El Viejo y el mar. Ernest Hemingway. Capitulo 5
Las nubes se levantaban ahora sobre la tierra como montañas y la costa era solo una larga línea verde con las lomas azulgrís detrás de ella. El agua era ahora de un azul profundo, tan oscuro que casi resultaba violado. Al bajar la vista vio el cernido color rojo del plancton en el agua oscura y la extraña luz que ahora daba el sol. Examinó sus sedales y los vio descender rectamente hacia abajo y perderse de vista; y se sintió feliz viendo tanto plancton porque eso significaba que había peces.
La extraña luz que el sol hacía en el agua, ahora que el sol estaba más alto, significaba buen tiempo, y lo mismo la forma de las nubes sobre la tierra. Pero el ave estaba ahora casi fuera del alcance de la vista y en la superficie del agua no aparecían más que algunos parches de amarillo sargazo requemado por el sol y la violada, redondeada, iridiscente, gelatinosa y violada vejiga de una medusa flotando a corta distancia del bote. Flotaba alegremente como una burbuja con sus largos y mortíferos filamentos purpurinos a remolque por espacio de una yarda.
–Agua mala –dijo el hombre. Puta.
Desde donde se balanceaba suavemente contra sus remos bajó la vista hacia el agua y vio los diminutos peces que tenían el color de los largos filamentos y nadaban entre ellos y bajo la breve sombra que hacía la burbuja en su movimiento a la deriva. Eran inmunes a su veneno. Pero el hombre no, y cuando algunos de los filamentos se enredaban en el cordel y permanecían allí, viscosos y violados, mientras el viejo laboraba por levantar un pez, sufría verdugones y excoriaciones en los brazos y manos como los que producen el guao y la hiedra venenosa. Pero estos envenenamientos por el agua mala actuaban rápidamente y como latigazos.
Las burbujas iridiscentes eran bellas. Pero eran la cosa más falsa del mar y el viejo gozaba viendo cómo se las comían las tortugas marinas. Las tortugas las veían, se les acercaban por delante, luego cerraban los ojos de modo que, con su carapacho, estaban completamente protegidas, y se las comían con filamentos y todo. El viejo gustaba de ver a las tortugas comiéndoselas y gustaba de caminar sobre ellas en la playa, después de una tormenta, y oírlas reventar cuando les ponía encima sus pies callosos.
Le encantaban las tortugas verdes y los careyes con su elegancia y velocidad y su gran valor y sentía un amistoso desdén por las estúpidas tortugas llamadas caguamas, amarillosas en su carapacho, extrañas en sus copulaciones, y comiendo muy contentas las aguas malas con sus ojos cerrados.
No sentía ningún misticismo acerca de las tortugas, aunque había navegado muchos años en barcos tortugueros. Les tenía lástima; lástima hasta a los grandes “baúles” que eran tan largos como el bote y pesaban una tonelada. Por lo general, la gente no tiene piedad de las tortugas porque el corazón de una tortuga sigue latiendo varias horas después que han sido muertas. Pero el viejo pensó: “También yo tengo un corazón así y mis pies y mis manos son como los suyos”. Se comía sus blancos huevos para darse fuerza. Los comía todo el mes de mayo para estar fuerte en septiembre y salir en busca de los peces verdaderamente grandes.
También tomaba diariamente una taza de aceite de hígado de tiburón sacándolo del tanque que había en la barraca donde muchos de los pescadores guardaban su aparejo. Estaba allí, para todos los pescadores que lo quisieran. La mayoría de los pescadores detestaba su sabor. Pero no era peor que levantarse a las horas en que se levantaban y era muy bueno contra todos los catarros y gripes y era bueno para sus ojos.
Ahora el viejo alzó la vista y vio que el ave estaba girando de nuevo en el aire.
–Ha encontrado peces –dijo en voz alta.
Ningún pez volador rompía la superficie y no había desparrame de peces de carnada. Pero mientras miraba el anciano, un pequeño bonito se levantó en el aire, giró y cayó de cabeza en el agua. El bonito emitió unos destellos de plata al sol y después que hubo vuelto al agua, otro y otro más se levantaron y estaban brincando en todas las direcciones, batiendo el agua y dando largos saltos detrás de sus presas, cercándolas, espantándolas.
“Si no van demasiado rápidos los alcanzaré” pensó el viejo, y vio la mancha batiendo el agua, de modo que era blanca de espuma, y ahora el ave picaba y buceaba en busca de los peces, forzados a subir a la superficie por el pánico,
–El ave es una gran ayuda –dijo el viejo. Justamente entonces el sedal de popa se tensó bajo su pie, en el punto donde había guardado un rollo de sedal, y soltó los remos y tanteó el sedal para ver qué fuerza tenían los tirones del pequeño bonito; y sujetando firmemente el sedal, empezó a levantarlo. El retemblor iba en aumento según tiraba y pudo ver en el agua el negro–azul del pez, y el oro de sus costados, antes de levantarlo sobre la borda y echarlo en el bote. Quedo tendido a popa, al sol, compacto y en forma de bala, sus grandes ojos sin inteligencia mirando fijamente mientras dejaba su vida contra la tablazón del bote con los rápidos y temblorosos golpes de su cola. El viejo le pegó en la cabeza para que no siguiera sufriendo y le dio una patada. El cuerpo del pez temblaba todavía a la sombra de popa.
–Bonito –dijo en voz alta–. Hará una linda carnada. Debe de pesar diez libras.
No recordaba cuánto tiempo hacía que había empezado a hablar solo en voz alta cuando no tenía a nadie con quien hablar. En los viejos tiempos, cuando estaba solo, cantaba; a veces, de noche, cuando hacía su guardia al timón de las chalupas y los tortugueros cantaba también. Probablemente había empezado a hablar en voz alta cuando se había ido el muchacho. Pero no recordaba. Cuando él y el muchacho pescaban juntos, generalmente hablaban únicamente cuando era necesario. Hablaban de noche o cuando los cogía el mal tiempo. Se consideraba una virtud no hablar innecesariamente en el mar y el viejo siempre lo había considerado así y lo respetaba. Pero ahora expresaba sus pensamientos en voz alta muchas veces, puesto que no había nadie a quien pudiera mortificar.
–Si los otros me oyeran hablar en voz alta creerían que estoy loco –dijo en voz alta–. Pero, puesto que no estoy loco no me importa. Los ricos tienen radios que les hablan en sus embarcaciones y les dan las noticias del béisbol
“Esta no es hora de pensar en el béisbol, –pensó–. Ahora hay que pensar en una sola cosa. Aquella para la que he nacido. Pudiera haber un pez grande en torno a esa mancha –pensó–. Solo he cogido un bonito extraviado de los que estaban comiendo. Pero están trabajando rápidamente y a lo lejos. Todo lo que asoma hoy a la superficie viaja muy rápidamente y hacia el nordeste. ¿Será la hora? ¿O será alguna señal del tiempo que yo no conozco?”
Ahora no podía ver el verdor de la costa; sólo las cimas de las verdes colinas que asomaban blancas como si estuvieran coronadas de nieve y las nubes parecían altas montañas de nieve sobre ellas. El mar estaba muy oscuro y la luz hacía prismas en el agua. Y las miríadas de lunares del plancton eran anuladas ahora por el alto sol y el viejo solo veía los grandes y profundos prismas en el agua azul que tenía una milla de profundidad y en la que sus largos sedales descendían verticalmente.
Los pescadores llamaban bonitos a todos los peces de esa especie y solo distinguían entre ellos por sus nombres propios cuando venían a cambiarlos por carnadas. Los bonitos estaban de nuevo abajo. El sol calentaba fuerte y el viejo lo sentía en la parte de atrás del cuello, y sentía el sudor que le corría por la espalda mientras remaba.
“Pudiera dejarme ir a la deriva –pensó–, y dormir y echar un lazo al dedo gordo del pie para despertar si pican. Pero hoy hace ochenta y cinco días y tengo que aprovechar el tiempo.”
Justamente entonces, mientras vigilaba los sedales, vio que una de las varillas verdes se sumergía vivamente.
–Sí –dijo–. Sí –y monto los remos sin golpear el bote.
Cogió el sedal y lo sujetó suavemente en el índice y el pulgar de la derecha. No sintió tensión ni peso y aguanto ligeramente. Luego volvió a sentirlo. Esta vez fue un tirón de tanteo, ni sólido ni fuerte, y el viejo se dio cuenta, exactamente, de lo que era. A cien brazas más abajo una aguja estaba comiendo las sardinas que cubrían la punta y el cabo del anzuelo en el punto donde el anzuelo, forjado a mano, sobresalía de la cabeza del pequeño bonito.
El viejo sujeto delicada y blandamente el sedal y con la mano izquierda lo soltó del palito verde. Ahora podía dejarlo correr entre sus dedos sin que el pez sintiera ninguna tensión.
“A esta distancia de la costa, en este mes, debe de ser enorme –pensó el viejo– . Cómelas, pez. Cómelas. Por favor, cómelas, están de lo más frescas; y tu, ahí, a seiscientos pies en el agua fría y a oscuras. Da otra vuelta en la oscuridad y vuelve a comértelas.”
Sentía el leve y delicado tirar y luego un tirón más fuerte cuando la cabeza de una sardina debía de haber sido más difícil de arrancar del anzuelo. Luego nada.
–Vamos, ven –dijo el viejo en voz alta–. Da otra vuelta. Da otra vuelta. Ven a olerlas. ¿Verdad que son sabrosas? Cómetelas ahora, y luego tendrás un bonito. Duro y frío y sabroso. No seas tímido, pez. Cómetelas.
Esperó con el sedal entre el índice y el pulgar, vigilándolo y vigilando los otros al mismo tiempo, pues el pez pudiera virar arriba o abajo. Luego volvió a sentir la misma y suave tracción.
–Lo cogerá –dijo el viejo en voz alta–. Dios lo ayude a cogerlo.
No lo cogió, sin embargo. Se fue y el viejo no sintió nada más.
–No puede haberse ido –dijo–. ¡No se puede haber ido, maldito! Está dando una vuelta. Es posible que haya sido enganchado alguna otra vez y que recuerde algo de eso.
Luego sintió un suave contacto en el sedal y se sintió feliz.
–No fue más que una vuelta –dijo–. Lo cogerá.
Era feliz sintiendo tirar suavemente y luego tuvo sensación de algo duro e increíblemente pesado. Era el peso del pez y dejo que el sedal se deslizara abajo, abajo, abajo, llevándose los dos primeros rollos de reserva. Según descendía, deslizándose suavemente entre los dedos del viejo, todavía él podía sentir el gran peso, aunque la presión de su índice y de su pulgar era casi imperceptible.
–¡Que pez! –dijo–. Lo lleva atravesado en la boca y se está yendo con él.
“Luego virara y se lo tragará” pensó. No dijo esto porque sabía que cuando uno dice una buena cosa posiblemente no sucede. Sabía que éste era un pez enorme y se lo imaginó alejándose en la tiniebla con el bonito atravesado en la boca. En ese momento sintió que había dejado de moverse, pero el peso persistía todavía. Luego el peso fue en aumento, y el viejo le dio más sedal. Acentuó la presión del índice y el pulgar por un momento y el peso fue en aumento. Y el sedal descendía verticalmente.
–Lo ha cogido –dijo–. Ahora dejaré que se lo coma a gusto.
Dejó que el sedal se deslizara entre sus dedos mientras bajaba la mano izquierda y amarraba el extremo suelto de los dos rollos de reserva al lazo de los rollos de reserva del otro sedal. Ahora estaba listo. Tenía tres rollos de cuarenta brazas de sedal en reserva, además del que estaba usando.