargo, el accidente sí le causó un trastorno notable en el carácter. Antes del terrible percance, Gage era un hombre jovial, amigable, que departía tranquilamente con sus camaradas en la taberna, y sus planes para el futuro no iban más allá de los comunes en un joven de su edad. Después del accidente se volvió irritable, violento, impaciente y obstinado. Su imaginación lo llevaba a concebir los planes más ambiciosos y a veces absurdos, que luego abandonaba con facilidad.

Estas observaciones las debemos al testimonio de un médico que lo conoció antes del accidente y que tuvo ocasión de volver a verlo casi 10 años después. A tal grado llegó su incapacidad de relacionarse en forma normal con sus compañeros y sus superiores, que fue despedido de su trabajo y se ganó la vida exhibiéndose como un "milagro viviente", junto con la barreta que le había perforado el cerebro. La barreta y su cráneo perforado están en exhibición en el museo de la Facultad de Medicina de Harvard.

Más recientemente se describe también el caso de un abogado de Boston, de mediana edad, de carácter afable y extremadamente cortés y educado. Con el tiempo comenzó a dar muestras de una agresividad exacerbada y violenta no sólo verbal. Contrariamente a las reglas civilizadas de aquella comunidad de clase media acomodada, el culto abogado pasaba de la palabra a la acción con gran asombro de su grupo de tranquilos compañeros de tertulia quienes muchas veces tuvieron que salir materialmente corriendo para librarse de las airadas manifestaciones de ira de su amigo. Al cabo de un tiempo se constató que el abogado tenía un tumor en el hipotálamo, precisamente en la región que se ha asociado con el control del comportamiento agresivo. Esta coincidencia entre el sitio de localización de los tumores cerebrales y los cambios en el comportamiento se ha señalado en varias ocasiones, y estos casos clínicos representan el equivalente que la naturaleza ofrece a las investigaciones realizadas, haciendo lesiones experimentales en los animales.

¿ES POSIBLE MODULAR LA CONDUCTA AGRESIVA?

Si consideramos que, como en todos los casos, los distintos núcleos cerebrales vinculados con la expresión de conductas agresivas están organizados en circuitos interconectados, y su actividad se encuentra finamente modulada por los mecanismos de transmisión sináptica a los que nos hemos referido, puede contemplarse la posibilidad de que la acción de fármacos a esos niveles pudiera regular la agresión. Las estructuras a las que nos hemos referido, tanto en el hipotálamo como en la amígdala, reciben señales de la corteza cerebral que pueden ser de naturaleza inhibidora o excitadora, según el tipo de neurotransmisores que manejen, y es a ese nivel que se han hecho experimentos en animales con la idea de encontrar mecanismos que permitan manipular los niveles de agresión. Una estrategia sencilla consiste en seccionar las vías nerviosas que van de la corteza cerebral a los núcleos neuronales relacionados con el comportamiento agresivo, cortando así la comunicación funcional entre las zonas de la conciencia (corteza) y las regiones subcorticales. Dependiendo del tipo de vías que se hayan interrumpido, el resultado puede ser una exacerbación o una inhibición de la conducta agresiva. Otro mecanismo empleado con los mismos fines es el empleo de fármacos que llevan finalmente a los mismos resultados que los procedimientos quirúrgicos, es decir; a activar o inhibir las vías nerviosas que controlan los centros de agresividad. Un ejemplo de este tipo de experimentos es la administración del dipropil acetato, una droga que incrementa los niveles de GABA, que como se recordará es el principal neurotransmisor inhibidor en el cerebro. Al incrementar la inhibición en las vías que controlan los núcleos de la agresividad, se observa una reducción en el comportamiento agresivo.

En el caso de situaciones patológicas en seres humanos, se ha intentado desarrollar este mismo tipo de estrategias. Evidentemente, antes que nada, ha sido necesario comprobar que los resultados obtenidos en los animales pueden extrapolarse a los seres humanos. Este parece ser el caso en la conducta agresiva, y los mismos núcleos del hipotálamo, la amígdala y otros, también regulan el comportamiento agresivo en el hombre. Como hemos descrito algunas líneas atrás, pueden generarse sentimientos violentos de agresividad en un sujeto experimental que previamente muestra una conducta totalmente tranquila con sólo aplicar una estimulación eléctrica a nivel de los núcleos amigdalinos. Estas observaciones son alentadoras, ya que permiten ensayar toda clase de condiciones experimentales en animales hasta encontrar las más adecuadas y, en ese momento, transferir la terapia a seres humanos.

La destrucción de las estructuras cerebrales vinculadas con la conducta agresiva por procedimientos quirúrgicos ha sido utilizada como recurso extremo en algunos casos, no siempre, sin embargo, con resultados muy reproducibles. El tratamiento con fármacos ha sido empleado también en voluntarios, pero los resultados no son todavía muy alentadores.

Los mecanismos bioquímicos responsables del control de la agresividad no están del todo aclarados. Los neurotransmisores involucrados y la organización de los circuitos funcionales todavía no se conocen con detalle. Sin embargo, los conocimientos que se tienen hasta la fecha sí permiten considerar; por una parte, que las diferencias naturales entre los individuos en relación con la expresión de la agresividad son seguramente el resultado de las pequeñas diferencias en el equilibrio bioquímico en los circuitos cerebrales a los que nos hemos referido. Evidentemente, y como en todos los casos en los que el estimulo para una determinada función es esencialmente externo, es claro que el ambiente desempeña un papel decisivo en la respuesta integral del individuo en cuanto se refiere a la agresión. Pero es también indudable que cada persona tiene una cierta conformación basal en relación con esta conducta, que será el punto de partida a partir de la cual el individuo reaccionará ante los estímulos exteriores de acuerdo también con su particular capacidad de integrar nuevos circuitos.

AGRESIVIDAD Y SEXO: ¿SON LOS MACHOS MÁS AGRESIVOS QUE LAS HEMBRAS? ¿LOS HOMBRES MÁS QUE LAS MUJERES?

En los animales es claro que los niveles de agresividad son notablemente mayores en los machos que en las hembras. El comportamiento de los individuos de distinto sexo es en este sentido claramente distinguible. En las colonias de distintas especies de mamíferos con un cierto grado de organización social, siempre se detecta la presencia de lo que se ha llamado el macho alfa o macho dominante; es decir, aquel individuo que ocupa jerárquicamente una posición de dominio. Se trata, indefectiblemente, de un macho y este patrón de conducta se ha atribuido lógicamente a la influencia de las hormonas masculinas. Los resultados de estudios experimentales muestran que los animales castrados no son nunca machos alfa. Asimismo, estos animales abandonan el patrón de agresividad que muestran típicamente en relación con el establecimiento de territorialidad o de dominio de las hembras.

Aquí la extrapolación de los resultados en animales a la especie humana no es muy fácil. En primer lugar; ya en las épocas recientes de la evolución de la especie humana, las situaciones de predominio territorial y sexual tienen facetas mucho más sutiles, derivadas de la complejidad en la organización social. Sin embargo, creo que todavía es posible afirmar que, en términos muy generales, las conductas agresivas predominan entre los individuos de sexo masculino. Es posible, sin embargo, que al ser modificados los patrones culturales que tradicionalmente han atribuido a la mujer un papel de sumisión y pasividad casi absolutas, también paulatinamente se modificarán sus respuestas ante los nuevos estímulos a los que se vea expuesta. Evidentemente, será necesario esperar algunas décadas antes de sacar conclusiones claras en este sentido.

Herminia Pasantes
en “De neuronas, emociones y motivaciones”.
Colección: “La ciencia para todos. Biología”

http://omega.ilce.edu.mx:3000/sites/ciencia/index.htm

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